Del acontecimiento más relevante de mi vida digo como Chesterton del suyo: me he tragado, sin rechistar y casi supersticiosamente, un cuento que no me fue posible comprobar, a tiempo, a la luz de la experiencia del juicio propio. Me hallo, por tanto, firmemente convencido de que nací el primer día de abril de 1.966 en Córdoba y que fui bautizado conforme al rito de la iglesia cristiana, la única entonces posible, ahora pululan otras, hay más oferta salvadora, ante el alborozo de familiares, amigos de la familia y algún que otro feligrés accidentalmente testigo de ese protocolario y festivo acto. Siendo poco o nada crédulo en tantas cosas, lo soy con fiereza en ésta: debí nacer como dicen que lo hice y debí crecer como los míos cuentan que crecí. Creo en ellos, creo en la veracidad de sus comentarios. No obstante, algo tengo muy claro: soy sentimental por naturaleza. Incrédulo y sentimental. Fantasear con el nacimiento de uno mismo te deja siempre en una especie de zozobra existencial: crees en que todo se ajusta al texto que te han recitado durante años, admites que nada de importancia fue saboteado de ese relato y que ningún episodio silenciado puede contribuir a desequilibrar tu vida. Sé de mis cosas lo que se me ha contado, no se tiene nunca más información que la ajena, sin saber hasta qué punto se ajustará a lo sucedido o habrá sido conmovida por el correr del tiempo. Es decir, uno cree que las novelas son novelas y que la vida, aunque roce y hasta casi se contamine en ocasiones de lo meramente novelesco, discurre en paralelo a la ficción y que los hilos que la manejan están cogidos con firmeza por nuestra voluntad más férrea. Hay partes de esa trama que sé extraer yo, sin que nadie se aplique en explicarme nada, sin que se precise rellenar los huecos, habrá cientos de ellos, aunque tampoco creo que haga falta ocuparlos todos. Mi amigo K. sostiene que se vive mejor sin pasado: sólo el hoy y el mañana, añade. El ayer no trae nada más que problemas. Como si comenzaras a vivir a diario, Emilio, me dice. Te cuentan que naciste en Córdoba el primero de abril de 1.966 (repito) y que creciste sano y robusto, alegre y ocurrente, dicharachero y amigo de juegos y de distracciones frívolas; ignoro si hay alguna posibilidad de rehacer el libreto, si hay manera de que podamos, al modo en que lo hacen los novelistas, agregar personajes, interrumpir un hilo de la trama y enhebrar otro uno que ni siquiera beneficie al argumento principal y decidir eliminarlo en el capítulo doce, pongo por caso. Haber leído literatura rusa te permite divagar sin pudor sobre la tragedia y sacar drama de donde solo, en apariencia, se pueden extraer dulces cuentos de amor y romanzas con orquestina. En esto opino como Woody Allen: nada como un buen Tolstói bajo el brazo para arruinar una buena tarde de domingo. Ucrónico, dispuesto a acometer la ficción de ser otro, piensa uno qué hubiese pasado de haber nacido en una estricta comunidad de mormones, con retratos de Joseph Smith sobre la chimenea y biblias en la mesita de noche.. ¿Seguiría escuchando bebop de noche? ¿Leería de forma obsesiva a Borges? ¿Bebería cerveza amorosamente como hago ahora? Y sobre todo, ¿mantendría abierta esta página en la red? Tal vez mi infancia me haya sido ocultada, por no violentar mi adolescencia, ni malograr mi edad adulta, todo por mi bien, ya digo. Ni mis padres serán mis padres, ni siempre fui el niño bueno que se engolosinaba con los libros. Es posible que todo haya sido un plan urdido a conciencia que ahora, cincuenta años más tarde, nadie tiene interés en revelar. Ni quizá yo mismo en que se me revele. Opino como Chesterton: no hay manera de comprobar la fiabilidad del relato, pueden colarnos episodios que no nos pertenecen, nada hay más fácil, sólo hace falta repetir un par de anécdotas unas cuantas veces para que tengan verosimilitud. Nos pueden inventar una vida.