26.10.18

La aventura del orden

a Manolo Lara Cantizani, poeta del orden


Al orden no le incumbe la belleza del mundo. Es el caos el que la alumbra. Del orden puro solo se percibe la rigidez, el estado matemático de las cosas, su concilio cartesiano y puro. L pureza nunca reveló la naturaleza humana. El desorden es el principio, el vértice donde empezó todo. Siempre me manejé felizmente  en el desorden, en la improvisación, en la periferia, en la lírica dulce de lo que no sabe uno. No creo que el orden me termine por conmover e ingrese en el ejército de sus adeptos, pero hay días en que me desdigo y gustosamente lo abrazaría. Uno va aplazando las cosas de importancia y llega un momento en que termina comprendiendo que no importa lo tarde que se llega a ellas sino la convicción con la que se llega. Ahora estoy en el periodo de transición modélica. Tengo en casa los cajones como Dios manda y no amontono los libros en las baldas, en horizontal, apilados de cualquier manera, sino que los alojo en donde deben estar. Ayer, buscando un libro en mi biblioteca, me sorprendí separando los cuentos de Poe (la vieja edición de Alianza con portada de Alberto Corazón) de una selección de poemas de Alberti. Pensé: no terminarán bien, no tienen nada que ver, son dos visiones completamente diferentes del mundo. A Poe le interesaba el caos y a Alberti, más que el caos, la luz del caos, el sonido del caos, todo lo que trae el caos y no exactamente caos. Me abrumó esa idea absurda, la de poner distancia entre Poe y Alberti. Si la llevara a término en toda la biblioteca, sería una empresa que no tendría fin. No sé quién sería compañero de lomo de Bukowski. Henry Miller tal vez. A Bécquer lo pondría con Ruben Darío. A Stephen King con todos los demás libros de Stephen King. Con Stephen King no habría problema. Tampoco con Borges, el ciego de manos precursoras y más libros en su cabeza que en las propias baldas.  Los libros se abrazan cuando no estamos, dialogan, pensé una vez. Lo conté en una clase de alumnos de instituto. Se quedaron a cuadros. Creo que  fue ahí, en la historia de los libros que se buscan, cuando algunos desconectaron definitivamente. Eran las cosas menos razonables que escucharían cuando acabase el día. Algunos tendrían examen de matemáticas en el siguiente tramo y estaban perdiendo el tiempo escuchando a un tipo grande que hablaba sobre la inconveniencia de que unos libros estén a la vera de otros o de que jamás podrían estar juntos los Ensayos de Montaigne con cualquier librito de Coelho. Una alumna levantó la mano y me dijo que haría eso con sus discos, nada más llegar a casa. A veces tiene uno ideas absurdas que fascinan a otros. Las mismas palabras que decimos podrían ordenarse para que unas no estén arrimadas a otras o, venido el caso, hacer justamente lo contrario: afanarse en que las palabras que se dicen sean las justas, las que puedes revisar sin que falte ni sobre ninguna y el texto (el hablado, el escrito) sea el único posible de entre millones posibles. El verdadero milagro es que podamos elegir de qué hablar y, una vez rebasada esa primera brecha, podamos elegir cómo hacerlo, con qué instrumentos nos haremos entender. El orden es, en el fondo, un milagro. Uno de los que nos salvan, probablemente. Toda la belleza que hay en el mundo proviene del desorden, pero es su anverso (su indeclinable anverso, el maravilloso orden) el que nos apacigua y nos hacemos mirar con detenimiento esa belleza y apreciarla enteramente y disfrutarla sin pérdida. El orden es una aventura y a veces tiene su métrica. 

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