31.8.18

Sillas


(Fotografía: Emilio Calvo de Mora, Praga)



Hay sillas que no sólo tienen el oficio de que se las ocupe. Valdrían incluso sin ese cometido. No son sillas en realidad, no se ha acuñado la palabra con la que referirse a ellas. De antiguo sabemos que lo que no se nombra no existe. De noche, tarde ya, cuando la calle registra menos o ningún trasiego, inquietan las sillas, dan la sensación de que, al modo de las puertas, ocultan algo. 

21.8.18

El alma a medio hacer


Queda a consideración del amable lector la posibilidad de creerse la realidad o cuestionarla. Caso de decantarse por la opción sencilla (creérsela) tendrá una vida plácida, escasamente hostil, aderezada de júbilos varios, si bien no es descartable el advenimiento de alguna inconveniencia de la que saldrá sin excesivas cavilaciones. Caso de agarrarse sin rubor a la opción de interrogarla, sepa que la vida le pondrá en más de un jaque, dormirá poco y a veces mal y dedicará cada vez más tiempo a tratar de entenderse a sí mismo porque ya ha desistido en el noble empeño de entender a los demás. No sabrá a qué obedecen sus cambios de humor, sus subidas de ánimo. Tendrá la zozobra que otros tuvieron, las humanas. Se vive mejor en la zozobra, en la incertidumbre, en el caos. Los días en que lo tengo todo claro me aburren, transcurren sin chispa, no tienen nada a lo que aferrarse, se parecen a los demás. Lo peor de los días es que unos se parezcan a otros. Incluso los días en que todo cuadra y la alegría te abraza como si de verdad te amase no deberían parecerse. Hasta en ellos convendría una variación, cierta mudanza. No me creo la realidad para poder hurgar en ella con más empeño. Cuando no se indaga, en los días en que se deja uno vivir, se vive a medias. No hay muchas vidas que vivir para andar desperdiciando la única fiable de la que disponemos. A K. le parece que es mejor no saber, no tener más información de la precisa. Él es de los de la opción sencilla, el grupo de los poco exigentes; de los que, en cuanto acaece un percance, espera sin estridencia que remita, sin mayor pesadumbre. En el fondo, los admiro. Yo no sabría. No sé la causa. Quizá haber leído ciertos libros o haber tratado cierta gente o tal vez sea el mapa genético. Prefiero la zozobra, sin que tampoco abunde, no crean: una dosis pequeña, soportable, lo suficiente como para tener los apetitos abiertos y el alma a medio hacer. 

18.8.18

A mí me pasa como a Sinatra




A mí me pasa también de vez en cuando. Me siento como está sentado Sinatra, dejo reposar la barbilla sobre la mano izquierda y hago como que el mundo está ahí justo para que yo lo observe. Contemplado desde esa distancia, el silencio ocupando las palabras, la mirada alojada en la esencia más serena de las cosas, el mundo es hermoso. Está ahí para nosotros. Sin el concurso de nuestra mirada, sin que pensemos en él, el mundo no existe. Londres vive en el momento en que pienso en la ciudad cosmopolita, en sus bares, en sus calles, en los parques. Mis libros se convierten en libros, en objetos armados de sustancia, de belleza, cuando los elijo y abro sus páginas. En el momento en que nombro la dicha, el mundo sucede. El buen lector, el avezado en estas digresiones de sábado tórrido de agosto en Córdoba, puede evitar la pose Sinatra, el desvanecimiento postural, esa actitud de demiurgo razonando la mecánica celeste. Sí, ya sé que me estoy perdiendo, que desde Frank Sinatra sentado en el estudio de la Columbia, esperando grabar You do something to me o Love and marriage o Love for sale y antes, hasta los griegos o más abajo incluso, hay mucha voluntad de explicar el mundo y mucho desatino semántico, pero es que hoy me he levantado espeso y no me salen otros desahogos del alma. Sabrán entenderme.

14.8.18

Amo el rojo



A elegir, si hubiera que tomar uno, mi color sería el rojo, no habría manera de explicar por qué se descartó el azul o el negro o el rosa, el porqué del rojo. No me inclino al negro, siendo el que en el fondo más me gusta, por los prejuicios que uno tiene siempre, por el oficio impuesto que tiene el negro en las adversidades y en los duelos, pero entre el rojo y el negro, si me forzaran a escoger, me quedaría con el negro. Es de una contundencia absoluta, no es débil, no se le puede encontrar una flaqueza, no esconde nada. En verano, quizá tan sólo en verano, podría decantarme por el azul. Se deja uno engolosinar por el mar o por el cielo. En las otras estaciones no hay ningún color al que inclinarse. Tal vez el gris en el otoño, pero está muy manida la imagen. Todas lo están. Las metáforas tienen su caducidad también. No me visto casi nunca con tonos claros. Salvo como fondo a la hora de escribir, detesto el blanco. Se le asocia con la pureza, pero es una convención, una entre muchas. La misma circunstancia de la pureza, cuando se la alía a un color, evidencia una especie de consenso moral. La paloma es el símbolo de la paz. Un corazón representa el amor. Todo en ese plan. El rojo, mi favorito, es además aviso de un peligro. Se ponen banderas rojas en las playas y, en otros tiempos, los rojos eran los comunistas, los apestados. Los peores números son los rojos, que constatan un saldo negativo. Por otro lado, el rojo es la sangre, que constata la vida, su pulso. Todo es cosa de que haya más o menos luz. Cuando no abunda, vemos en blanco y negro. Irrumpe el color cuando se estimula la retina con determinadas longitudes de onda. Al final todo se resuelve con otra luz, la de la ciencia. Uno es del rojo o del azul porque nuestra retina es más o menos sensible. Todos los millones de conos y de bastones que tenemos en cada ojo, en cada retina, más precisamente, hacen el mismo trabajo: Al parecer somos sensibles al rojo, al azul y al verde. Todo lo demás es un añadido cromático. Yo amo el rojo sin que tal vez haya ninguna decisión mía de por medio. Se ama sin saber, se vive sin decidir.

10.8.18

De cañas con Pascal, Buñuel y Góngora




No hay más que tres clases de personas: unas que sirven a Dios, habiéndole encontrado; otras que trabajan en buscarle, sin haberlo encontrado; otras que viven sin buscarle ni haberle encontrado. Los primeros son sensatos y felices; los últimos, locos y desgraciados; los del medio, desgraciados y sensatos.
          Blaise Pascal, Pensamientos, 257

Uno a veces hace de Pascal en privado, por si no cuaja el nuevo traje y se me pilla en un descuido, en un roto. Como Pascal era muy de pensar en Dios, me puse a ello. No es la primera vez, pero sí la primera convertido en Pascal, el Pascal privado, al que no se le puede desmontar la pantomima. Pensé en si ya he encontrado a Dios, si trabajo en buscarlo o si no lo busco y me privo de la plenitud de encontrarlo. Son largos los días de verano y hay tiempo para estas cogitaciones del alma sensible, nada que marque, se pueden abandonar con la misma ilusión con las que las acometimos. Convencido de que no alcanzaría una respuesta que me contentara enteramente, opté por amenizar la tarde con asuntos que no requiriesen demasiado empeño y me puse a ordenar los discos. Andan siempre en el caos, no sé nunca dónde anda lo que quiere escuchar, es la misma historia de todos los veranos. A veces cae uno en la cuenta de que el tiempo, al fijarnos en él, es cuando cobra verdadera importancia o cuando exhibe su dimensión trágica. Por eso es mejor no pensar, no ahondar, no exponernos al espectáculo miserable del interior. De ahí lo de ordenar los discos. Adoro las tareas mecánicas, dan el alivio que muchas veces no procuran las de peso, las importantes en apariencia. Conozco gente que disfruta enormemente de la vida sin pensar en demasía en ella y quien, bien al contrario, se la amarga porque no deja de pensarla, de considerar a cada momento en si ha encontrado a Dios o si lo busco afanosamente o le es indiferente. La vida no debe ser pensada, me dijo K. Cuanto más cae uno en ella, más nos hiere. A Pascal lo invitaría esta noche a una ronda de cañas por mi pueblo. Hace menos calor, se pueden pasear las calles e ir de bares. No sé si en el tiempo de Pascal la gente iba de bares. Creo que sería un rato instructivo, ahora que el calor ha remitido y se está más o menos bien en las calles. Tengo amigos que hacen las veces de Pascal en las barras de los bares. Nos enfrascamos en una metafísica de rango etílico que nos reconforta considerablemente. Nos creemos en posesión de alguna verdad inasible, de escaso afecto por manifestarse, que solo prorrumpe si se alcanza cierto estado más o menos espirituoso, una de esas epifanías (no tiene que concurrir el alcohol para abrazarla, pero se acepta su concurso) con las que nos sentimos congraciados con la vida y con nosotros mismos. Pascal está con nosotros. También Buñuel. Vino una vez a decir que sólo lamentaba no saber que pasaría una vez que muriese, esa ignorancia de abandonar el mundo en pleno movimiento, en sus palabras. En el transcurso de una vida siempre se le concede una parte a considerar su naturaleza, lo que nos resta de ella y, sin que ese esfuerzo rinda un resultado, la mejor manera de que no nos soliviante más de la cuenta. Queremos, más que nada, vivirla sin dolor, no sentirnos rehenes del rigor con el que a veces nos trata. De ahí que filosofemos y busquemos, a nuestra manera, según el alcance de cada uno, los alivios habituales. No hay prontuario fiable, ninguno con el que aventurarnos. Se viene a ciegas y se deja a ciegas. Con Buñuel, ir de bares sería otra cosa. Buñuel era un ateo supersticioso, lo cual es una paradoja que no le preocupó nunca. De lo que no se tiene duda es de que vivió sin buscarlo y no se le apareció y fue sensato y feliz y loco y desgraciado, como todos. Al final, no temo contrariar a mi amigo Pascal, viene a ser lo mismo, todos andamos, a la manera de Góngora, descaminados, enfermos, peregrinos, en tenebroso noche, con pie incierto, buscando posada en donde se nos de algún tipo cobijo, aunque sea el de una buena cama y un caña con una tapa y que Dios, pendiente o desatento, haga su oficio. 


40 segundos


En el fondo de la piscina, buceando sin mucho estilo o sencillamente ejerciendo una apnea frívola, como de submarinista novicio, pienso en todo lo que hay arriba, por encima del agua; pienso en el ruido y en el caos de los que aquí abajo no tengo noticia alguna; pienso tozudamente, sin que nada me aparte de esa idea de pronto trascendente, en la realidad a la que pertenecemos y a la que rechazo ahora, un poco juguetonamente, por entretenerme más bien,  considerándola, la ficción que a veces encuentro en los libros o en las películas. Se nos tendría que haber concedido una condición anfibia, aunque solo fuese para permanecer así, bajo el agua, perdido en uno mismo, contemplando la nada azul que desinteresadamente nos retiene. Si el dios en el que algunos creen hubiese comprendido algo de lo que se tenía entre manos, en ese instante molecular y pristino en el que abrió todos los prodigios y los repartió a destajo, estajanovista, en una epifanía de generosidad, habría dispuesto un sofisticado sistema de ventilación a la criatura recién alumbrada y la habría dejado elegir entre la tierra firme, el agua voluble o una mezcla alegre de ambas. No ha sido posible nada de esto. Por eso el búnker es el agua. Por eso acude uno a ese limbo accesible, levísimo, en el que discurre sin las ataduras físicas del aire, ingrávido y fiero, como una burbuja a la que de pronto se le hubiese (ahora sí) administrado la facultad de la inteligencia. Como un tripa materna. Abajo (ya digo) no se piensa al modo en que se hace arriba. Todo el oxígeno del que nos hemos abastecido se reparte de una manera morosa por el cuerpo. No se da prisa, no se inquieta por llegar tarde a lugares a los que antes acudía con presteza. Y el cerebro, ah el cerebro, se concentra en sí mismo, en su función primordial, en pensarse, en tener toda la máquina de la que es encargado a rendimiento pleno, a satisfacción de su dueño. Como si el dios del que antes daba yo una pincelada creacionista, ahora pusiera su empeño único en hacer una especie de balance de sus actos y durante cuarenta segundos (el Chesterfield y la baja forma física me impiden acometer inmersiones de más fuste) dejase de ser Él mismo y fuese otro, de una naturaleza distinta, incapaz de comportarse como antaño, libre y resuelto, concentrado absolutamente en entenderse. Luego viene el aire, haciendo acomodo en los pulmones. Luego vendrá el viernes. 

9.8.18

Claudio se me está yendo de las manos

Hay libros que leo a ratos, libros que me ocupan un verano entero y a los que les profeso un afecto sincero, pero que no llenan, no completan nada a lo que le faltara una pieza o, mucho más sencillamente dicho, no entretienen, pero hay libros que empiezo y acabo en días, en uno a veces, si me envalentono y dispongo del tiempo, no dándoles tregua, mordiendo las horas, pensando en qué sacrificar para que la lectura dure más de lo que suele. También hay días que parecen libros, días que ocupan una vida entera y a los que uno se acoge como si fuese un refugio, pero la verdadera vida está en otro sitio, siempre está por ahí, en un lugar que no es el nuestro. No sabemos qué sacrificar para que se nos plante delante. Tampoco sabríamos qué hacer con ella. Quizá por eso existe la literatura. Sirve para llenar el alma o para entretenerla, cuando es preciso. Al alma hay que saber llenarla, pero incluso se acepta un llenado ligero. Interesa que no esté vacía. No hay forma de saber si uno atina en el contenido elegido, si se puede entrar en valorar el llenado ajeno. Uno no es lo que lee ni lo que, en mi caso, escribe. Uno es casi siempre lo que desea leer o escribir. Yendo más lejos, uno es lo que desea vivir, aunque en ese anhelo entre la literatura si se le hace paso. Al final va a ser cierto eso de que no es posible conocerse. Que andamos mudando. Que a lo sumo alcanzamos a conocer a los que amamos, y hay días como libros ligeros y días que huelen a novela que atrapa, de las que te hacen daño mientras la lees y cuando la has acabado. Las de este verano (La carne, Rosa Montero, no su mejor novela, pero buena; La desaparición de Stephanie Mailer, Joel Dicker, el más grueso y el más flojo de todos;  Ordesa, Manuel Vilas, una maravilla Vilas,  y ahora El ejército furioso de Fred Vargas, otra delicia del comisario Adamsberg, uno más de la familia) me han restado tiempo de escribir la mía, que avanza a trompicones, lamentando que no tenga madera de novelista (tal vez de poeta o de cuentista, y madera endeble y sin lustre la usada, por supuesto) y se precise una vida alternativa para acabarla, más siendo (a mi edad, qué poca cabeza) la primera. Hay maravillosas ocupaciones alternativas cuando uno no lee ni escribe, pero este verano (por muchas razones) era el verano de los libros, los propios o los ajenos. Ahora sigo, en cuanto acabe el post, con mi novela, hace mucho que no hablo de ella, por cierto. Tengo amigos que me preguntan y les cuento lo primero que se me ocurre, que va bien y va lenta, que he pensado dejarla varias veces y siempre encuentro el camino de vuelta y que los personajes (cuatro o cinco) se me aparecen en la calle, al pasear, cuando entro en el supermercado o en el bar a comprar tabaco o pedir un café. Por decirlo de un modo brusco, estoy en disposición de hacer con ellos lo que se me antoje. Probablemente ese es el mayor placer, el de hacer que avance a capricho la historia y de que sus personajes la crucen a completa decisión mía. A uno de ellos, Beatriz Acevedo, la acabo de hacer sufrir lo indecible, está padeciendo lo que no se esperaba. Quizá sea un poco culpa suya. Hay veces en que las circunstancias de la trama corren solas, no precisan mi intervención o, en todo caso, lo que necesitan es una leve vigilancia, un temple, por si se desmanda todo o por si tiene que llegar papá y poner orden en el cuarto de los juegos. Tengo que atar en corto a Claudio, se me está yendo de las manos. Peor que ese detalle, el írseme, es el haber borrado accidentalmente (torpeza mía, gran torpeza) un puñado de hojas recién hechas, doce, una locura. No hubo, por más que me empeñé, manera de resucitarlas. Quizá no se hayan perdido del todo y anden por ahí, en mi cabeza, pidiendo que se las rescate y hagan su oficio de contar, que es el único desempeño que se les pide. Yo, mientras tanto, lamentando mi descuido y tratando de dar con el hilo desde el que enmendar el roto. 

4.8.18

El infierno

El infierno son las calles en Córdoba hace una hora. 
El infierno está también en las librerías.
El infierno está en los anaqueles.
Está en Melville tatuándole a Ahab al diablo en el mismo cerebro.
En Conrad, en su hijo sobrevenido, en Kurtz, cuando dibuja un río y hace que lo atraviese el mal puro.
En la mentida inocencia de Perrault.
En el hombre sin atributos de Musil.
En los insectos en la boca de Kafka.
En la memoria infinita de Funés.
En el club de los suicidas de Stevenson.
En las resacas de Bukowski.
En De Quincey considerando el asesinato como una de las más bellas artes.
En la flor emponzoñada de Baudelaire.
En el barril de amontillado de Poe.
En la vida cartesiana de Walter Benjamin.
En Mann con asma baviera.
En Beatriz perdida en círculos concéntricos.
En Murakami aburriendo a todos los habitantes del Japón y la periferia.
En Morel inventándose una isla.
En los abismos primigenios que Lovecraft encerró en Providence.
En el desquicio endecasílabo de Leopoldo María Panero.
En el rey del que Shakespeare hizo un Dios.
En Dios, sin el bardo, permitiendo el caos, la miseria y la muerte.
En la crónica del submundo de Orfeo.
En Ripley tomando café en una terraza en Florencia, en la cabeza obscena y turbia de mamá Highsmith.
En Maquiavelo y Montesquieu hablando.
No hay otro infierno.

Gun crazy



Escribió el gran Julio Camba a propósito de Nueva York en La ciudad automática (Alhena Media, Barcelona, 2.008) que le fascinaba "la organización criminal de sus negocios y la organización comercial de sus crímenes". Me viene a la cabeza, sin que haya una razón cercana, Lorca y su Poeta en Nueva York. A las ciudades le convienen los poetas: saben sacar de ellas lo que no está a la vista, su enferma vocación de enjambre. Volviendo a Camba: a él le gustaba contar que siempre hay un matón que negocia o un negociante que mata. Michael Sullivan, el pistolero funcionarial que interpreta Tom Hanks en Camino a la perdición no era un matón al uso. Seguro que le hubiese encantado a Camba ese personaje Sullivan fascina porque se aleja del arquetipo. Mata como el que sirve bebidas en un bar o el que ordena albaranes en una oficina. Es un hombre normal con una vida enteramente normal, pero se la gana quitando de en medio a quien le digan. La ciudad, en el noir tradicional, es una armonía bastarda de policías psicóticos con nula o irrelevante vida doméstica, de patéticos asesinos que respetan códigos de honor y otra suerte de códigos deontológicos para granjearse el favor del jefe, que suele ser un burdo y zafio don nadie que escalafonó por alguna osadía de importancia. La ciudad es un muestrario caótico de mujeres de una obscenidad trágica. El cine negro es (compositivamente) una apoteosis de lo sórdido: una implacable radiografía de la sociedad inmoral que normaliza el crimen, el latrocinio y la corrupción, los convierte modelos de conducta. El cine negro dilata la sensación de precariedad y de desencanto como casi ningún otro género. No he estado nunca en Nueva York. Cuando vaya, algún día sucederá, quién sabe, pensaré en todo el cine negro que he visto, pasará por mi cabeza atropelladamente, pasarán todos los mafiosos, sus narices torcidas, sus ojos turbios, los sombreros de ala ancha, las pistolas. No tengo ninguna duda. 

2.8.18

Un día de playa



La playa fue un invento de los aristócratas, pero luego la ocuparon los pobres. El sol es el prototipo poético de la justicia divina. Un espeto vale a poco más de siete euros. Sale a euro la sardina. El pan no cuenta. El capitalismo patrocina las sombrillas. Los niños no saldrían jamás del agua. Llevo un rato mirando el horizonte, no sabría decir cuánto. Hay un momento en que lo comprendes todo, pero te distrae el vigor de una ola y pierdes lo entendido. Eliot lo dejó escrito: tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado. Echaba de menos esa hora inglesa en la que los paseos marítimos son un vértigo de adolescentes y el olor a coppertone descansa en la luz como un pájaro en el alambre. Días de malta y lúpulo y la pereza justa para no sentir el peso dulce de las toallas al hombro, ni las bolsas, ni las sillas. Días felices de azul limpio. Me he traído dos libros: los Pensamientos de Pascal y uno de cuentos de Edgar Allan Poe, gótico de fantasmas, acantilados reventones de leyendas y cuervos que hablan no matrimonian con la arena entre los dedos de los pies, pero yo me apaño bien con estas fracturas de la lógica. Los dos de Alianza, en su colección de bolsillo. A pesar de todo, no he leído. Nada. Está la tarde aristocrática, pero hoy estamos aquí todos los pobres del mundo. Pobres en algo que el mar surte. Desde aquí oigo el azul primordial con el que echó andar el mundo. Luego levantaron edificios enormes. Pusieron los espetos a siete euros. Ponen una bandeja de pan y un par de cubiertos. El espeto se come con los dedos. El pan es prescindible. Una mujer muy embarazada no se quiere meter en el mar. Hay medusas. Han venido a la caída de la tarde. Un ejército. Son la salvación de los juegos de los niños. Uno ha venido con una bolsa en la que tiene una medusa. Parece una criatura de un cuento de Lovecraft. Es hermosa, aún así. Está todo pensado. La playa es un parque temático gratuito. El mar es una ola que no descansa. El rumor cuando rompen en la orilla es una canción pop. El olor a mar es mayor que el mismo mar. Mi iPhone tiene un tres por ciento de batería. Ya no se ven muchos Calipos de fresa. Un padre hace un agujero enorme delante mía. El hijo no le está haciendo aprecio. En pocas horas no quedará nadie, algunos pescadores. No volveré a leer en la playa. Escribiré. Haré un poema épico. No tendrá título. Ninguno valdría. El título distrae del contenido.

Una vida inventada

Del acontecimiento más relevante de mi vida digo como Chesterton del suyo: me he tragado, sin rechistar y casi supersticiosamente, un cuento que no me fue posible comprobar, a tiempo, a la luz de la experiencia del juicio propio. Me hallo, por tanto, firmemente convencido de que nací el primer día de abril de 1.966 en Córdoba y que fui bautizado conforme al rito de la iglesia cristiana, la única entonces posible, ahora pululan otras, hay más oferta salvadora, ante el alborozo de familiares, amigos de la familia y algún que otro feligrés accidentalmente testigo de ese protocolario y festivo acto. Siendo poco  o nada crédulo en tantas cosas, lo soy con fiereza en ésta: debí nacer como dicen que lo hice y debí crecer como los míos cuentan que crecí. Creo en ellos, creo en la veracidad de sus comentarios. No obstante, algo tengo muy claro: soy sentimental por naturaleza. Incrédulo y sentimental. Fantasear con el nacimiento de uno mismo te deja siempre en una especie de zozobra existencial: crees en que todo se ajusta al texto que te han recitado durante años, admites que nada de importancia fue saboteado de ese relato y que ningún episodio silenciado puede contribuir a desequilibrar tu vida. Sé de mis cosas lo que se me ha contado, no se tiene nunca más información que la ajena, sin saber hasta qué punto se ajustará a lo sucedido o habrá sido conmovida por el correr del tiempo. Es decir, uno cree que las novelas son novelas y que la vida, aunque roce y hasta casi se contamine en ocasiones de lo meramente novelesco, discurre en paralelo a la ficción y que los hilos que la manejan están cogidos con firmeza por nuestra voluntad más férrea. Hay partes de esa trama que sé extraer yo, sin que nadie se aplique en explicarme nada, sin que se precise rellenar los huecos, habrá cientos de ellos, aunque tampoco creo que haga falta ocuparlos todos. Mi amigo K. sostiene que se vive mejor sin pasado: sólo el hoy y el mañana, añade. El ayer no trae nada más que problemas. Como si comenzaras a vivir a diario, Emilio, me dice. Te cuentan que naciste en Córdoba el primero de abril de 1.966 (repito) y que creciste sano y robusto, alegre y ocurrente, dicharachero y amigo de juegos y de distracciones frívolas; ignoro si hay alguna posibilidad de rehacer el libreto, si hay manera de que podamos, al modo en que lo hacen los novelistas, agregar personajes, interrumpir un hilo de la trama y enhebrar otro uno que ni siquiera beneficie al argumento principal y decidir eliminarlo en el capítulo doce, pongo por caso. Haber leído literatura rusa te permite divagar sin pudor sobre la tragedia y sacar drama de donde solo, en apariencia, se pueden extraer dulces cuentos de amor y romanzas con orquestina. En esto opino como Woody Allen: nada como un buen Tolstói bajo el brazo para arruinar una buena tarde de domingo. Ucrónico, dispuesto a acometer la ficción de ser otro, piensa uno qué hubiese pasado de haber nacido en una estricta comunidad de mormones, con retratos de Joseph Smith sobre la chimenea y biblias en la mesita de noche.. ¿Seguiría escuchando bebop de noche? ¿Leería de forma obsesiva a Borges? ¿Bebería cerveza amorosamente como hago ahora? Y sobre todo, ¿mantendría abierta esta página en la red? Tal vez mi infancia me haya sido ocultada, por no violentar mi adolescencia, ni malograr mi edad adulta, todo por mi bien, ya digo. Ni mis padres serán mis padres, ni siempre fui el niño bueno que se engolosinaba con los libros. Es posible que todo haya sido un plan urdido a conciencia que ahora, cincuenta años más tarde, nadie tiene interés en revelar. Ni quizá yo mismo en que se me revele. Opino como Chesterton: no hay manera de comprobar la fiabilidad del relato, pueden colarnos episodios que no nos pertenecen, nada hay más fácil, sólo hace falta repetir un par de anécdotas unas cuantas veces para que tengan verosimilitud. Nos pueden inventar una vida. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...