7.4.17
Rayuela y aledaños
En una época en la que leía una novela tras otra, incluso varias a la vez, atropelladamente, sin pensar que ese consumo pantagruélico pudiese rebajar mi salud o afectar al desempeño fiable de otros asuntos que ocupaban entonces mi vida, alguien me dijo que leyese Rayuela, la anti-novela de Julio Cortázar, la novela en la que los amantes se buscan y no se encuentran o se encuentran un poco sin buscarse. Entonces sólo había disfrutado de algunos cuentos, aunque sabía de la importancia de Rayuela, había escuchado o leído comentarios altamente favorables, cuando no encomiásticos en un grado soberbio. Me causaba un respeto enorme el grosor de la historia, ese tocho intimidante del que no sabría uno salir o al que costaría mucho entrar. Creía (un poco idílicamente) que leer Rayuela era menos importante que decir que la había leído. Se leía por el placer de nombrar las lecturas.A K. le parecía inadmisible que alguien mintiera, en general, pero se encrespaba más cuando el motivo del engaño era de índole literario. No comprendía (ni yo tampoco) que se exhibiese el gusto por tal o cual corriente novelística o que se airease lo maravillosos que eran las novelas de Proust sin que el dueño de esas afirmaciones hubiese abierto alguna de ellas, sin que supiese ni siquiera la trama o el estilo de la escritura o la compostura moral de Charles Swan y de Odette de Crécy. Se tiene ese gusto por aparentar, por dejar dicho que sabemos o que la materia de moda es favorita nuestra.
A propósito de las rayuelas de mentira que tenemos en la cabeza, recuerdo a cierto compañero de trabajo que tuvo el detalle de invitarme a su casa para tomar una cerveza de mediodía. A A.L. se le fue la mano en los botellines y, llevado por su hospitalidad, me condujo a su lugar preferido de la casa. Era una habitación enorme, bien iluminada, recuerdo ahora. Allí tenía sus libros (no muchos, los suficientes, no era a lo visto un mal lector) y sus discos. Me fijé en los vinilos. Estaban colocados de modo alfabético y abundaba el rock. Había obras de King Crimson, de Led Zeppelin o de Jethro Tull. Siendo yo entonces ya un buen aficionado al jazz, entreví en las baldas atestadas de discos alguno de jazz. Creo que había uno de Charlie Parker o de Louis Armstrong, no estoy seguro. Como no habíamos hablado ni una sola palabra de jazz, le inquirí sobre si de verdad le gustaba y qué tipo de jazz escuchaba. Sostenía que no le importaba lo más mínimo. Adujo que siempre está bien tener algunos discos de jazz en casa. Por si a un invitado le apetecía de pronto un poco de swing (creo que lo dijo así) tras cenar o a media tarde, apurando un café. No expresé entonces mi asombro: le recomendé adquirir algo de Herbie Hancock. No tenía pianistas en su catálogo. Te viene bien un disco de Ella Fitzgerald o de Billie Holiday. Tampoco tienes nada de Brahms. Hay unos cuartetos de cuerda magníficos. Prueba la canción protesta. Una vez se me ocurrió probar con Stockhausen. De verdad que me interesaba la música aleatoria. En una conferencia sobre jazz a la que asistí hace tiempo, alguien me dijo que a Miles Davis y Karl Heinz Stockhausen tuvieron la feliz idea de hacer algo conjuntamente. No eran tiempos en los que encontrar la música que te apeteciera escuchar fuese fácil (no había streaming, ni Big Data, ni el bendito Spotify) así que tuve que buscar en una Biblioteca. No duró mucho el interés. Renuncié, opté por no forzar. Por otro lado, quizá no le di tiempo, no supe tener la paciencia, no confié en que me visitara el numen y divisara entre la bruma de esas notas arcanas una brizna de belleza. No vino, no estaba, no entendí.
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