31.12.11

Ethan Hunt les desea feliz año nuevo...



Ethan Hunt sabría cómo despedir el año. Sin uvas ni confeti. Sin Anne Igartiburu en un traje rojo. El año, a lo visto, por lo vivido, quizá debería autodestruírse y no dejar rastro de que existió. Al menos el año informativo. El de las agencias de prensa y los titulares en la barra que corren en la parte inferior de la televisión. Ethan Hunt tiene a partir de las doce nueva misión. Esperemos que no le interprete Tom Cruise. Tampoco es que me ponga a cien el sr. De Guindos. No tengo ni idea de a quién encomendar la salvación del sistema. No digo de la patria. Eso ya sirve para poca cosa. El Roto nos contó que todas las banderas las hacen en Hong-Kong. Estamos en otros tiempos. O no lo estamos. En tus manos estamos, oh Gran Tecnócrata. Mi amigo K. sostiene que esto no lo enmiendan los políticos sino los maestros. En las escuelas. Quizá en una generación venidera, esperemos que la próxima, la sociedad valore el esfuerzo y no haya bodrios venenosos en horario de máxima audiencia en las cadenas privadas. Una vez uno se envenena, sólo quiere toxinas. No es el típico último post alegre y conciliador. En cierta forma no puedo serlo. Mañana me pondré los valses de Strauss. Lo de los saltos de trampolín lo dejo para lo sibaritas de los deportes de invierno. Yo soy de los del resto de las estaciones. Merry f... Christmas, dice un amigo mío en su bitácora farera. Pues eso.

2.011: Lo mejor del año



Sin orden, aleatoriamente, cruzando fechas y géneros, mezclando ánimos y vicios, esto es lo mejor que me ha pasado, en lo libresco, en lo musical, en lo cinematográfico, en el hoy ya terminal 2.011. Jeff Buckley. Jorge Luis Borges. Alfred Hitchcock. Midnight in Paris.Akira Kurosawa. The Cure. John Coltrane. Antonio Muñoz Molina. John Connolly. Juan Jose Millás. The Killing. Jaime Gil de Biedma. Keith Jarrett. Leonard Cohen. Bruce Springsteen. Juego de tronos. Drive. Chico & Rita. H.P. Lovecraft. Bill Evans. John Ford. El árbol de la vida. Wynton Marsalis. Elias Canetti. Vladimir Nabokov. The lamb lies down on Broadway. Fringe. Fernando Savater. Ningún ránking de lo publicado en este año. No estoy para estadísticas. Luego está el 2.011 electrónico. Algunas palabras: Ipad2, iPhone, blogger, facebook. Creo que ha sido el año Facebook. No ha habido un enamoramiento ciego, pero es una plataforma excepcional para expresarte. Para leer la expresión de los demás. En este año no he estado demasiado al tanto de las novedades de la cartelera de cine. El primero de muchos años en que me he perdido la inmensa mayoría de los estrenos. No pienso en las razones de esa anomalía. Supongo que el 2.012 traerá la rutina de antaño. Importará poco si continúo en esta inapetencia inargumentable. He visto cine de la RKO y de la Hammer, de la Ealing y de Cifesa. A veces es dificil ir de una época a otra. De Lubitsch a Jon Favreau (acabo de ver Cowboys & Aliens y todavía estoy aturdido por la alegre y desvergonzada mixtura de géneros) pasando por un buen montón de temporadas de series televisivas. Ha sido el año de las series. Lo fue el 2.010, pero éste ha sido excepcional. El hallazgo promete una reflexión más honda (aquí no hay hondura: hay ligereza, ganas de acabar el último post del año, no sé por qué) y seguro que habrá ocasión de largarlo por aquí. En fin. Voy terminando. Feliz entrada de año, oh my friends. Nos vemos en el año del apocalipsis. Lo de la crisis ha sido un mcguffin. En lo demás, en la parte del alma, el 2.011 ha sido bueno conmigo. Ninguna de esas bondades se arriman al criterio de este Espejo. El alma tiene su blog privado. Creo que ustedes me entienden.

30.12.11

No soy Jonathan Keller


Son los demás los que nos ven, los que advierten cómo vamos cambiando. La paradoja consiste en que somos los que poseemos un conocimiento menor de cómo somos nosotros mismos. Y no me refiero a nuestra conducta, al modo en que nos relacionamos con los otros, sino al aspecto que tenemos. Recuerdo un disco fantástico de Phil Collins llamado Face value. En la portada aparecía, como en otros álbumes, un Phil rotundo, registrado por la indiscreción de una cámara apostada a un palmo, fijando la orografía de un rostro. No sé si la cara es el espejo del alma, pero sí es una evidencia de una parte de ella. Jonathan Keller se obligó a registrar el paso del tiempo en un archivo fotográfico. Lo hizo como otros antes lo hicieron. La Red está llena de estos metódicos obreros de sí mismos. Gente a la que obsesiona (de un modo lúdico o enfermizo) el tiempo, su evidencia en el pelo, en los ojos, en el decaimiento de la juventud y en la invasión invisible de los agentes que la anulan. El cuerpo es un artefacto extraño. De lo que no hay registro es de cómo se modifica el cerebro. Quizá ése sea el siguiente paso. La invención de una máquina que nos atrape y saque a la luz cómo hemos cambiado por dentro. Lo de afuera, la caída del pelo, la irrupción progresiva de las arruegas, toda esa elocuente decadencia que nos conduce al finiquito inevitable, no deja de ser un peaje visual. Pienso en Dorian Grey y en su cuadro tapado por una manta. En todos los pactos que el diablo, allá donde esté, firma con sus adoradores para que Jonathan Keller sea uno, inamovible, perfecto en su dorada luz de la efervescente juvenalia. Amamos lo que somos a la vista de quienes nos ven. Descuidamos a menudo lo que cuece adentro, el yo de las emociones y de las ideas, el que cambia conforme los años van imponiendo su imperio homicida. No atendemos como debieramos al Jonathan Keller sin gafas ni bigote, al que ama y desama en un mismo día, a quien le afectan los menudos asuntos del vivir diario, el Keller, en fin, que no se puede apreciar en un millón de fotos que se hiciera en un millón de lujuriosos, por estirados, días. Yo nunca seré ningún Keller. No me gusta aparecer en los álbumes de fotos que hay en casa. Soy el que hace las fotos a los demás, no el que se expone, indefenso o altivo, a que lo cataloguen y lo fijen en la marca del tiempo. Apenas aparezco como lo que soy, en mi rostro ya definitivamente mío, en mi perfil visible de google o de facebook. He interpuesto la cara como perdida de Bill Evans. Soy Bill Evans para lo que pase. Antes de ser Evans fui Bogart. Mañana no sé qué seré. Probablemente otro icono del altar que voy edificando para venerar a mis ídolos. Soy un sentimental y no me gusta mi cara. Tampoco me importa que se vaya perdiendo. Que se disgregue y termina siendo otra. El corazón, al cabo, debe ser el mismo. El cerebro, en fin, es el que lo ata y lo desata todo. A su antojo. Como un dios caprichoso y rudimentario que no a veces no es un capaz de gobernar del todo.






25.12.11

Tres visiones de un secreto / Los cuentos de Álex Herrera




Hay una pieza de Jaco Pastorius que se llama Three views from a secret. Me gusta más cuanto más la escucho. Lo que mi amigo Álex nos pide a Mycroft y a mí cada año, por Navidad, es una visita a Bedford Falls, un viaje telúrico a la raíz de la amistad y de los protocolos que a veces la amistad formula. Lo que Álex extrae son las tres visiones del secreto. Provoca que salgan de donde quiera que anduvieran. Como el alien que llevaba John Hurt en las tripas en el bendito Nostromo de mis fantasías estelares. Son tres visiones de un secreto las que Álex aloja en su felizmente reconvertida Antàrtida. Todo esto que pasa en Navidad me gusta más cuanto más viejo y sensible me voy haciendo. Disfruten de las tres piezas de mis amigos. La mía, anémica de numen como ando estos días, es un boceto de algo mayor y exige, en su adentro narrativo, algo más o algo distinto. Pero ni eso importa. Vale la revelación del secreto, la rendición cartesiana de las letras. La sensación de que estamos ahí, como el ángel guardián de la obra maestra de Capra, cuidando de que George Bailey no se tire del puente. De camino, ya en faena navideña, este escribiente de sus vicios desea a todos los visitantes del Espejo que estos días les sean propicios, vean cumplidos los buenos sueños y no se dejen embaucar por las trompetas del apocalipsis. Es cierto que suenan, pero es mejor desoírlas. Al menos en estos días.


Sírvanse leer aquí.

24.12.11

El mercado como síntoma moral



No sabemos si el caos está ya entre nosotros o su advenimiento necesita de otras señales de más fuste que las actuales. Tampoco si el caos es una residencia duradera o un apeadero al que bajamos por las circunstancias. Éstas de ahora, las circunstancias digo, son trabajosas y requieren de quienes las padecen un extra de paciencia que a veces no se tiene. Surgen continuamente llamadas a la disidencia. Escaparates que entorpecen el normal riego sanguíneo en el cerebro e inyectan altas dosis de tentaciones. El descenso a los infiernos está servido: uno se entrampa nuevamente, adquiere bienes que no usa, se inmola sin percatarse de la dimensión de su sacrificio. El cerebro se colapsa en ese vértigo de inputs y outputs. Se entenebrece y malogra. El enfermo, el consumista, vive en un bienestar impostado, se cree en el mejor de los mundos posibles, pero únicamente ejecuta un plan ajeno, muy elaborado, consistente en que jamás le falta combustible a la dinamo del mundo. En que la rueda gire a beneficio del molinero.

No siendo nunca buenos tiempos, éstos son muy malos para empezar a ser austero. La máquina exige sus peajes. El ciudadano, que ha ido mutando en consumidor, no ofrece resistencia a la bandada de peligros que le acechan. Aturdido, comido por la fiebre del gasto puro y duro, va dejándose enfermar, hasta que la realidad, que es una bestia de lo más perverso cuando se obstina en serlo, lo baja a su terreno y le arrumba al país de los pobres, a ese territorio en el que ahora conviven los de alta alcurnia y los de baja cama, los de sangre de colores y los que no caen en la cuenta del pigmento. La economía ha tomado el relevo a la muerte a la hora de igualar a las castas, pero tampoco esa revelación es un producto de estos tiempos. La diferencia remarcable entre el hundimiento actual y el de antaño es de índole moral. El carpe diem de la antigüedad no es transferible al carpe diem del ahora. El primero estaba untado de cultura, se ejecutaba con desparpajo y daba prestigio al que lo adoptaba su dictado. El segundo, éste de hoy, carece casi por completo de autonomía intelectual o estética. Es una extensión rudimentaria del propio mercado, que se empecina en sobrevivir a pesar de los gobiernos o incluso merced a su leal e interesado concurso. 

Ah el feliz pasado, ah la dulce sensación de acumular riqueza emocional y no la vulgar compra de objetos materiales. No piense el amable lector que quien escribe este volunto de mañana de nochebuena está a salvo del caos. Respira caos a diario, lo lleva escrito en la frente, se acuesta con él y hasta congenia a veces con la fiebre y con el vértigo que produce. Son muchos los años compartidos con el mercado como para verlo ahora con temor, con alarma, con la angustia que nos venden algunos apocalípticos. Yo soy uno de los integrados, de los que en el fondo sospechan que todo volverá a su cauce. No sabemos exactamente ahora qué cauce es ése del que hablo. Supongo que no nos creará remordimiento comprar el pequeño artículo de lujo que las fiestas navideñas casi exigen para contribuír al florecimiento del mercado. Ah el mercado. Qué cabrón es el mercado. Ya lo dice el tío Sam: compra, gilipollas, haz feliz a tu familia. O es Santa Claus. Da lo mismo. Es el veneno con cara de hombre. Feliz Navidad.



19.12.11

There's a lady who's sure all that glitters is gold...



Es posible que la música alojada en nuestro ipod ( o lo que sea que tengamos) nos defina mejor que lo que hablamos o lo que hacemos o diga de uno mismo ni que lo que uno mismo diría. En todo caso la de Steve Jobs, aireada estos días a propósito de la biografía aparecida tras su muerte, no explica nada de eso por más que algunos pretendan encontrar claves escondidas, rutas que seguir para encontrar al genio y descifrar su mapa del tesoro. Llevaba montones de álbumes de Dylan y de los Beatles. En eso nos parecemos. Hoy mismo acabo de cargar Let it be, Abbey Road y un recopilatorio casero de Dylan. Manejo un generoso disco duro que casi nunca apuro. Prefiero descargar apetencias, caprichos, voluntos que provienen las más de las veces del estado de ánimo que me ocupe o de cómo se presente el día. Hay algunos grises, de una grisura antológica, en los que me siento incapaz de escuchar a David Byrne o a Kraftwerk. No se produce la empatía idílica entre lo escuchado y quien lo escucha. Parece como si el tiempo brumoso exigiera una banda sonora cómplice. Como si la lluvia pidiese a gritos un Leonard Cohen. Como si el sol despampanante, en un paseo marítimo, en el feliz verano, reclamase sin pudor una sesión del pop más lúbrico de los ochenta o el jazz de síncopa más elevada. Para todo tengo apósito músical.  Incluso hoy, que es un día de una normalidad insultante, de esas normalidades que apenas inducen a pensar que nada relevante pueda pasar, es elegido con primor las piezas del cacharro. Esta mañana, de camino al trabajo, he escuchado unas cuantas canciones del volumen IV de Led Zeppelin. Le di al stop y me desacoplé los pequeños auriculares (Sennheiser, permitidme la publicidad sin contraprestaciones) cuando empezaba Stairway to heaven. Ah pecado de los pecados, ah crimen sonoro de un lunes prenavideño. Al salir continué por donde lo dejé y reproduje desde el deslumbrante y pianísimo arranque la magistral pieza que cerraba la cara uno del vinilo primigenio. There's a lady who's sure all that glitters is gold, cantaba con meliflua voz el gran Robert Plant. Mi plan de trabajo melómano no explica quién soy. En todo caso muestra indicios, tan fiables como perecederos, de lo que siento en el momento en que se hace la pesquisa en el disco duro investigado.

No soy capaz de salir a la calle (es un decir eso de no ser capaz, pero se acerca bastante a la realidad) sin mi ipod, el clásico, el negro de 30 gigas. Lo mimo como el objeto preciado que es y por la felicidad que durante los años que llevamos juntos me ha reportado. Ahí dentro, en su fría arquitectura, cobijé las variaciones Goldberg (con Gould ensimismado y sin él), la integral de Keith Jarrett en la primordial Blue Note, los álbumes noveles de Van Morrison (hoy alguien me habló de la belleza de Moondance) o el violín travieso y lírico de Stephane Grappelli en el Tivoli Gardens de Copenhague. De una forma secreta y casi obsesiva a veces he recorrido las ciudades armado de músicas y las he vivido de forma sustancialmente diferentes. He recorrido la Judería de Córdoba con Michel Petrucciani y las calles que circunvalan Lucena con los cuentos de los océanos topográficos de Yes. He estado por la Gran Vía con Janis Joplin en la cabeza y el paseo marítimo de Fuengirola, cuyo ajetreo de vida y de historias adoro, con Selling England by the pound de Genesis cuando eran Genesis. Todo eso lo recuerdo nítidamente, pero hay otros viajes a los que ahora no sé ponerles fondo. K. sostiene que me pierdo los ruidos de la ciudad, y probablemente sea verdad que existe esa pérdida, pero uno busca la ficción dentro de lo real y la música me provee de emociones que complementan soberbiamente las que se me ofrecen sin pedirlas. Así vamos los dos, mi ipod y yo, en alegre comandita. No sé qué haría sin él. Seguro que me buscaría uno nuevo. Hasta sé qué escucharía primero. Tiene su importancia empezar bien una relación.

13.12.11

Una posibilidad de salvación



Caigo hoy de pronto en la cuenta de que estamos saturados. Quizá la saturación sea el signo de nuestro tiempo. El no entrar en detalle en las cosas sino rozarlas, acudir a su reclamo sin intervenir en su contenido, apreciar lo que ofrecen en la capa epidérmica, en lo visible, prescindiendo del adentro velado. Poseo algo, pero no lo conozco. Estoy en la cima del mundo, pero no me ha costado nada llegar hasta aquí arriba. Caigo en la cuenta de que hubo un tiempo en que solo tenía Tom y Jerry. Y ni siquiera disponía de ellos cuando se me antojaba. Era la televisión la que organizaba mis horarios de esparcimiento, aunque ese contratiempo no importunaba mi disfrute. Bien al contrario, esas pequeñas dosis de placer, administradas un poco al azar, consumidas febrilmente, fijaron una paciencia de la que no me he desprendido del todo. También me convirtieron en una criatura agradecida. Todavía agradezco la bondad de la magia. El cine a oscuras. La bendita posibilidad de elegir, ahora que ya puedo, y saciarme de los divertimentos que venero. Estoy saturado como el que más, pero hay días en los que regreso a mil novecientos setenta y cinco, pongo por caso, y voy con Tom a la caza de Jerry. De verdad que no he terminado de crecer del todo en estos asuntos. Voy en picado hacia el borrado masivo de estos maravillosos fragmentos de júbilo infantil puro. Noto que la metástasis iconoclasta avanza sin pudor y se hospeda a su antojo en mi cabeza, pero veo a Tom y a Jerry y de verdad que la enfermedad remite y el corazón estalla en mil estrellas de muchas puntas que me oprimen el pecho y amenazan con exhibir vida propia. Sé que estoy salvado.

11.12.11

La de cosas con se pueden hacer con los nueve renos de Papa Noel




Lo mejor de Santa Claus o de Papa Noel, en fin, no termino de ponerme de acuerdo, es que te permite involucrarte en lo más puramente navideño sin plantearte dilemas éticos sobre la materia narrativa de lo festejado. Sobre si pecas mucho, poco o no pecas en absoluto si pones bajo el mismo techo moral, digamos, al gordinflón escandinavo, con su séquito de renos y de rollizos niños gritones y al San José, a la Vírgen María, al niño Jesús y al resto de los adoradores belenísticos. Yo lo tengo cada año más claro: lo que más me gusta de las navidades es decir de memoria los nombres de los nueve renos que tiran del trineo celestial de Papa Noel. 
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9.12.11

La conspiración: El nacimiento de una nación



Entre los muchos cometidos del cine, está el que guíe la formación del espíritu o la construcción de la cultura al modo en que lo hace la escuela o, entre otro ámbito, la familia,  y está el de entretener. A veces se sojuzga ese aspecto, el de la sencilla distracción lúdica, en favor de otros que, a la luz de la crítica, revelan más hondamente la naturaleza del séptimo arte como una de las más bellas e inteligentes artes. A Robert Redford le interesan las dos partes. Se empecina en hacer un cine brillante, de factura impecable, pulcro y clásico, facturado un poco a la antigua, ajeno al vértigo de las maneras de hoy en día; un cine rebajado de adrenalina, convencido en la calidad de la trama y en el oficio de quienes las vuelcan en imágenes. Y es ese academicismo el que irrita en La conspiración. Su relevancia, esa trascendencia de cine épico, se diluye narrativamente cuando se han puesto sobre la mesa las cartas morales del film: la abolición de los derechos civiles, la Razón de Estado demoliendo las leyes que lo construyen y la tramoya oscurantista de jueces y de políticos, conjurados a hacer que prevalezcan los intereses de la patria, esa oscura cosa, sobre los de los individuos que la conforman. Toda ese noble paquete de contenidos éticos no garantiza la empatía con el espectador, que observa un acabado acartonado, falto de brío, ocupado enteramente en cumplir con la estricta bondad de la Historia sin caer en la cuenta de la importancia del suspense (la investigación del magnicidio es rutinaria, insípida, irrelevante en la conducción del argumento) o de las exigencias del público en un género tan adictivo y de tan glorioso bagaje como es el judicial. Su anémica ración de suspense, razonada en el interés más alto de mostrar la injusticia de un gobierno recién construído en un país novicio e inexperto, consciente de que en época de guerra la justicia es un asunto menor, podrá valer como aliño para el buen documental que desea ser el film. Acepta uno que sea una película necesaria y que sobrevuele el 11-S y el miedo a no ser enérgico con los enemigos del Estado, pero es plana, confía en exceso en la magistral interpretación de su elenco (todos brillan, todos explotan a conciencia la dimensión solemne de sus personajes) y abandona uno de esos mandamientos ineludibles del cine, el de entretener, el de ofrecer un espectáculo grandioso. Redford hace un telefilm estimable, uno caro, cuidado en extremo, pero desangelado y mustio.

8.12.11

Londres llamando al inframundo...


Hay pocas canciones que tengan un comienzo tan soberbio como el London calling de los Clash. Casi ninguna que extraiga en acordes tan sencillos una sensación de plenitud tan sublime. Casi ninguna que se haya desvirtuado tanto. El mercado, ah el mercado, ha patrocinado hasta quienes lo combatieron. Ahora escucha uno la inmortal pieza de Joe Strummer y Mick Jones y no piensa en el caos ni en la idea de que Londres se inunda y las hordas del inframundo salen de sus agujeros para amotinarse en las calles. Nada de ese espíritu subversivo y apocalíptico prende en las nuevas escuchas. Los que no conocieron la canción en 1.979 la escuchan ahora con un decodificador diferente. La canción es la misma, pero los tiempos (como decía Loquillo, que sin duda la gastó de tanto oírla) han cambiado. La sorpresa, ah las sorpresas, viene cuando declaran que los Juegos Olímpicos de Londres de 2.012 llevan este himno post punk como enseña sonora. El London Calling de los locutores que avisaban de los bombardeos en la Segunda Guerra Mundial será en breve una llamada para el consumo, un reclamo capitalista, un anzuelo para que piquen los abuelos y los nietos, los que viven de la nostalgia y los que de pronto han encontrado un cofre lleno de emociones, de buen rock, de nervio puro. No sé si el inglés de cepa, el que vivió el ultraconservadurismo de la Thatcher, el que aulló a pie de escenario con los suicidas conciertos de la banda, aceptará este nuevo signo de los tiempos. Imagino que sentirán una punzada de melancolía y otra de irritación. Yo mismo, que nunca vi un directo de los Clash ni viví en Londres en esa época convulsa de principios de los ochenta, he sentido la punzada cuando he leído la noticia. Nada grave. Como dice Guardiola, de lo que hay que preocuparse es de la estabilidad del euro. Igual este matrimonio entre la disidencia y la ortodoxia ayude a que Europa salga del marasmo económico en el que vive. El lado moral de todos estos asuntos mercantiles queda para el consumo privado. Suele pasar que las grandes preguntas se responden en la intimidad. A veces ni ese refugio doméstico las contesta. De todas formas, vuelven los Clash, vuelven con el himno de batalla, con una de las mejores canciones de la historia del rock y la vamos a escuchar en el McDonald's. Será un apocalipsis light con extra de queso.



7.12.11

Oh my God

"El mundo -escribe David Hume- es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto"
Dialogues Concerning Natural Religion, V. 1779).




El dios rudimentario de Hume no suele entrar en mis accidentales conversaciones teológicas porque mis alcances son rudimentarios y me valgo de impresiones deficientes, a menudo extraídas de libros que leí hace demasiado tiempo o de otras conversaciones que en modo alguno se trenzan con la sapiencia de los entendidos, con la experiencia de los doctos. Soy vulgo y en esa vulgaridad me defiendo como puedo. Abrigo la esperanza de que el que me escuche esté en onda con mis divagaciones, las entiende, las rebata o las subscriba  porque el fondo último de mi metafísica es la amena constatación de que lo hermoso y lo relevante, quizá no en ese orden, es hablar, entablar un diálogo entre iguales o entre distintos, arrimados al respeto, convencidos ambos de que se enriquece el alma al acercarse a estos asuntos de hondura impronunciable a veces.





No tengo a Hume entre los míos. Tampoco a Kant o a Spinoza. Me sostengo en pilares de menos fuste a la hora de recurrir a la cultura, poca o mucha, que uno va ganando con los años. Dejé la filosofía demasiado pronto. Me refugié en otros territorios librescos. Abracé a Borges y a Chesterton y abandoné a Nietzsche. Supongo que es la forma en que se hacen las cosas. Mi amigo K. sostiene que no es posible leer filosofía salvo que seas filósofo, aspires a serlo o enseñes Filosofía. Tuve un buen profesor de la asignatura en aquel difundo Curso de Orientación Universitaria. Hizo ameno lo que no prometía amenidad alguna. Convirtió a los filósofos en una especie de estrellas del pop que bajaban de su olimpo a nuestros pupitres para contarnos las cuitas del alma y los enigmas de los dioses. Después de ese deslumbramiento, a pesar de las tentaciones de la novela pura y de la poesía, de mis autores de cabecera y de los que venían por atrás, solicitando asilo en mis vicios, leí con absoluta fruición lo que buenamente entraba en mi precaria formación académica. Quizá me saturó el ansia por entrar en ese mundo fascinante y no poseer de los bártulos que lo hicieran practicable. Me quedó, al cabo, la certeza de que la filosofía no es una disciplina académica, un saber estanco, compartimentado en un plan de estudios, alojado en un búnker, críptico y áspero, sino una ciencia de la vida, una especie de prontuario sin el que vivir sería sin duda un oficio más ingrato.

Tengo a mano a Savater y a Marina, esos dos prebostes de la filosofía mediática, pongamos, pero se tiene con ellos cierta idea de amateurismo, de cursillo para novicio con interés, que obstaculiza un reinado pleno de lo más puramente filosófico, esto es, no caer en la didáctica de la filosofía, en su genealogía de tramos y de autores y beber a morro de los libros de esos autores, penetrar en la materia sin intermediarios que la acomoden. No sé si llegaré a esa rotunda independencia. A lo mejor los años lo van haciendo a uno perezoso y se conforma, ay, con la vaselina de los doctos, que lubrican el campo y permiten una entrada más o menos gloriosa, franqueada por notas a pie de página y continuamente expuesta a revisar lo aprendido o lo experimentado con anterioridad. Queda, en fin, ese regusto a juego que tanto agrada a los niños después de haberlo finalizado. La resaca de la filosofía es enjundiosa y es maleable, se la lleva con gusto por la barra de los bares y se la muestra a los cercanos, a los amigos de farra, en cuanto es posible. Viva la metafísica, viva la madre que parió a Hume y a Descartes. Gracias a ellos, a su inefable vocación de indagadores de lo real, aprende uno a vivir con una leve idea de trascendencia. Cayendo en la cuenta de que no soy especialmente creyente, valen estos recursos del alma sensible para ir sorteando los avatares de los días, las negras lagunas de las noches. Lo filosófico se antoja entonces pócima para aliviar la brusca fornicación de las horas. Ya lo dijo otro: se constata brutalmente el presente y se arbitran, casi sin propornérnoslo, fórmulas de rebaje, mecanismos de pura defensa, recursos interpuestos para irnos viviendo sin la angustia de que la trama tiene finiquito.



5.12.11

De renos, magos y papel de regalo...


No les tengo afecto a las invasiones. Ni siquiera a las que vienen de dentro. No soy especialmente sentimental en lo navideño ni tampoco paso por completo de las tradiciones que estas fiestas a punto de caernos encima (miren los escaparates, oigan el sonido de las calles, pongan el televisor) suelen traer bajo el brazo. Disfruto en lo razonable de los renos de Santa Claus y de los camellos de los Reyes Magos. Ni los unos ni los otros me hacen perder el sueño y no tengo definidas mis inclinaciones zoológicas en materia espiritual. Me da igual que mis regalos los patrocine un tío gordo con barba blanca, extranjero, invasor, una especie de alien entrañable, o tres magos de Oriente, extranjeros, invasores, aliens también de mi precaria formación mitológica en estos delicados asuntos. Me sigue importando la voluntad de los míos a la hora de no olvidarse de mí y dejar un símbolo de ese afecto o de amor compartido. Que se ofrezca bajo un árbol o en una mesa de madera de roble no es verdaderamente lo que importa. Ay, descreído, ay, violador de las costumbres, me dice mi amigo K. al oído mientras tecleo este arrebato un poco iconoclasta. Pero él sabe que en el fondo disfruto de los pequeños detalles y me emociona poner las bolitas en el verde de plástico chino que se alza en el recibidor de mi casa, contándole a las visitas que cumplimos amorosa y devotamente con las tradiciones.

El no vivir la fe al modo en que otros la viven en estos sensibles días me hace mirarlo todo con una distancia exquisita para involucrarme a capricho en las ventajas y en las desventajas de una y de otra manera de entender el casi surrealista entusiasmo de estos días del calendario. No son distintos a los que ocupan el estío o el crudo invierno. A veces uno piensa en que la navidad es un atentado a la salud gástrica. Uno de esos atentados consentidos, deliciosos y delicuentemente gratos. Época de bonanza emocional impostada, la navidad tiene como casi todo en este mundo detractores arrécimos y entusiastas insobornables. Lo bueno de estar a mitad de ambos es que puedes entender a los dos. Te pones tierno a ratos y encabronado en otros. Te preguntas el valor auténtico de esta escenificación de photoshop intelectual. No entiendes cómo las cosas se invierten después de un modo tan brusco. Ya no se saluda a nadie por la calle, ya no se les desea que sean felices, ya no se les sonríe con sincero afecto. Se les mira de reojo, se les dice un hola cansino, se enarcan un poco las cejas a modo de hola, qué haces, cómo estás, ya nos veremos, pero sin el concurso doméstico de las palabras, de los buenos deseos. De verdad que debieran durar más tiempo. En serio que no me importaría que durante todo el año lucieran farolillos en las calles y en el supermercado en donde compro suene Let it snow a tutiplén. Incluso en agosto. Tampoco está nevando ahora. Lo dice la canción que adoro (en mil versiones) pero casi nunca se cumple la letra. Pasa eso: no se cumple la letra de lo que cantan los niños en los portales. Que esta celebración de la alegría está limitada a unos cuantos días en la agenda de Merkel y Sarkozy. Luego vendrá la migraña, el parte de bajas laborales, en fin, todo lo que no está patrocinado por Santa Claus ni por los Tres Reyes Magos del Lejano (y ahora tumultuoso) Oriente.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...