2.10.18
El mar
Hace mucho tiempo que no veo al mar. No lo suficiente como para ir y zanjar la añoranza, imagino. Sé lo que me conforta mirarlo, apostarme de pie frente suya y no considerar que haya nada que pueda malograr ese estado de equilibrio, el equilibrio al que no alcanzo si cierro los ojos y miro a otro lado o miro adentro. Ningún paisaje me conforta como el del mar, nada me hace más pequeño y más grande a la vez, como cuando se entra en una catedral. Uno tiene el mar dentro también. Lo acuna, siente cómo se desplaza y se agita o aprecia la calma cuando irrumpe. El mar, de mucho mirarlo, se expande en nuestro interior. No hay forma de explicar cómo puede ser tal cosa, pero igual hay un adiestramiento que permite esta obra de ingeniería anímica. El mar, una vez vertido en el interior de cada uno, no vuelve a salir. Yo ahora noto que me hace falta ir y verlo, por si al mirarlo se obra nuevamente el prodigio, pero no creemos por pereza, por no ocuparnos en pensar o en sentir, se prefiere quedar al margen, no tener más compromisos de los que se tienen, no depender de nada o depender de las cosas equivocadas, las que pueden ser retiradas sin que duela. Puede que no se me acabe de comprender bien en esto de que yo esta mañana de octubre me haya levantado pensando en el mar, en lo lejos que está, aunque lo tenga adentro.
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