30.8.19

Nudos

Son los nudos los que tienen las respuestas y no sabemos escuchar lo que dicen. A su modo, según retuerzan su cuerda modestísima, los nudos entienden el mundo. Los hay de una reciedumbre infranqueable, nudos antiguos a los que les va bien la intimidad de los años y la promesa de la eternidad. Nudos sin precisar instrucciones, nudos de piedra. Otros, sin embargo, piden a gritos que le metamos los dedos y deshagamos su esclava quietud sin movimiento. El nudo, una vez se descompone y libera de sus obligaciones es una celebración de la vida, un festejo del tamaño de una catedral o de un cortejo de nubes que ocupen el entero cielo. Se las ve danzar ahí arriba, festejando el aire. 
En aprender lo que dicen los nudos se puede tardar una vida completa. Hay quien tiene oído y le basta recomponer la figura primera y romper el hechizo bizarro de las cuerdas. Nada más extender la cuerda, se oyen las palabras que la cuerda dice. Hay palabras de angustia y palabras de esperanza. Explica el nudo el dolor y explica el llanto. De la historia de cada nudo podemos inferir la historia de quien lo hizo. El nudo que yo soy todavía no tiene quien lo explique, como el coronel del trópico de Gabo al que no le llegaban nunca cartas. Ni siquiera yo mismo, ocupado en comprender en qué rango incluirme, alcanzo a vislumbrar una brizna de luz a veces. Sé que hay quien no sabe que es nudo. Igual que la piedra sola en el camino desconoce su condición de piedra y desconoce su trama de tierra y lluvia. Igual que las abejas, cuando liban la flor, ignoran que son abejas y que debajo, sumisa y lasciva, la flor se llama flor y es un milagro de la naturaleza. Ya digo que hay milagros que no permiten la posibilidad de escudriñarlos y tratar de comprender la razón que los mueve. No sé si yo soy un milagro. Lo seré. Quién no. 
Imagino que lo soy en cierto modo. Que lo que hago a diario responde a un plan secreto que no me ha sido confiado. Sólo pensar que no soy dueño de mí mismo me hace discurrir con más perplejidad y termino abismado en una extraña convicción: la del asombro, la del bendito asombro, la del nudo que pide a gritos que lo liberen. No saber qué nudo soy, no entender qué milagro me transporta, no poder entrar en esas intimidades del alma y, sin embargo, disfrutar con la ignorancia, hacer como que se vive mejor sin saber, sin entender, sin sentirse dueño de ningún secreto. A ciegas se vive mejor, con mayor ilusión, hecha nudo firme el alma a la espera de que alguien la deshaga y nos explique quién nos anudó, a qué vino ese gesto terrible y hermoso a la vez.

28.8.19

La ciencia de amarse uno mismo



 A Manuel Guerrero Cabrera

La ciencia es también una obra de arte, se la puede mirar con el arrobo que produce la belleza cuando uno se esmera en apreciarla. Lo que suele pasar es que no siempre nos percatamos del prodigio. O que no todos tenemos el mismo canon. Hay quien se extasía contemplando una hoja emborronada de ecuaciones, quien ve en esa manifestación de la inteligencia matemática un objeto artístico, una especie de puerta que, al franquearse, conduce a la sublimación misma de la belleza. Lo mismo que se produce cuando observamos un paisaje invernal a la caída de la tarde o un cuadro de Velázquez, o cuando leemos un libro de poemas de Vicente Aleixandre o contemplamos una película de Kurosawa. Todo está ahí, a mano, ofrecido, a falta de que se franquee la puerta y se pueda apreciar enteramente, sin traba alguna, su contenido. Borges decía que todos éramos teólogos. Que, sin saberlo, todos ejercíamos una teología militante. Que pensábamos en Dios sin que se precisara creer o no en él. Del mismo modo, todos somos sensibles a la belleza. Sin que exista una voluntad, incluso sin una conciencia que la estabule y la juzgue, todos nos inclinamos ante ella cuando pasa. Un filósofo, no sé ahora cuál, no importa tampoco, dejó escrito que es la adoración a la belleza lo que nos convierte en criaturas inteligentes. Por eso la ciencia y el espíritu van de la mano, aunque parezcan divergir a veces. Quizá por debajo todo sean ecuaciones, vectores que se buscan y se encuentran y luego aplazan su abrazo y se alejan. Incluso química: a eso algunos reducen el amor, a la suma de unas moléculas con otras, a ese matrimonio de átomos que fornican en la sombra mientras tú estás paseando la ronda de tu pueblo o preparas un arroz con bogavante o despachas una Cruzcampo de tercio en la terraza. Lo registró Lorca  (Oficina y Denuncia) en su Poeta en Nueva York: debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato. La poesía, cuando es buena, cuenta el mundo. No hay instrumento más eficiente, no cabe otro que haga abrir los ojos como ella. El poeta, al modo que el matemático, abre puertas, ofrece caminos para que podamos acceder a la belleza. Uno (el poeta) tiene esa voluntad de deslumbrar y sabe que las palabras, vertidas con la exactitud que requiere, descerrajan la oscuridad, la revelan, la hacen accesible y pura. Otro (el matemático, el científico, el empírico) carece de esa voluntad, no la tiene como precepto principal, pero al final anhela el mismo objeto, codicia la misma gema, la de la verdad, la del asombro, la que hace que el mundo sea un poco más entendible. Y tal vez los dos (el poeta y el matemático) sean teólogos, teólogos amateurs, sin el rodaje de los libros sesudos, sin la vigilancia de la filosofía, sin su tutela gloriosa. Hay un orden, pero aprendió del caos. Luego está la ciencia de estar con los demás, que tiene sus logaritmos y se deja a veces gobernar, pero no siempre y la ciencia de amarse uno mismo. No siempre sabemos, en ocasiones fallamos, no le damos el tiempo suficiente, ni la voluntad requerida. 

27.8.19

Peor es la sangre


Marc Riboud, Muchacha ofreciendo una flor a los soldados, Washington, 1967


Crispados vamos mal, se atropellan las palabras cuando se pronuncian, se escogen las más hirientes al escribirlas, hasta se eligen los gestos burdos, los que no fomentan ninguna conversación posterior, sino más gestos burdos. Tenemos una legión de ellos, todos a la espera de que los usemos, como si esperaran entrar en combate. Los vemos a diario, incluso no nos fijamos en ellos, a fuerza de familiares. Son estos los tiempos en los que llama la atención la bondad, la generosidad, el afecto y la concordia, cuando es el reverso de esa palabras nobles las que deberían producirnos la zozobra, el malestar y hasta el dolor. Estamos crispados, pero no es nada nuevo, llevamos un tiempo con las uñas sacadas, sin disimular la contrariedad, el hecho de que no es el mejor de los tiempos, ni el peor tampoco, añado yo (no es posible no pensar en Dickens) pero quizá ninguno tan tenso como éste. Los agoreros, que son legión también, vaticinan desastres; los que tienen fe en que todo medre y prospere, en cambio, confían en que se aplacarán los ánimos, se desconectara el defcon cinco de la irritabilidad social y volveremos a pasear las calles nuevamente, como quiso el poeta (la poesía es un arma de la belleza, un instrumento de la inteligencia) saludando a los vecinos, abriendo el pecho, dejando que entre el aire, pero el aire está viciado, lo vician a diario, unos y otros lo corrompen, lo emponzoñan, no se cohíben, parece que disfrutan enfangando el agua, cubriéndola de mugre. Hay mugre a tutiplén, no hace falta estar pendiente, acude sola, se aprecia sola. Ponga usted los informativos televisivos, abra un periódico, escuche la radio: he ahí la mugre. Están los barcos a medio hundir en el mar, están los que disparan en las iglesias y en las escuelas, están los que echan pestes del otro, están los que echan pestes de nosotros, que no sabemos nunca si estamos en un lado o en otro o es que en realidad es en todos lados donde estamos. Porque hoy pisamos esta luz del día (dudosa, más poesía) y mañana quién sabe si tendremos algo que pisar o habrá luz que ilumine lo pisado. Todo es circunstancial y efímero y frágil. Hay naufragios también fuera del océano. Civilizaciones que se van al carajo. Europa no es ya sombra de lo que quiso ser, no sé si alguna vez llegó a un clímax, una especie de punto álgido de consenso y de concordia a partir del cual asentar un modo de vida y un modo de sentir la vida. Estamos crispados. Una crispación suave a veces, de la que no se ve venir, pero de la que tenemos noticia exacta y sobre la que construimos el diálogo. Diálogo crispado, palabras crispadas. No se ahorran; bien al contrario, se cuenta con ellas, hay un esmero en elegir las más adecuadas, las que más laceren y perforen y rasguen. A veces no van solas, sino que se juntan con otras, quizá ninguna dañina, pero he ahí que cuando se combinan y ensamblan producen el efecto buscado, el de separar, más que el de unir; el de quemar. Son fuego y la llama se extiende. No sé a quién escuché en la radio la urgencia de que nuestros políticos cuiden el lenguaje que usan. Ellos, más que nadie: ellos, por la relevancia y la difusión de que lo dicen, pero no hay cribas ni oposiciones al cuerpo de la política, está abierto, llega cualquiera que haya demostrado cierto apasionamiento por unas ideas, sin ni siquiera haber demostrado que las entiende. La clase política (en general, hay apreciables excepciones, se aprecia nada más que escuchar a algunos) es desleída e iletrada. Que hablen con soltura e hilen las frases con vehemencia no evidencia nada. Sólo que hablan con soltura e hilan las frases con vehemencia. Hasta que no tengamos políticos de raza, se decía antes, no habrá bienestar entre nosotros. Es que no lo hay, no hay pinta de que lo haya. Ni siquiera han sido capaces de descrisparse y hablar por el bien mayor, no por el propio. Barren hacia adentro, las más de las veces. Por lo demás, todo bien. La gente pasea por mi calle, llenan la terraza del bar cercano, hablan sobre sus cosas, preparan el día de mañana, beben y comen y fuman y luego se van a la cama con los deberes hechos. Vivir es una cosa sencilla si nos paramos a pensarlo un poco. Lo complicamos más de la cuenta. Como no es nuevo, no hay nada más que echar un ojo a los libros de Historia para ver lo descerebrados que hemos sido, habrá que pensar que esta es probablemente una buena época, no la mejor, cuál podría ser, ya que en todas ha habido desmanes y saqueos, en todas prorrumpió como ella sabe la poderosa sangre. Al menos ahora (no en todos lados, desgraciadamente no en todos lados) tenemos la palabra, aunque esté crispada. Peor es la sangre, su comisión de lágrimas, el boquete grande que hace en el alma. La palabra, cuando se la acaricia, si se la trata con educación, hace que la sangre no se vierta y siga su ocupación secreta, la de hacernos estar de pie y andar, la de permitirnos vibrar con la música de las nubes en el cielo cuando arrecia la lluvia o cuando la tormenta desatina el silencio y lo convierte en una catedral en el aire. Todo eso hacen las palabras. De ahí que haya que pensar muy bien las que se dice, las que no. Hay palabras que no se dicen y funcionan como si hubiesen sido pronunciadas. Es el milagro del silencio. La muchacha con la flor ofrecida a los soldados calla. No hace falta que hable. No hay palabras tal vez para acompañar el gesto. La flor es el lenguaje.

Cuentos de Tokio



Ya no sabe uno si seguir amando los mundos sutiles, los ingrávidos y los gentiles, no sabe si decantarse definitivamente por el activismo o por ser el chico ostra, encapsulado, conversando con su sistema operativo, a riesgo de amarlo como el pobre Theodor, el protagonista de Her. No se sabe casi nada y lo poco que se cree saber se tambalea a diario. Hacen que zozobre, todos colaboramos tarde o temprano en esa operación de declinación y derribo. Quizá pase todo esto porque estamos saturados. Contra la saturación no podemos hacer mucho, salvo procurarse de vez en cuando una pequeña desconexión, un refugio pensado por el chico ostra, uno a medida, convincente, cálido, rico. Conviene, limpia, sana. Saber que existe ese abuso, el de la información, el de la plenitud en los medios, a lo sumo. Aceptarla, si no tiene uno demasiada gana de dar guerra. Caso de querer darla, está el activismo, pero no me veo en las calles, enarbolando pancartas, vociferando proclamas. Estoy en una edad en que las cosas se ven desde la periferia las más de las veces. No es bueno, aclaro. No me veo, no me sitúo, no logro posicionarme del todo, aunque haya alguna manifestación muy mía, en la que se dicen cosas que comparto. En lo más íntimo, prefiero ser el chico ostra, sin llegar al extremo de ser Theodor, por más que adore mis discos duros y el sistema operativo que los hace trabajar.

Admiro a quienes salen a la calle. Es una admiración sincera. Es posible que el futuro esté en las calles, ya es presente, y entonces yo me lo esté perdiendo. En casa, contemplando la realidad como espectador, se pierde uno la épica. El chico ostra, por variados motivos, no sale, no se involucra. Las ve venir, mala iniciativa. Theodor, por esos y por otros más retorcidos, tampoco sale, tampoco se pringa. Viven los dos en un mundo espiritual, de absoluto goce estético. En ocasiones les envidio. Ojalá pudiésemos vivir fascinados por la cultura. Que nada perturbase ese enamoriscamiento. Que los días fuesen intensos y felices al modo en que lo son ciertas novelas o tramas cinematográficos o que la música nos transportase a un paraíso completo en el que todo adquiere un sentido y el mundo gira armónicamente y la luz en el cielo brilla con un esplendor al que no estamos acostumbrados, un fulgor sin par, una especie de epifanía en la que todo está sublimado y perfecto.

Debemos ser chico ostra de vez en cuando. Incluso Thedor de vez en cuando también. No todo el tiempo, no es bueno ese encapsularse. Volver después a la realidad, entendernos con los primores de lo real, como quería el poeta, pero haber estado antes en el otro lado, haber perdido el tiempo absolutamente, haber convocado el mal y haber visto cómo nos corrompe (no puedo dejar de pensar en Walter White, en mi Walter White de la maravillosa Breaking Bad) o haber dejado que el bien nos tiente, saber lo firme que acude y rechazarlo con fiereza también, como si supiésemos que la bondad absoluta, en su concepto, es un mal en sí misma. El rato en que uno es bueno coincide con el que más expuesto se está al influjo del mal, que con más ardor penetra y hace casa adentro, donde creemos estar a salvo. No se está a salvo. Nunca se está a salvo. Walter White estaba a salvo hasta que le diagnosticaron un cáncer y decidió ponerse a hacer meta en el desierto, en una caravana, en peligro y feliz, y luego a colocarla en el mercado.

Admiro al walter white que todos llevamos dentro. No porque espere que en momentos de flaqueza saquemos el mal puro, si es que alguno está en nuestro interior, por si sirve par algo. Es porque la supervivencia siempre atrae, la llevamos dentro, la idea de que la adversidad nos convierte en héroes, en villanos, en emperadores de nuestra sangre. Lo que no hacemos nunca es seguir haciendo lo que hacíamos, ni siendo lo que éramos. Uno prefiere ser un Walter White (a ser posible que no delinca) antes que insistir en uno mismo, ser un chico ostra en algún momento de la semana, mientras afuera el mundo se entenebrece. El mundo lleno de trumps y de mafias. El mundo se entenebrece a diario. No lo había pensado hasta ahora. El mundo se entenebrece una barbaridad. Los walterwhites del inframundo han venido y están vigilando lo sutil, lo ingrávido y lo gentil. No tienen buenas intenciones. El chico ostra vuelve a su cuarto de vicios. Esta noche me voy a poner una película japonesa en blanco y negro. . El cine hace que salgamos de un mundo y logremos entrar
en otro. Hay billete de vuelta. Cuentos de Tokio.

26.8.19

dios

dios no es de derechas, dios no es de izquierdas, dios está a salvo de la gramática del poder, dios no tiene que personarse, dios no cuida del rebaño, dios no sale en los títulos de crédito, dios se pierde en los arrabales, fatiga las calles del mundo, contempla el vértigo, bebe la fiebre del mundo, dios es un observador obstinado, así que no hay que buscarlo en los textos, no hay que ir a los templos y buscarlo en las tallas de los santos o en las vidrieras de las alturas, dios está en la pregunta y en la respuesta, dios es lo inefable dicho, lo inasible por fin atrapado, dios es la metástasis del mundo, creciendo sin brújula, prometiendo el paraíso y desoyendo la vida, dios tiene ese oficio ingrato, hacer que esperes, pero sin escucharte, dios no escucha, no está en su esencia escuchar, de dios tenemos la certeza de que escucha, pero no lo hace, no de un modo que podamos entender aquí abajo, entre la luz y las sombras, yendo de un sitio a otro, abrazando los cuerpos o estabulando los vicios, dios es de una hermosura asombrosa, no hay un pequeño indicio de belleza en el mundo en que no esté dios, no hay palabra en la que no se exprese, dios es un mapa del tamaño del mapa que cartografía, dios es el mapa y es el cartógrafo, dios es mi mano guiando el pulso de las palabras y es la altura y la hondura de los ojos que se desquician en el texto, buscando un sentido, negando un sentido, dios es kavafis en alejandría, dios es el aleph en el sótano de una quinta en buenos aires, dios es la calva del coronel kurtz en el infierno del mekong, dios es la melena de lady godiva cubriendo los pechos, que también son dios, los dos senos de lady godiva, que nunca hemos visto, son dios encima del caballo, que es blanco y también es dios, dios, dios en los logaritmos neperianos y en todos los cuadros puntillistas del sur de francia, dios en la boca de hemingway cuando se la abrió con una bala, dios en la absenta de poe, dios en el cielo sobre el mar de los sargazos, dios en la mecánica cuántica de las plegarias, en los goces del cuerpo, en la dulzura íntima de los sueños, en el crepúsculo, en los burdeles de Mesopotamia, en los caserones desvencijados en providence, dios el primigenio, el oscuro, el artero, los dioses debem procurarse un fondo lóbrego, lúgubre, fúnebre, un fondo de materia esdrújula, todos los dioses del pasado han hecho valer sus dogmas, han tenido sacerdotes, chamanes, gurús, gente de metáforas, poetas del arco celeste, el dios vampiro bajo la bóveda antigua de la noche, el gran dios de la semilla, hocicando sobre la negrura del sexo, invocando al demonio, pidiendo que venga, el demonio puro sin el que dios no valdría nada, mira uno al demonio, lo observa y le agrada el mal, dios es el mal que induce el bien absoluto, la palabra investida con los más altos honores, pero a dios se le exime del verbo, no se le pide la oratoria de los apóstoles, lo escribe después el poeta, lo rubrica en salmos, en la luz misma galopando el aire, en el aire copulando con las horas, vemos a dios como una epifanía, miles davis tocando so what, miles davis tocando round midnight, dios con sordina, dios bebop, el dios amancebado, manumitido, contenido a su pesar, porque no puede aparecerse, no puede dar constancia de su cuerpo, ni siquiera de la sospecha de su cuerpo, dios no tiene nada que pueda ser registrado, no registramos el ojo ni la voz, el dios sin el gran ojo, guiando al rebaño desde que se abrieron los campos, por eso buscamos a dios desconsoladamente, lo buscamos en los arias de verdi, en los perfiles del facebook, en la lengua de trapo, en los castillos del tiempo, en la panza del rey, en la música de los ancestros, ahí está, ahí se agazapa, ahí los días primeros, los abrazos principales, ahí él, ahí ella, no sabemos el sexo, no habrá sexo, lo nombramos sin saber cómo decirlo, lo pensamos sin saber cómo nombrarlo

25.8.19

Esta noche seré un elefante



Un elefante se balanceaba por la tela de un araña. Como veía que no se caía fue a llamar a otro elefante. Las historias que nos cuentan necesitan de elefantes reunidos en la osadía de que la tela de la araña los sostendrá e impedirá, a pesar de la evidencia, que terminen cayendo, con el paquidermo estrépito posterior. Es la historia la que hace que el elefante, a pesar del peso enorme, no se venga abajo y dé con el suelo. Ninguna de esas historias, por leve que sea, malogra el milagro de la narración. La literatura es un espasmo (lo dice con desparpajo y amor Eloy Tizón en su deslumbrante Herido leve) y también un sueño, uno dirigido y planeado (a medias eso de planeado) para deslumbrar al lector feliz y continuamente enamorado. No hay historia, por fantástica o absurda que sea, a la que no se le conceda verosimilitud al ser escuchada o leída, unas con más fortuna que otras, por supuesto.


Vivimos para escuchar historias. Es la ficción la que invita a pasearnos por los días y por las noches. No hay día en el que no sintamos el prodigio puro de la literatura. Da igual que sea escrita o que la percibamos oralmente. Importa escasamente que uno sea el que la recibe o que tenga la generosidad de entregarla. El escritor es, por encima de todo, una criatura hecha de generosidad. Porque las historias están ahí. Solo falta la voluntad que las hilvana y el genio, donde lo haya, que la engalane y la convierta en un cuento. Somos los cuentos que nos han ido contando. Somos el elefante arrodillado delante del niño, que lee. Las palabras salvarán al mundo. Si las mimamos, no tendremos que tener miedo. Quienes las ignoran, todos los que no piensan en ellas, serán los que no sean salvados. Esa es la salvación a la que deberíamos inclinar toda nuestra voluntad. La literatura viene a ser el espacio logrado entre las cosas propias de la rutina y las altas cimas de la belleza. Digamos que todo lo que hay entre la mantequilla caducada y los templos griegos (Tizón echa aquí mano de Virginia Woolf y cita Al faro). O la banalidad de un estornudo y la trascendencia (animal y también estética e intelectual) de un orgasmo.

24.8.19

Atajos

1
Uno necesita a veces la sensación de estar muy cansado o de sentirse muy triste. En esa composición dramática, pensar en la sensación de no estar muy cansado o de no sentirse muy triste. Lo mejor para soportar las situaciones insoportables es pensar que no duran nunca mucho. No con el mismo devastado ahínco. De hecho, en cuanto uno aprecia que duran mucho, las hace suyas, las padece de un modo dulce incluso, sin que en modo alguno se precise eliminarlas, censurar el cansancio, abolir la tristeza, todas esas cosas. Se vive con el dolor. Como algo más. Como algo propio. Somos de esa deliciosa y privada nación que reside en el interior de cada uno, aunque después uno se afilie a la periferia, conecte con las tradiciones, con las banderas o con los santos del pueblo, que no deja de ser un forma de convivencia feliz con los demás. El hecho de la religión, su existencia en el mundo, alaba la teoría de que una sociedad sin tradiciones es una sociedad herida, que no avanza. Compartimos las salidas de las vírgenes de los templos y los triunfos de nuestro equipo favorito de fútbol: todo se enreda en esa maquinaria popular, inexcusablemente conciliadora, de la que no acaba (aunque lo desee a veces) de despojarse el ser humano del todo. Tienen la misma función, miradas en detalle, las representaciones sociales de las cosas que amamos. Ya sea el Cristo del barrio o los goles de Messi.

2
Se vive para estar cansado y para procurarse el descanso. En la resaca se aprecia nítidamente el valor de la ebriedad. Sabe quien ha bebido el valor de la mesura, su dulzura moral, la función lúdica de perderse un poco, sin abandonar el camino, sin renunciar a la bondad del regreso. Bebemos en sociedad, bebemos en las tabernas, que son los templos antiguos de los afectos entre los vecinos y los accidentales visitantes. También en la comida, en la celebración festiva de la gastronomía, se produce ese lazo de cohesión. El pueblo que come, bebe y reza en comunidad suele resistir con más entereza las acometidas del azar, la fiebre dolorosa de las tragedias. Por eso se visita la barra del bar a poco de salir del entierro de alguien. En Andalucía, al menos aquí, se festeja la intimidad del duelo con una copa de vino. Podemos elaborar una metafísica etílica de la muerte. Todo lo que digamos a ese respecto redunda en la vida, indefectiblemente. Uno necesita morirse (figuradamente) para apreciar estar vivo. Todo esto lo he pensado muchas veces y lo he contado algunas, entre amigos, en una barra de bar, apurando cervezas, fumando (cuando se podía, ahora dan cuartel las terrazas) y sintiendo la vida en cada sorbo y en cada calada. Cada uno elige cómo vestirse para la fiesta o como desnudarse para el duelo.

23.8.19

John Coltrane y el origen del cosmos

El big bang  debió ser la primera tos de Dios, un Dios enfermo o un Dios solo al que se le ocurrió la trama primera de las cosas. El big bang fue todo lo que vino después de esa primera tos fundacional. O en lugar de tos fue un estornudo. Lo que hubo, a decir de los científicos que ahora dicen haber detectado las ondas del primer chasquido del universo, fue un temblor, un temblor sutil, una brizna de temblor, un sonido en mitad de un silencio absoluto, una luz en la oscuridad perfecta o un nanosegundo (será incluso menos de un nanosegundo) en el cómputo novicio del tiempo. Después de la tos o del estornudo o del temblor o de la luz vinieron todas las demás cosas. No tenemos capacidad para razonar ese parvulario primitivo, de verdades cuánticas y de incertidumbres teológicas. O será al revés: de verdades teológicas o de incertidumbres cuánticas. Creo que no entendemos casi ninguna, pero lo que importa es el viaje, la sensación de plenitud que uno encuentra en la duda, en todo ese marasmo de incógnitas a las que casi nunca damos respuesta. Son casi catorce mil millones de años para que yo hilvane mis asuntos y los registre mientras John Coltrane sopla como si no hubiese vida después de la última nota, cuando la canción termina y reina el silencio. El universo es como un solo de John Coltrane: no lo entendemos, no sabemos a qué obedece ese hilo de notas, pero nos perturba, nos acerca a la belleza, por más que no sepamos definirla. Está John Coltrane sincopado y cuántico, teológico y sucio, buscando en el alma el trozo de Dios que le explique el bang, la lluvia obstinada, el cielo azul, la carne débil y el aire espléndido. Dios sigue tosiendo, pero ya no le hacemos caso. 



22.8.19

Historias

De qué callada manera obran los años, con qué artera astucia nos saquean, pero el vaciado nunca es trágico. Uno admira incluso esa percepción de la tragedia, la sensación (a veces huidiza) de que todo nos incumbe o que todo ha sido hecho para nuestro exclusiva atención. Así leo esta mañana unos versos de José Ángel Valente y pienso en el poeta, en algún retiro doméstico, a salvo de la realidad o inapelablemente dentro de ella, escribiendo para que yo me levante esta mañana de jueves y lea, en unos minutos que permite la rutina de la mañana. Leemos las vidas que no son nuestras, el pensar de los demás, los sueños de otros. Los nuestros no satisfacen enteramente. Incluso no sabemos la trama que ocuparon. He intentado en vano rasgar esa tela también huidiza, la de los sueños, la del mío de esta noche. Había torres y un río caudaloso y un coro de niños en un alto, no consigo aprehender nada más, se me escapa, es posible que no regrese nunca, aunque imagino que los sueños se guardan en el algún lugar, están ahí por si en alguna ocasión una brizna de fuego los prende y prorrumpen y nos cuentan su historia. Será caótica, como debe ser, alocada, pero es la nuestra. Fuimos nosotros los que los construimos. Mientras acudimos a lo que los demás urdieron para explicarse el mundo. De una forma maravillosa somos todas las historias que nos han contado. Eso nos hace no ser saqueados del todo, no sentirnos vulnerados cuando los años nos reducen. Somos esa sencilla literatura. 

18.8.19

Volver




Con el placer de viajar se apareja el de echar de menos la casa de uno. No sucede siempre; ni siquiera ocurre de la misma manera. Tampoco porque salir de ella trastorne o tengamos una dependencia más severa de la conveniente, sino por la necesidad de cuadrar una rutina y aplicarse con denuedo a ella. También por sentir la cercanía de ciertos objetos. Más que las casas en las que vivimos, son los objetos que tenemos en ellas, de los que hacemos uso, aunque tan sólo sean útiles por tenerlos cerca y manejar la certeza de que podemos mirarlos o tocarlos. Al regresar se tiene la sensación de que los perdimos (no es así, no se produjo ocasión de perder nada) y de pronto han sido retornados, colocados en donde estaban, los libros donde los libros, el butacón de orejas junto a la cortina, delante de una lámpara de la que sabes cuándo fue comprada y los tonos de luz que ofrece y el que más te agrada para leer o para ver la televisión. No podríamos vivir sin todos esos objetos; vacíos tomados individualmente, pero ricos y fértiles cuando se disponen unos junto a otros, de modo que hasta cuesta cambiarlos de lugar, como si esa mudanza precisara de su consentimiento y nosotros, en el capricho, los hubiésemos forzado o como si a la manera de algunas de las mejores tramas novelísticas, cada pieza de la historia está donde debe estar porque no hay otro lugar más propio y necesario y así cada mueble o cada libro en cada balda o cada cuadro en los pasillos ocupa el sitio exacto, el que una vez decidimos; quién sabe qué razones nos mueven a hacer una cosa y no otra, bajo qué oscuro o luminoso designio pensamos como pensamos y no de otro manera. Hacerse a la nueva rutina no cuesta, se hace con diligencia y con gusto. Se echa en falta el trasiego de las excursiones, las calles que hemos paseado, las ventanas de la habitación en donde nos hospedábamos y las vistas que ofrecía o el ruido vigoroso de la gente yendo y viniendo, haciendo lo que uno, pero sin ser igual, no puede ser igual; de hecho es fundamental que no se parezca en nada a lo que hacemos nosotros. Alguien puede mirar contigo (el azar ha fabricado esa composición, la de un extraño a tu vera mirando el mismo río y el mismo puente que miras tú) pero son otros los ojos, no hay dos puentes iguales, ni el mismo río puede ser siempre un único río. De ahí que yo prefiera la palabra viajero a la de turista, aunque en ocasiones uno sea turista, es muy difícil substraerse de eso, no caer en los vicios de los demás y sacar el móvil y hacer la misma fotografía que millones de personas hicieron antes que tú. Viajar es ir muy lejos, aunque a veces sólo salgas a la acera de tu calle y camines un trecho hasta llegar a la siguiente. Hay quien va al confín del mundo y no se ha levantado del sofá de su salón. Sigue enchufado a su televisor, tiene puesta la ropa cómoda que gasta en casa y sabe qué hay en el frigorífico por si le da hambre o sed. Los viajes son siempre interiores. Es en la cabeza en donde se produce el prodigio. Cabe la posibilidad de que no haya chispa y no se prenda el fuego de viajar. Cuando lo hace, en ese instante majestuoso, todo el cuerpo se confabula con él y no hay desánimo ni cansancio, aunque acabes la jornada con los pies muertos. Son los ojos los que están abiertos, felices y abiertos. Lo maravilloso (lo que ahora mismo me hace sentirme muy feliz) es no renunciar a nada y, al tiempo, poder prescindir de todo. Por eso esta mañana he mirado mi casa como si fuese ajena. Siendo de otro, al recorrerla, al tocar los cojines del sofá o mirar los adornos en las mesas, parece todo nuevo y, sin embargo, cada pequeño objeto tiene su historia. Puede ser que hayan cobrado vida en mi ausencia (como los juguetes en la saga Toy Story) y estén en su interior encantados de que hayamos regresado a casa. Ahora estoy echando de menos el Vístula. Nunca creí que escribiría esa frase.

16.8.19

Iglesias polacas



En Polonia hay muchísimas iglesias. El polaco es creyente y es practicante de su fe. El comunismo no borró las creencias, bien al contrario. Ese fervor fue la reacción del pueblo sometido por el régimen soviético, de antigua tradición religiosa y más tarde quirúrgicamente extirpada por el aparato estalinista. Es curioso ver todos esos templos, centenarios en su mayor parte, abiertos al culto a casi cualquier hora del día y agasajados de fieles que entran y salen un momento y luego regresan a sus quehaceres.

De noche están iluminados. Se las ve de lejos, irradian su belleza, reclaman que se las visite y rece en ellas. Las vitrales, lujosamente policromados, invitan a entrar. Las torres, esbeltas, izan al cielo su vocación de anhelo, el de la fe, de la que carezco, tal vez desgraciadamente, no es cosa ahora de ahondar.

Adentro, en algunas en las que he entrado, se percibe una digna pulcritud espiritual que no malogra el hervidero de gente que pasea en las calles, ese ruido urbano que bulle como una sordina moderna, bebiendo jarras de cerveza y comiendo pierogis en los veladores. Se adquiere casi con brusquedad la sensación de haberse desprendido de un traje y vestido otro, no se precisa instrucción, ni el aval de la fe, pero cuesta pensar que su efluvio (sea eso lo que sea) no nos impregne. Tal es su celestial propósito: convencer, hacerte pequeño ante la majestad de la piedra y la elocuencia de las tallas.

Son, por lo general, no todas, algunas son de reciente apertura, tras la conversión a la democracia, basílicas recargadas a conciencia, barrocas con colmo, acéptese la redundancia, como si las manos constructoras hubiesen apurado adrede todas las imágenes posibles, todos los símbolos disponibles y los hubieran dispuesto para allanar el camino del hombre hacia Dios. Muy polaco Dios.

El altar no es la parte de más ornato. No hay pompa ahí, ni el fuste visible en los templos acostumbrados en España. Se basta la cruz y un pequeño, por funcional,  púlpito, pero el milagro de las iconografías te envuelve en cualquier otro rincón.

Consentido el ladrillo, por escasear la piedra, las Iglesias fueron derribadas y vueltas a levantar, daba igual que fuesen protestantes o cristianas, todas contestaban al deseo del diálogo espiritual, amplificado también con la presencia de sinagogas, pues la población hebrea fue abundante y no tuvo austeridad financiera, ni remilgos para que su mensaje calara, trascendiera y ocupara un lugar de culto entre los otros, no fuese que se difuminara y acabara desdibujándose y perdiéndose.

Abunda lo fantástico, conmueve esa destreza en traducir en imágenes (tallas, mobiliario, techumbre, columnas, bancadas, cuadros o estatuas) la pasión y la muerte de Jesús. Y no solo prevalece la ampulosidad barroca o la gótica: coincide con ella la arquitectura contemporánea, menos ostentosa y más ocupada en representar la protesta (el polaco es un sindicalista forzado por las circunstancias y por las contiendas sociales ) y hacer que se extienda por cada barrio, por pequeño que fuese.









Ciudades dignas




Tal vez no debamos tocar nada, dejar que el rigor del tiempo maniobre a su antojadizo capricho y estrague la limpieza de la madera y arruine la pulcritud de la piedra. Nada que enturbie la presencia de una puerta o una ventana en una calle. Ni siquiera un edificio entero, más ofrecido, diría uno que vivo, como si respirara y se doliese o se conmoviera o festejara su existencia, tampoco sabremos cómo. Se trata de preservar la dignidad, no creo que haya más. Hay algunas que tienen esa dignidad muy a pesar del aspecto que ofrecen. Es más: ganan en ella cuando exhiben el tráfago de los años. Se las mira con respeto. Cuanto mayor es su deterioro, más se cree en su nobleza y en la bondad de su oficio. Igual que las personas.

8.8.19

La discrepancia

Uno discrepa a tientas, como si a la vez que discrepara hiciese un cálculo de las consecuencias de esa disidencia y pesara qué mal podría acarrearle no haber asentido a tiempo o haber disentido tan a la ligera, sin esperar a que se tuviese una idea completa de lo que se le requería. Lo ideal sería darle un tiempo a todo, no caer en la la comodidad de las respuestas rápidas, las que se dan sin haberlas rumiado, sin que se asienten y tengamos de ellas un dominio mayor. En la vida, en su quehacer diario, hay montones de situaciones en las que se te exige que des un sí o un no y no es tan fácil. Querría uno (insisto en eso) prorrogar la respuesta, dilatarla, no dejarse llevar por las circunstancias, pero nunca obramos con esa cautela y respondemos. Decimos sí o decimos no y luego no hay manera de dar marcha atrás, ya no se puede volver al momento en que pudimos atinar, pero desbarramos, no se sabe bien por qué, tal vez por razones que fueron buenas entonces y ahora no lo son, vaya usted a saber. Discrepar es divertido, si se piensa. Tengo un amigo que lo hace por costumbre. Discrepa por no involucrarse, disiente por precaución. Hace bien, creo. Yo he intentado en ocasiones imitarle, pero no me sale, se me ve a la primera que hablo por hablar, lo cual no es recomendable nunca, aunque a uno le guste que los otros se explayen a veces y digan cuanto se les ocurre y de ahí se extraiga algo con lo que continuar la conversación o con lo que conservarla.

A mi amigo M. le sucede esto continuamente: discrepa, difícilmente se adhiere al decir del otro, aunque lo comparta a trozos. Lo que le fascina es la puesta en marcha del mecanismo oratorio, por decirlo de alguna manera. Se le ve alicaído si a todo accede y con todo está conforme: no es su ser natural, si es que tenemos alguno por ahí adentro. A M.. lo de disentir se le da muy bien porque llevo años practicando. Lo hace sin conciencia tal vez, pero se ha ido puliendo el oficio de los argumentos y hasta la textura de la voz y la composición de los gestos. En pocas ocasiones le he visto adherirse a una causa que no haya sufragado él. En la intimidad debe actuar a la reversa, imagino. No es posible mantener esa línea de acción a tiempo completo. Debe causar agotamiento. En casa, cuando no está siendo observado por ajenos, lo presumo paciente y conciliador, poco dado al combate dialéctico. Tal vez todo obedezca a un plan muy pensado consistente en exhibir dos perfiles: el que discrepa, el que diverge por puro regocijo intelectual y el otro, quizá no menos auténtico, el que coincide, el que conviene en todo y todo lo acata. Ignoro cuál de ellos está leyendo esto que escribo. Me lo dirá cuando nos escribamos. Hace que no le veo, vive lejos, no sé si ahora es otro y esto le parecerá extraño y desatinado.

5.8.19

El rumor lento de la vida

Está bien eso de no entrar adonde a uno no lo llaman salvo que, animado por la curiosidad, se ignoren los protocolos de la convivencia, las reglas del civismo y la bendita urbanidad. Ninguna de estos contratos (algunos tácitos, otros legislados) de la sociedad impide que uno hocique en casa ajena, olisquee, haga un tour fugaz por el mobiliario y salga más contento que un caracol en un espejo, inventariando las cosas aprendidas. Algunas de ellas caerán en el olvido, por irrelevantes, por incomprendidas, pero otras endulzarán conversaciones, animarán tertulias, impedirán que no estemos callados, tan solo escuchando, sin meter el cuchillo en la hogaza de pan recién acanalada. Lo que importa es posicionarse, convenir un argumento con el que rebatir los contrarios, amarrarse a una columna y evitar que nos zarandee y nos arrumbe el viento. La mía es una de humo. Más de humo que de piedra. Mejor así. No porque sea volandera mi manera de pensar y hoy comulgue con papistas y mañana me acueste con impíos. En la incertidumbre se vive mejor. Es dulce la mirada cuando es novicia. Es más creativa la fugacidad que la inmanencia. Lo único a lo que podemos aspirar en la defensa hostil de nuestros principios es a perder la bendita posiblidad de entender los de los demás. Y de verdad que hay ocasiones en que los criterios ajenos cansan más de lo que uno podría soportar, pero más soportó Giordano Bruno y con más empeño lo quemaron. De todas formas, nada verdaderamente claro tampoco hoy. El día transcurre con absoluto rigor. Las mismas plazas ocupadas. Los mismos tenebristas comentarios sobre el futuro de la raza. La misma ventana desde la que observar el inamovible paisaje. Es una foto fija. Es una composición. La ventana es un privilegiado observatorio y el que se acomoda en su alféizar es un espectador al que se le permitió contemplar el rodaje de la trama. Porque igual todo es una película y no sabemos qué papel desempeñamos. Nadie nos lo contó. Solo nos arrojaron a la escena. Ni un mal libreto. Ni una línea de texto. Ni un ensayo breve antes de poner el pie en el escenario. Solo el temblor de no saber y el deseo firme de que no se sufra en demasía. Tan solo eso. La fugacidad del aire. El rumor lento de la vida. Como si contara para algo el diálogo con los otros y la obra se representase a la vista de todos.

3.8.19

Bodegones



"Bodegón de caza, hortalizas y frutas" (1602) de Juan Sánchez Cotán

El bodegón es un género pictórico en el que pueden exhibirse juntamente, sin que chirríe la alianza, un puerro, una escopeta de caza y un faisán muerto. También tenedores, un mortero y un puñado de monedas antiguas. Es cosa del que pinta el colocar todos los objetos de modo que parezca que el azar los dejó así y no quepa imaginarse otra composición, ni otro inventario de objetos interpuestos. Es al pintor al que le incumben esas afinidades selectivas y al que observa la obra le corresponde aceptar esa imposición a la realidad. No hay creación que no suponga una brusca irrupción en lo real. De no estar (o no estando, más apropiadamente escrito) pasa a ocupar un lugar exacto en la compleja maquinaria del cosmos. Ahora un cabeza de ajos, ahora una navaja abierta. Luego unos limones y un sandía abierta. El bodegón de la realidad es también una composición en apariencia caótica, de imposible recuento, pero quizá todo observe un respeto, tal vez crear sea, en el fondo, un contribución al hambre infinita del cosmos. No solo hay agujeros negros, estrellas enanas, planetas, nubes, latas de coca-cola, abetos, libros de Coelho, pianos Steinway, botellas de agua, anillos de boda, perros, almohadas, bufandas, avispas asiáticas, cremas faciales, párrocos o inspectores del fisco. El cosmos posee un registro secreto de las cosas que han ocupado un lugar en su vasta cartografía. No es cosa de que yo ahora cuele la injerencia divina y sostenga que hay una divinidad contable, como una especie de Aleph. Uno puede ir de un bodegón a Dios sin salirse una brizna de la lógica cartesiana del texto. O viceversa, Se puede prescindir del viaje de vuelta y quedarse en un lado. Siempre se está en un lado, siempre escoge uno con el que se desea adornar la estancia en la que va a permanecer. Todos los pisos de alquiler tienen bodegones en las paredes para que la presencia de la divinidad cuide de los inquilinos y les preserve de todo mal. En un piso que alquilé había uno que se parecía mucho a éste. Creo que todos los bodegones se parecen entre sí. Hace tiempo que no pienso en todos los pisos en los que he vivido. Llegarán a diez, contando los eventuales y los más duraderos y en el que vivo ahora, que parece el definitivo, eso nunca se sabe. En el actual no hay bodegones en las paredes. No ha sido una decisión razonada. Vienen así las cosas. De pronto caes en la cuenta de que tu piso no tiene bodegones y buscas uno que cuadre con los muebles o con el color de la pared o no irrumpe ese pensamiento y el bodegón no acude. Habrá quien entre en casa y lo busque y se pregunte en sus adentros si hubo alguno o no somos de bodegones. La verdad es que no lo tengo claro todavía. 

2.8.19

Dolor y gloria II




Hay veces en que uno tiene que ajustar cuentas consigo mismo. No siempre se encuentra el tono, no es fácil dar con el hilo desde el que partir o afinar para que la empresa no se despeñe y arruine. En trabajos en los que se acude a lo más íntimo se suele acudir a la autocomplacencia. La memoria no siempre nos entrega el material sensible más idóneo, a veces lo corrompe, lo adapta a las circunstancias, lo reescribe para que no nos dañe en demasía o no nos avergüence más de lo necesario. Tampoco se sabe bien a quién entregar esa introspección privada, si alguien estará interesado en saber lo ajeno, en si lo contado exhibirá algún tipo de belleza o podría ser útil a alguien. Son muy laberínticos los caminos de la literatura. La de Almodóvar en Dolor y gloria, su última y modesta y estupenda película, es una literatura sentimental, nunca ha dejado de usar las emociones, ninguna de sus muchas obras (algunas muy afortunadas, otras absolutamente sacrificables) prescinde de ese volcado apasionado de su arrolladora personalidad. Lo que sucede en Dolor y gloria es que el manchego la ordena, le pone brida al desborde (sus excesos son lo que las más de las veces lo matan creativamente y, al tiempo, lo que lo salvan y elevan al parnaso de los autores de culto) y acaba filmando una historia singularísima, que no cuenta casi nada nuevo, hay brochazos geniales y partes más pretenciosas, pero el final es maravilloso, satisface a quien sabe qué va a ver y al desavisado, que tiene la oportunidad de entrar en el universo del autor en hora y media de confesiones y de vicios.

Dolor y gloria habla del cuerpo. El cuerpo como eje sobre el que la vida se va narrando a sí misma, ocupándose en avanzar y en brillar cuando la gloria la abraza y en detenerse cuando el dolor la atenaza. Almodóvar se mira en el espejo y cuenta lo que ve, lo sublima, se esmera en componer una semblanza antológica, narra con mesura (he ahí una novedad, Almodóvar no es amigo de medianías) la biografía de esa especie de yo escindido, el Salvador Mallo protagonista, sin abandonar las contradicciones, el peso del placer sobre la obligación del sacrificio, que ha sido siempre un patrón en sus películas y que aquí se plantea con la fluidez, muy elocuentemente, sin que parezca que falte o sobre nada, lo cual es un mérito si lo contado es una vida, con todo lo extraordinario y maravilloso y penoso que tiene una vida, más si es quien la vive el que la desbroza y expone. Lo hace abriéndose en canal, sin sangrar, pero exhibiendo las tripas, las más dolorosas de ver y también, más de pasada, las afiliadas al éxito, que es efímero y puede perderse en el rumor de la rutina, como bien traduce Mallo cuando se ofrece solo, perdido en un piso vestido a medida, concebido como una extensión prodigiosa de sí mismo.

Dolor y gloria es una película de una tristeza contenida. Conmueve porque glosa una historia de lo que somos como país. Sólo basta fijarse en el pasado rural del autor siendo niño y más tarde (casi inadvertidamente, es milagroso el modo en que Almodóvar transita de una época a otra) en la sociedad de ahora, ocupada su cultura en adaptarse a la banda ancha, más leal al pasado (hay reposiciones de viejas películas del director protagonista) que al azaroso y voladizo presente. También esclarece qué es de un autor cuando la inspiración le abandona, a pesar de que la anhele y sufra (ese es el dolor principal, no el físico, sino el intelectual, el de la creatividad) y todo lo concentre en el anhelado regreso del trabajo y del vértigo de la creación. Porque Dolor y gloria, más que otra cosa, es un poema enorme sobre el sufrimiento del artista. Cuanto más dolor siente, más entiende que únicamente la gloria podrá sanarlo. De ahí que sienta en el alma la ausencia de esa voluntad, la de escribir nuevamente, y festeje cualquier indicio de que regrese. Hay que escribir para sentir más adentro el mensaje de la película. Y escribir es una dolencia, una más. Cuanto más escribe uno, a pesar de que lacere a veces y cueste y haya que pensar en abandonar, por salud, por no perder la cabeza enteramente, más desea dejar de hacerlo, no caer en esa trampa, la de la rutina. No siempre está a mano el numen, no podemos aprehenderlo a capricho, desear que esté y ver cómo acude, solicitar su ayuda y sentirla cerca y nuestra.


Borges


Dolor y Gloria I




En Dolor y Gloria (Pedro Almodóvar, 2019) Salvador Mallo, trasunto a medias del propio director (un Antonio Banderas en estado de absoluta inspiración) dice a propósito de sí mismo y de sus achaques e incertidumbres: "Padezco penalidades abstractas, dolores del alma. Las noches en que coinciden varios dolores, esas noches creo en Dios y le rezo. Los días en que padezco un solo tipo de dolor soy ateo"

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...