10.12.19

Hay días en que unas luces...



Comprende uno las cosas tarde y casi siempre mal, sin que pueda quedarse con la esencia, esa parte noble que maneja la hondura de la memoria y la valía de la experiencia. De ahí que el oropel de las luces navideñas siga ejerciendo su fascinación antigua, la del niño que observa los prodigios. Está el niño a la espera de que algo de afuera le haga aflorar. A veces se le reprende cuando irrumpe, no se le acoge ni abraza. Se diría que abochorna al adulto, que lo invalida quién sabe a cargo de qué propósito. Son tantas las veces en que esto sucede que uno tristemente concluye con la idea de que el niño que fuimos ha muerto o lo hemos apartado adrede, quizá para no rebajar la imponencia de nuestra fachada. Su resurrección es puntual y casi siempre trae más tarde sonrojo, mala estampa, esa especie de pudor que evidencia la sublimación salvaje de las apariencias. La opulencia de los colores y las luces acaricia la niñez mantenida a recaudo. La rescata, deja que se le enturbien los ojos y se enternezca el corazón. No es cosa que dure mucho. Cuando se apagan y la rutina lo impregna todo, regresa el adulto. Podemos ver cómo son a diario. Son duros. No se ablandan, no exhiben una brizna de fragilidad, no podrían caer en esa desatención de su firmeza. Se nos ha educado para sobrevivir. Todas las disciplinas alientan ese desapego por vivir. El prefijo locativo arruina la felicidad del verbo vivir. Ese “sobre” antecedido informa de un desatino semántico o de un desquicio moral, tal vez ambas cosas sean la misma cosa. Pero hacemos eso: sobrevivir. Todo se traduce en pugna. Avanzamos, sorteamos los obstáculos, nos abastecemos de defensas y pedimos (cuando se nos presenta un receso en ese vértigo perverso) que nos enciendan unas luces por Navidad y nos den abrazos y el fragor de la batalla mengüe unos días. Ni se nos ocurre pedir que la batalla cese. Sabemos que no acabará nunca. El niño la interrumpía a su antojadizo y lúdico antojo. Él era el capitán de sus días. Luego debió llegar Kafka con toda su delirante lírica de entristecido. Tendríamos que hurgar en el niño Kafka. Si tuvo una infancia feliz. Cuándo se fue todo al carajo. Hay un momento en que se descarría la infancia. Se enfanga, se engolfa, se encrespa. Una vez entra en ese rango de las cosas, cuesta hacer que retorne. De tener la manera, otro mundo tendríamos. Sí, es el texto blando e inocente prenavideño. Hay días en que unas luces...

1 comentario:

impersonem dijo...

El niño va "desapareciendo" cuando "el poder condicionado" le hace pasar por el molde, año tras año, hasta convertirlo en el adulto que, según ese poder, "tiene que llegar a ser"... la pérdida de ese niño no es una decisión tan personal y tan aséptica... pero hay veces que el molde no puede con el niño y, aunque le deja "tocado", bien por luces internas o por luces externo-festivas, retorna el niño y, aunque adultos, empiezan a ver otra vez las cosas con ojos de niño y, entonces, se les complica todo mucho...

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