12.1.16

Todos los bowies que conocí




Un andrógino, un libertino, un histriónico, un bufón, un camaleón, un diablo, un dios transformado a conciencia. Bowie fue un criatura inabarcable. Se le ama o se le detesta sin que exista mesura en esas dos medidas. Era fácil endiosarlo. Ejercía una fascinación primitiva, provocaba con la facilidad natural que otros no tuvieron jamás. Sólo Iggy Pop anda ahí, en su estela, pero no hay nada que los iguale. El maestro fue vencido por el alumno. Luego vinieron los personajes que diseñó. A ninguno le tomó mucho afecto. Los usaba, los tiraba. Creía en ellos como el perro sin dueño cree en la mano que le echa un hueso. Importa el hueso, la creencia de que siempre habrá alguien que le descubra, aunque sea el viejo fan, el que compró el vinilo de las aventuras de Ziggy Stardust, las aventuras lisérgicas del Berlín oscuro en el que se declaró fascista, el transgresor que antepuso la imagen a la misma música y paseó, orgulloso, su abrumadora personalidad, insoportable a veces, su megalomanía, su extremismo gestual, su teatralidad absoluta, su fetichismo insultante. Quiso deshacerse de todos ellos antes de que le calaran. En realidad no le dolían, no eran suyos, eran más de los que los adoraban. A él le incumbía la intimidad insobornable, de la que sabemos poco o nada. En Bowie todo es juego. Incluso el Bowie malo, tantas veces malo, el que se exponía a caer bajo y terminaba cayendo, era bueno a ojos de sus fieles. Supo como pocos crear un ídolo. Tal vez la sacrificada fue la música. Prefirió el cine, las turbulencias del negocio del cine, más bien. Se codeó con los grandes o dejó que los grandes se codearan con él. Sólo precisaba un modelo al que replicar. Como Borges en literatura, Bowie sublimaba todo lo mediocre.

En 25 discos (Blackstar, la última joya, hace cuatro días, en su sesenta y nueva onomástica) no dejó género sin experimentar. Abrazó el rock (el glam rock, el punk rock, el rock sideral, el gran rock salvaje de los primeros setenta) con Hunky Dory (donde estaba Life on Mars y estaba Changes, premonitoria) y con The rise and fall of Ziggy Stardust and his spiders from Mars (mesiánico, cosmológico: magistral, ambiguo y magistral) Después llegó el soul, el funk, el aire fresco de Detroit y de Philadelphia (Young americans). Hasta aquí era un Bowie voluble, sin un asiento fiable, dejándose influir e influyendo, ejerciendo de líder espiritual del rock que estaba por venir (U2, The Stranglers, toda la new wave oscura de Siouxsie and The Banshees, Echo and The Bunnymen o los primeros The Jam) Antes de caer en las manos del sonido disco, Bowie echó el ojo a Brian Eno. Si alguien tenía era una capacidad fascinante para encontrar a quienes sacaran su yo mejor. La trilogía berlinesa (Low, Heroes y Lodger, no sé si en ese orden) le hizo comprender que había llegado muy arriba. Vivió en el caos, se alimentó de leche y cocaína, frecuentó los bares oscuros y se camufló en ellos. Puede que ahí desapareciera el Bowie suicida (el que pregonaba que el rock and roll había muerto, sentencia que creyó férreamente y que sobrevuela el espíritu de Blackstar, el disco recién alumbrado, el póstumo. Se hizo un filonazi, un rey enloquecido que buscaba con ansia el país al que reinar. Y lo encontró en ese vaciamiento que dan las drogas, el sexo, borrando de la terna el rock, ya saben. Fripp, el de King Crimson, el hermano Eno y una enorme lista de éxitos inmortales. Este cronista triste compró Heroes en el ochenta. Llevaba tres años en el mercado. En esa entrega descubrí al Bowie que no me ha abandonado, al que se le perdona los discos sin compromiso (Never let me down es malo, irrita de malo que es; Earthling y Outside no tienen nada que haga pensar en un músico orgulloso con lo que hace) y al que uno regresa de vez en cuando, permitiendo que se le muevan los pies (Let's dance, el llenapistas que le produjo Neil Rodgers, el alma del sonido disco desde que Chic copiaran las lentejuelas de Ziggy) o que se le erice el vello (Tonight contiene un himno, Loving the alien, una pieza descomunal, una declaración de principios) Dejo en el editor del blog la reseña que anoche hice de Blackstar. No es el día, no lo va a ser en algún tiempo. Sonaría a falsa, estaría de más. 

Lo bueno es que no haya un Bowie que me guste más que otro. Dejó muchas máscaras para que cada uno abriera la que se le antojara, pero tampoco encontramos a nadie dentro. El genio se escondía debajo de todas las pieles que se puso. Enumerarlas, registrar aquí los disfraces, las apariencias interpuestas para regocijo o espanto de la clientela, es imposible. No porque no pueda indagar, tirar de memoria o de corazón, pues ahí, en la memoria y en el corazón, andan todos los bowies que amé. No se pueden exponer hoy. Habrá otros que lo hagan, seguro que el amable lector puede descifrar la ecuación en otros textos. Éste no se resuelve, no da las respuestas, ni siquiera ofrece todas las preguntas. Se limitará a transcribir la pena. Lo que deja son una barbaridad de canciones espléndidas. Deja un modo de vivir también. No uno imitable. No se puede acceder a emular a Bowie. No hay copia que resiste un examen detenido. El mérito, uno de ellos, es que él no pretendió regresar jamás a lo que ya había hecho. Cambió de letra a cada anotación manuscrita en su diario. Por eso hay páginas menos brillantes. Importan las otras, las grandes, todas las que hoy se mencionan. Ahora escribo con un pequeño recopilatorio que he montado. He tardado poco. Suena The man who sold the world en este momento. Nirvana hizo una versión soberbia. Detrás viene Starman. Creo que no acabaré la selección. Ha sido un lunes difícil. Es tarde. Tengo sueño. Mañana las estrellas serán distintas. Temo, como la escribí a María Fernanda, no haber encontrado el tono del escrito. Me he dejado llevar. Se me ha venido a la cabeza un Bowie panteísta, un poco dios y un poco demonio, una especie de viento que sopla y no deja lugar sin recorrer. Ha sido un lunes negro, Jesús. Llevabas razón. David Robert Jones, el arcángel oscuro, el duque blanco, el rey promiscuo, el amanerado, el viril, el sensible y el hipnótico, ha muerto de un cáncer. No lo aireó, no al menos como otros. Esa parte de su vida privada, la única vida posiblemente, no aportaba nada a ninguna de las máscaras que desplegó para embaucarnos o para reclutarnos. Somos un ejército. Álex me ha dicho que está roto. Yo lo entiendo, cómo no hacerlo. Dice que sólo la muerte de Freddie Mercury le afectó así. Se tiene con estos muertos ilustres un agradecimiento absoluto. Nos hicieron la vida feliz. Siguen en ese oficio. Les encomendamos que nos salven. De un modo que ahora no sé explicar, dudo que sepa, hacen que el pecho se hinche, que el aire lo recorra y sintamos en la cabeza una felicidad sencilla, inargumentable, como la del amor cuando nos convida a mirarlo. Esta noche todo estará bien. Planet Earth is blue and there's nothing I can do...





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial tributo, de llorar de pena, de estar toda la noche poniendo sus discos, Emilio.
Grandes tus palabras.

J.

Joselu dijo...

He leído tu post a las tres de la madrugada en mi iPad entre sueño y sueño. Ha sido un momento muy especial. Me asombra lo poco o casi nada que ha representado David Bowie en mi vida ante este torrente de emoción que suscita este artículo y todas las alusiones que encuentro en las redes sociales. ¿Cómo he podido ignorar a alguien tan genial? Claro que había oído hablar de él y había oído un disco suyo, creo que se llamaba Amsterdam, cuando viajaba por el sudeste asiático. Un amigo que velaba por mi rudimentaria cultura musical me puso una cassette grabada en mi mochila. Estaba bien, pero mi escaso o nulo sentido musical, que se quedó exclusivamente en los Beatles, me impidio saborearlo. Una pena. Tal vez sea el momento ahora de descubrir su música como descubrí la de Amy Winehouse tras su muerte. Petardo que es uno.

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