Fuego, camina conmigo, decía el retorcido David Lynch en Twin Peaks. Al fuego se le atribuyen siempre cometidos contrarios. Está el fuego castigador, el bíblico, el que arrasa y no deja nada en pie; está el fuego espiritual, el eterno, el que ocupa la conciencia y nos informa del camino equivocado, de las llamas que nos cubren y nos castigan, y está el fuego eterno, el que se enciende para conmemorar un acontecimiento relevante y del que se espera que no se apague jamás. Ese fuego es el que más aprecio, en donde atisbo el amor entre los iguales, el que hace que el mundo gire, como pedía Dante en su (también retorcida) Divina Comedia.
Al fuego se le encomiendan labores que en ocasiones no sabe cumplir. Hay cosas que el fuego no llega ni a chamuscar siquiera. Una de ellas debería ser la conciliación entre los que pisamos el mismo suelo y paseamos las mismas calles, los que nos estrechamos las manos en señal de afecto, aunque no compartamos un ideario político o unas creencias religiosas. Entra en lo razonable que no andemos haciendo que arda lo que no debe quemarse. Una de las cosas que más firmemente hacen que no caigamos en más desgracia que la que ya tenemos es la concordia, la convivencia, la idea de que nada ajeno me daña o que nada mío daña a los demás. Que un colectivo de mujeres argentinas componga esta caja de cerillas, de intenciones artísticas, sociales o panfletarias, y que el
Centro Reina Sofía la saque en exposición es lo que hace que el fuego ande, con nosotros o a su aire. No serán solos los católicos los que exijan la retirada, imagino. Creo que lo que sobra es la frase, no que la frase esté ahora en la calle. Ya dicha, que rule, dirán otros.
Me repito: no creo que sean solo los católicos, entre los que no me encuentro, los que rechazan la imagen en sí. Lo hará cualquiera que entienda lo inconveniente de su presencia. No conviene la caja de marras porque entra en un terreno más que peligroso. No es que haga ver a quien la mire que su autor no es muy amigo de la institución eclesial, cosa que es legítima y que compartimos, en cierto sentido, millones de personas a las que no se nos tiene por malas, ni por incendiarias, ni siquiera por agitadoras. No es solo el que pisa el templo y se arrodilla en él y mira de frente a su dios y a sus santos el que no acepta que se quemen iglesias, literal o figuradamente. La libertad de expresión, tan necesaria, no es un camino abierto, ancho, sin normas, en donde uno, por mor de esa libertad, obra a capricho, despotrica a su antojo y quema lo que le viene en gana, solo por el placer de ver arder el objeto de su inquina.
La única iglesia que ilumina es la que arde, frase atribuida a Kropotkin, el adalid anarquista, el que veía turbamultas peligrosas en los creyentes que se encaminaban a sus iglesias, difundida después por Durruti, el de la columna, no deja de ser una frase de lejano corte nihilista, de tasca de barrio entre amigos que tiran de vez en cuando de culturilla y citan a los comunistas célebres y declaman su cantinela antigua. No debe ser más, no debe jalearse más, no conviene que se difunda más. No (insisto) porque un cristiano pueda ver comprometida su sensibilidad sino porque hay mucho descerebrado que se toma los eslóganes al pie de la letra, porque las palabras, incluso las más inocentes, prenden a veces con más fuerza que la leña acunada por el fuego del que hablamos. Será que es el lenguaje el fuego mismo, eso ya lo sabía yo. Las palabras, ah las palabras, con qué autoridad gobernáis el mundo. Están para que no estemos nunca demasiados seguros de que ese mundo nos pertenece. Nos faltan las palabras que lo nombre, no poseemos la facultad de manejarlas con la suficiente autoridad y eficacia como para gobernarlo.
Luego está todo lo que hace que la iglesia no goce del favor de antaño o que uno, contrario a quemar ningún edificio, ya sea con bidones de gasoil o con textos en un octavilla, no tenga ánimo alguno en defendarla, en sentirse cómodo y libre y feliz dentro de un templo. Que incluso disfrute, con moderado placer, de la controversia en materia religiosa, de toda esa animada charla de taberna (ah las tabernas, qué templos ellos, que a nadie se le ocurra darles fuego) en la que se empieza hablando de lo que desayunaste y terminas enredado en la teología doméstica, la que cada uno abraza con más o menos entusiasmo. No hay nadie que no la tenga, nadie que no se deba involucrar en el diálogo entre los que creen y los que no, entre los que creen en unos dioses y los que creen en otros o incluso, ah retorcido Lynch, tú eres de esos, los que no creyendo en nada, también se enredan en el conflicto de hasta qué punto uno es más ateo que otro. Pero es una bendición del ejercicio sano de las palabras, procurando no caer en el menosprecio absoluto, en la descalificación completa, en ese arte que tenemos los humanos de entablar una contienda y no salir del campo de batalla hasta que el enemigo está reducido a cenizas. Ya digo, el fuego, el fuego eterno, que no nos deja. El humor es el que falta. Hay que ser muy inteligente para arremeter contra lo que no se comparte, aunque sea de forma leve, sin hacer sangre, y que el dolido, el afrentado, sepa sobrellevar el impacto, reconocer su legitimidad. Tengo amigos que saben aceptar estas puyas. Otros, bien al contrario, no las aceptan en absoluto, no saben encajar que se manejen sus creencias en tiras de humor, en chanzas de taberna. Yo me cuido de no entrar en casa a la que no me invitan, pero hay veces en que la indignación te pilla dentro, claro, y entonces, y entonces...