27.4.16

Ópera, circo y alta cocina




El toro se llama Easy Rider y pesa mil quinientos kilos. Lo han contratado para que haga de becerro de oro en una ópera de Schoenberg (Moisés y Aarón) que ha circulado éxitosamente por Europa y ahora recala en el Teatro Real de Madrid. Impone el badajo del bicho. No creo que lo use mucho. Easy Rider ha pasado de semental de ferias de ganado a figurante hipertrófico de los espectáculos líricos. A King Kong también le ficharon para un menester parecido. En Isla Calavera era un dios a ojos de los temerosos nativos, En Nueva York era una atracción de circo, una de las que hace mucha caja. El toro, que aparece quince minutos en escena, manso y profesional, a decir de la prensa, proporciona a sus dueños cinco mil euros por sesión. Lo fascinante del asunto es que la ópera haya cobrado el interés que, sin toro, no obtendría. Lo admirable es que los productores se hayan rebanado la sesera hasta dar con el semental. Debe imponer la escena. El animal arriba y abajo. Como un dios en su reino. Que lo droguen o no, dentro de que no es ético esa pequeña manipulación de su naturaleza libre o salvaje, debería ser un asunto secundario. Tampoco es relevante que sea una ópera inacabada de Schoenberg (del que no he escuchado nada) o que una mujer desnuda se exhiba junto al monstruo en las imágenes difundidas para publicitar la función. Lo que trasciende es el feliz apareamiento de géneros en apariencia dispares. La ópera tiene un poco de circo en lo de ir un poco más allá en cada representación. Tiene ese matiz de exceso que agradecen poco los puristas y ven con felicidad no disimulada los novicios que se acercan al coliseo madrileño (o al de París o al de Berlín) para escuchar la tragedia operística y recrear la vista en lo posible, hasta donde alcance el dinero invertido en la tramoya y en el atrezzo, Se trata de hacer que congenie lo que David Bowie llamaba austeramente Sound + Vision. Hacer que no sea posible separar el fondo de la forma, la esencia del repertorio (su intimidad o su épica gozosas). Que cuando uno escuche en casa, en el mejor equipo del que se disponga, la ópera de Schoenberg acuda el toro, el semental antológico o la mujer desnuda, lo que será a ojos de algunos una evidencia más del servilismo icónico de algunos objetos, guiados todos alrededor del sexo. Al King Kong clásico le arrimaban una rubia (adorable Jessica Lange en la versión menor de John Milius, aburrida Naomi Watts en la hueca rendición que hizo Peter Jackson entre la trilogía de los Anillos y la de los Hobbits) para encelar a la criatura y al espectador. No han cambiado mucho las cosas. 

Hay que buscar que se doblegue el bolsillo con trucos de feria. A falta de hombres bala, mujeres barbudas o enanos deformes, el mercado de la ópera apela al animal puro, sin la vigilancia de la política correcta, extirpada toda su genética brutal, pero con el badajo (y no pequeño en modo alguno) ocupando los comentarios de los pasillos del teatro, mezclados con la exégesis propia de estos magnos eventos. Hubo quien en los setenta deseó que la industria del porno adquiriese un rango noble. Veían dramas griegos en los cuernos que la dama imponía al caballero. Ponían música de jazz serio a las coyundas en las piscinas de Beverly Hills. También habrá quien sostenga que todo está permitido en la representación del arte. Que los tiempos dictan nuevas liturgias. Que hace falta que Easy Rider se pasee por el escenario (suponemos que no se vendrá abajo y malogre la función o la salud de los artistas) para que se difunda la ópera y sus difusores hagan caja y disuadan a los animalistas de que emprendan acciones legales por herir o menoscabar la integridad del animal, vejado (se entiende) o humillado o convertido en un mero objeto mercantilista. Cosas de ésas que últimamente tanto se estilan. Alarma que el animal se espante al escuchar la orquesta ejecutando la música oscura de Schoenberg. No toda la música amansa a todas las fieras. Algunas, según cuáles, pueden alterar la calma de la res, la pueden violentar, no sé, convertir en un arma de destrucción cultural. No entiende uno estas periferias del arte. Se queda, merced a esa novicia manera de mirar lo extraño, en la posición del perplejo. Y el caso es que, bien pensado, no incomoda, no hace que peligre la fascinación primera, con la que se construye la experiencia intelectual, estética o moral que propone el arte. Está entonces bien el toro, ahí armado, manso en apariencia, contaminado de cultura, convertido en el fichaje de la temporada operística europea. Peor sería (para el toro, digo) que se le lidiase en Las Ventas. Que lo zarandearan, que lo traspasaran con esos hierros del infierno, que acabara su rabo en un restaurante caro, servido en un plato de vajilla honorable. Y cuando digo rabo me refiero al rabo. Lo otro, lo que pende, no creo que se anuncie como manjar. Ya digo que no entiende uno mucho. Que sólo va dando capotazos. 

1 comentario:

El Doctor dijo...

Una vez más la primavera ha llegado a este solar el tormento y sacrificio de reses bravas en diversas modalidades, corridas de feria, capeas en plazas de carros, encierros, toros de fuego, ensogados, alanceados, un agrio espectáculo de sangre que alcanza la máxima bajeza moral en el toro de la Vega de Tordesillas al final del verano. Para muchos españoles, no solo antitaurinos, resulta una afrenta que esta elaborada crueldad con los animales. Si este país necesitaba una nueva ignominia, aquí está. Antes la lidia de toros pertenecía al Ministerio de la Gobernación por motivos de orden público, ahora en plena decadencia ha pasado al Departamento de Cultura, donde semejante brutalidad se codea con la Biblioteca Nacional y el Museo del Prado. Incluso puede haber algún ministro del ramo que considere que hay más estética en un buen puyazo con sangre hasta la pezuña que en un verso de Machado o de Juan Ramón Giménez. ¿Qué pasa con Goya y Picasso?, argumentan los taurinos. Pues bien, Goya pintaba la lidia, junto con los aquelarres, ajusticiados con garrote vil y desastres de la guerra, como expresión y denuncia de una España tabernaria. Y por otra parte Picasso, al pintar el Guernica, no creó sino una macabra corrida bombardeada, una antitauromaquia, el toro, el caballo, el aquelarre, la guerra y la muerte, todo un Goya patas arriba. Además de lidiar y dar muerte a un toro, el verbo torear también significa burlarse de una persona o mantenerla en una falsa esperanza mediante un engaño. El español se halla ahora en el ruedo ejercido de res en una corrida en la que está siendo toreado por los hombres de negro del Banco Mundial, a merced de los puntilleros de la Comisión Europea, mientras los peones de brega Guindos y Montoro se fuman un puro en el burladero. Así va la lidia. Primero unos recortes con el capote grana y oro, después tres puyazos para bajarte los humos con la amenaza del rescate; luego varios muletazos de castigo con la prima de riesgo; y una vez humillado cinco pinchazos, media estocada y un descabello. Hecho un colador, el español medio es arrastrado por una troika de mulillas al desolladero.

Que me he quedao a gusto, amigo mío.

Fuerte abrazo.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.