29.7.24

Enamoriscarse


                                                       Ilustración: Roy Lichtenstein



No siempre conviene la prudencia. De hecho, cuando abunda, se agria el carácter, se enturbia el ánimo, se emponzoña y corrompe, torna gris el gesto y ciega la mirada; lo he visto, he constatado eso en los otros, en mí mismo. A lo que propende el espíritu es a excederse, a darse y exhibirse, a caer y a poner nuevamente pie e izarse, también está comprobado. De ahí que agradezca uno la comparecencia de la incertidumbre, esa rama de las disciplinas morales. Ella hace que la mesura flojee, pierda el paso, no argumente como suele, no nos aquiete ni nos censure. La misma incertidumbre nos instruye para que podamos comprenderla. Lo hace, sin que se perciba el arrimo o la atención. Nos confía las instrucciones, da cuanto se precisa para que no nos derrote el arrojo, la viva determinación de que sabemos qué hacer y conocemos el lugar al que nos dirigimos. Lo esperado, por más que conforte, acaba dañando. Prevenir es ignorar el entusiasmo de la ignorancia, incluso el de cierto sufrimiento útil. No hay cómo manejarse, quizá no haga falta poseer un mapa, una brújula, un plan.


Mi amigo K. sostuvo anoche que era la cultura la proveedora de ese mapa, el asidero de ese trayecto. Que la mesura era un instrumento, uno más, uno entre muchos. La mesura es un estado eventual; si prospera, desaparece el sentido primario de vivir; conviene a ratos, por echar el ancla antes de avanzar de nuevo y dejarse ir, pudo decir. Hoy podría ser uno de esos días en que no se mida uno, no se guarde nada, exprese lo que buenamente acuda al pensar, que no siempre es materia que se pueda difundir. No lo será. Acaba venciendo la mesura, a pesar de todo, su gobierno de apariencias, su cartesiana estrategia de orden. Está bien el orden. Lo anhelo, lo exijo a veces, cuido de que se quede cuando irrumpe, pero es gris el orden, a pesar de que uno reconozca su intendencia y su claridad. Lo otro, la ausencia de geometría, nos hace vibrar, sin embargo. Vivimos mejor cuanto más vibramos. Es resbaladiza esa idea, la de la vibración. El amor es la vibración sublimada. No se ama el orden, se le respeta, conocemos su conveniencia, pero amar es su reverso. Me corrige K.: “Amar es un ejercicio estudiado, no es una epifanía”. Se aprende el amor, viene a contar. La poesía ayuda: la belleza ayuda. También el amor es incertidumbre, a pesar del cálculo que se le haga, de si se pesa y da nombre. No hay (cerramos los dos) mesura en el amor, en amar, en amar el amor.


En ocasiones, conviene más enamoriscarse. Da el diccionario pronta frivolidad a ese amar al adjudicarle la ligereza, la falta de verdadero empeño. Se enamorisca quien quiere, el avisado, quien se ha prendado de la dulzura del verbo antes de que sus anhelos hagan flaquear la aspereza del amado, que será ajeno a todas esas distracciones alegres del pensamiento cuando se confía a la intendencia de las palabras y solo a ellas rinde cuentas. Qué sabrán los académicos; alguno habrá con mando en la rendición léxica, en su severo escrutinio y peso, que no haya sentido la punzada del amor ni sepa qué sucede cuando el veneno ocupa toda la sangre del cuerpo. Estará pronto en desuso enamoriscarse, habrá con qué expresar la ligereza que refiere la RAE al ajustarle un significado, también menor su aire rancio, como de romance trabado a su octosilábico modo, pero el amor es muchas veces enamoriscamiento, si se me permite el atrevimiento lingüístico. Se ama probatoriamente, sin verdadera propiedad, sin que la mesura lo ajuste todo, sin mapa ni brújula, quizá únicamente por ver cómo responde el corazón. Como el atleta que pone a prueba sus músculos en los entrenamientos y los curte para que den la talla en el la alta competición. Como si estuviésemos toda la vida escuchando alegres melodías pop hasta que de pronto caemos en la cuenta de que existe la gran música clásica. 

28.7.24

Vivir para siempre

 Que uno no piense a diario en cuándo va a morirse no impide que vaya a hacerlo, pero cuando intimamos sin estridencia con la muerte, se piensa menos en ella, se la tiene tan vista que no sorprende que la propia nos espere o que la ajena (con más dolor) suceda. Quienes esperan la gloria eterna y la Derecha del Padre tendrán su regocijo ulterior, del que no podremos los desentendidos de esa gracia hablar mucho, no vaya a ser que esa conversación se practique en el más allá y no haya más remedio que desdecirnos y comprender lo que en nuestra residencia en la tierra nos estaban tan cartesianamente vedado. Se muere más por miedo a morirse que por ninguna otra circunstancia, por terrible que sea. Hay muertes anticipadas, inadmisibles, las de a quienes no se les concedió suficiente tiempo o las de quienes tuvieron escaso interés en vivir o no supieron cómo hacerlo y despreciaron los regalos con los que la vida va alfombrando la concesión de su desempeño.

Se aspira a que la muerte dé con nosotros cuando viejos, sin dios al que aferrarse ni tierra que custodiar, con el trabajo hecho y el corazón henchido de toda la luz amasada, sin otra voluntad que ese ir dejándose, ocupado en recordar a qué nos entregamos, con qué secreto esmero amamos u odiamos, cómo contamos el relato del viaje, si se nos pregunta, hacia qué lugar dirigimos los pasos del día y cómo conciliamos el sueño por las noches. Alegres por haber realizado el trayecto, conscientes de que no hay manera de que se pueda echar la vista atrás y escribirlo todo de otro modo, para qué ese empeño. Como el novelista que, al concluir su obra, no la relee, no la pasa hoja a hoja, leyendo la trama con severa atención, cuidando de que se malee la tela con la que cubrimos, por si se cae en la cuenta de un roto en la tela o de muchos, sino que se contenta con la evidencia de su acabado, con la felicidad de que puso el alma en todas las palabras que la visten. Como el poeta que da con la metáfora y la pule con oficio hasta que de pronto advierte que no es posible avanzar más, darle una hondura mayor, hacer que brille con más entera eficacia.

A un personaje de Borges le parece increíble que un día carente de símbolos y de premoniciones pudiera ser el convocado para su muerte. Uno querría imaginar que, cuando el azar o la enfermedad nos señalen con la fatalidad, algo extraordinario anunciase ese ominoso acto, algo hermoso incluso. Como si el desenlace requiriera su pompa hermosa también, habida cuenta de lo felices que fuimos en algún pasaje de la vida. El mío, ese día último, dicho sea, sin que el destino tome note o piense que ando yo con prisas en estos delicados asuntos, podría estar enmarcado por un día de lluvia, en Venecia, en soledad, sin que nadie asista a la partida, acompañado, en todo caso, por el rumor de algún recuerdo que dé sustento a la coreografía de mi fuga; o en la cama, vencido por el sueño y apartado definitivamente de ninguna vigilia. Así falleció mi padre bonito. Entró en su cielo de arcángeles y de paz sin el dolor que lo devastó en la alargada espera. Me dijo la enfermera que lo cuidaba: estaba soñando, no dio un ruido. Todos estamos en esa lista, a todos nos incumbe su liturgia.

Acepto que la parca me pille escuchando un blues desgranado con morosa cadencia en el porche de una casa colonial en la calle Bourbon, en Nueva Orleans. También en un cottage muy, muy inglés, frente a una ventana desde la que se contemple un bosque. Yo es que soy muy victoriano cuando me lo propongo. Se podría fijar el óbito a la evidencia golosa de un escaparate de libros o un paseo por alguna brumosa calle del Londres que he aprendido en las películas de la Ealing y que guardo en dos lugares perfectos (todavía): mi corazón y una estantería reventona de películas que preside el cuarto desde donde escribo. Pero no es la muerte lo que me preocupa (nunca lo hizo), sino la forma en que se presente, el improvisado vértigo que cause, la posibilidad de que no concurran en ella circunstancias dolorosas para mí o para los míos. Nada que no suscriba cualquiera, por otro lado.

No existe una didáctica de la muerte. No hay prontuarios fiables, libros a los que acudir para facilitar el tránsito, a pesar de la voluminosa y esforzada bibliografía, qué paradoja. No, al menos, una didáctica eficaz en esta cultura nuestra del gozo lúbrico y epifánico de vivir. Lo que hay, a espuertas, es una maravillosa literatura alrededor de su tétrica figura a la que se debe acudir sin miedo a que hable de nosotros y la muerte que nombra sea material narrativo, asunto de la ficción, tan espléndida cuando la miramos con verdadera gana de que nos impregne. Qué sería el cine negro sin la negra muerte. Qué leeríamos ‪de noche antes de conciliar el bendito sueño. Mientras no ocurra, la muerte es siempre un asunto ajeno. Ninguno hay más ajeno. Mi abuela, a la que recuerdo cada vez más, decía que se está vivo mientras haya algo que hacer en este mundo. Uno se muere, añado yo, al no dar con lo que le ocupe, cuando lo que se hace no nos conmueve ni nos excita. Citando a Epicuro, Machado dejó escrito que la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y, cuando la muerte es, nosotros no somos. La antesala de la muerte no es cruel, me permito contradecir a Cela ahora, ni su irrupción es dulce. La dulce es la vida, de la que tenemos una propiedad pasajera y a la que los relojes apresuran hacia su finiquito. Los muertos no saben nada de mí, ni yo de ellos.

Cuando tenga que suceder, en el luctuoso adiós, más vale que suceda tarde, querría morirme con las paces hechas conmigo mismo, no habiendo molestado mucho a quienes me acompañaron y convencido de haber dejado huella en el mundo, aunque tampoco esa voluntad me quite el sueño. No se me ocurre pensar en cómo habría de ser la escena de esa fuga ni la trama que la invita a personarse y reclamarme. Irse sin más, convidado al festín del vacío, a pesar de que uno desearía prorrogar un poco más allá la realidad de los pájaros festejando el vuelo, la de sol declamando sus poemas de fuego en esta mañana cordobesa que se adivina apocalíptica y la de los niños enredados en el delirio dulce del juego en un patio de escuela. Siempre se anhela más, siempre queremos continuar. Es la cantidad lo que importa, parece; la creencia de que no hemos hecho nada aún y queda todo por hacer. Quedan terrazas en las que beber café y leer la prensa mientras la tarde se deshace en la oscuridad que con lentitud la cierne y clausura. Somos el barro primigenio de las páginas sagradas, el cuerpo del que apenas tenemos propiedad, el alma con la que nos entendemos a medias y con la que avanzamos a ciegas. Somos la imprecisa conciencia de que la vida no acabará nunca, aunque haya en algún lado una fecha para que concluya. Tenemos la convicción de la eternidad. El cielo está siempre a medio hacer. Lo dijo el poeta. Los poetas son los investidos de luz, los que escrutan la tiniebla y la apartan. Otro dejó escrito que si Dios existe yo soy inmortal; si no, acabaré cuando se desvanezca el cuerpo con el que avanzo y no haya luz que me cierne ni aire que me nutra.

En todo lo demás, me declaro dueño de mi existencia, prefiero ser yo el que manuscriba sobre ella y no conformarme con que otros la legislen y decidan sobre lo que no les incumbe lo más mínimo. Soy propiedad mía, tengo opinión y decisión sobre lo que me afecta. Deseo tener voluntad sobre mi vida cuando el dolor la embargue y no haya nada que lo rebaje. Reclamo dignidad en mi partida. No tiene sentido que alguien ajeno a ella elabore un documento que la gobierne. No es una cuestión meramente ideológica, ni debe arrimarse a ella la presencia de la fe. Bien está que quien la tenga obre a criterio suyo y se obstine en hacerla durar, sin recabar paliativos (habrá quien crea que el dolor es un pasaporte a la salvación eterna) y sin que se le pueda asistir en su muerte, esto es, no emborronar su última voluntad e impedirle cerrar a su privado capricho la vida que se le ha enquistado y lo está haciendo padecer indeciblemente. Consiento los matices, no es una barra libre. Concurrirá un padecimiento insoportable (físico o mental) que solo pueda aliviarse con un suicidio asistido. Debe mediar esa petición expresa, no podrá inferirse de las circunstancias visibles cuando el que la padece no pueda expresarla, aunque si hay una evidencia absoluta de que el desenlace esté próximo o su duración sea crónica (dolorosa, insostenible) podría (al menos) despenalizarse, no convertir en delito lo que es un acto de hermosa humanidad. Varias cosas a tener en cuenta: cautelas, controles, objeción de conciencia del facultativo que no desee contribuir a ayudar a morir. Siempre habrá quien lo haga con respeto y eficacia. Siempre habrá también quien desee proseguir, no interrumpir el viaje, ni interferir en las arcanas leyes de la naturaleza. No son sujetos que se enconen en un litigio que los enfrente. Lo que uno decida no afecta al otro. Como el que va a misa y el que ni la pisa. Como el que se casa con uno de su mismo sexo y el que lo hace con uno del contrario. Todo está bien si la bondad lo anima. La injerencia del Estado no puede inmiscuirse en todo. Que existamos no es un regalo, no es un don que se nos ha dado: es un simple hecho natural. No pedimos venir al mundo, pero nos pertenece la facultad de irnos. Tanto penar para acabar uno muriéndose, escribió para siempre el Miguel Hernández umbrío y roto.

Lo peor de morirse son los prolegómenos molestos, escribió alguien, últimamente se me van los autores de las citas que más me gustan o las atribuyo a quienes no las urdieron. Tampoco me molesto en comprobar la autoría. Lo que me vale es el texto, la conveniencia del texto, la pertinencia de que unas palabras que alguien pensó sean las que yo necesite y no sepa pensar yo. «Finalmente la verdadera vejez es un proceso de aceptación de la muerte. Puede comenzar a cualquier edad«, cinceló en un aforismo soberbio Emilio López Medina. Hay quien nace ya muerto, a veces sin que la culpa de esa desgracia le pertenezca o la haya alimentado. Esas son las muertes que más nos sobrecogen, las que no tienen sentido ni ninguno tendrán. No sé si merecemos vivir eternamente, si será posible que nada nos retire del aire y del agua, del corazón haciendo danzar a la sangre por el pecho y Dios en las alturas asistiendo al espectáculo de nuestra incertidumbre. En todo caso, hoy he sentido que vivir merece la pena, no es cosa que piense de vez en cuando y me sorprenda que ese pensamiento ocupe mi atención. No nos han enseñado a soportar el dolor ni a saber morir. Eso he pensado esta mañana sin saber bien el porqué. Esa idea del dolor y del morirse. Basta poco para tener propiedad de la vida de la que uno dispone. A veces un verso en un poema o una conversación entre amigos o el beso de quien te ama cuando nos lo pone en los labios. La mejor manera de concluir este texto fúnebre (no lo es, no era ánimo mío que lo fuese) es que un beso lo cierre. Al final será verdad que vivimos para siempre si se nos recuerda, si alguien sabe que nos besó o que le besamos.

25.7.24

La nieve en Lucena



No atino a encontrar razones, quizá la falta de tiempo o que no haya tenido quien me inicie, una mano precursora, un espíritu generoso, los suele haber en ocasiones, te abren puertas que en otro caso estarían cerradas o ni siquiera tendría forma de puerta, ni por asomo podríamos encontrarles la función de crasa y cabal puerta, pero hoy (tal vez mañana recule) no acaba de ponerme entrar en consideraciones sobre el tamaño que tendrá una supernova antes de que explote o la renovación del Poder Judicial o la marca de vaqueros que usa Karol G o la pertinencia de que me chiflen los helados con mayor base láctea pese a que tengan más azúcar y grasas saturadas o la salud financiera de las criptomonedas o el futuro de las energías renovables o la viabilidad de que en el futuro inmediato podamos prescindir de las monarquías o el hecho tangible de que la juventud de ahora se esté arrojando al abismo con alborozo en el alma y ciega fe en la caída. Sigo entusiasmado por asuntos que no despertarán el beneplácito de mucha de esa gente que se interesa por las supernovas, por los vaqueros de Karol G, por la inconveniencia de que no nos importe estar más gordos, por las criptomonedas, por las placas fotovoltaicas, por los reyes que adornan las revistas de papel cuché o por el mocerío que entra en trance sensorial cuando el reguetón extravía el sentido común de sus saltos sinápticos. Adoro las literaturas germánicas medievales, los prólogos de Borges, el Tubular Bells de Mike Oldfield, el nuevo libro de un amigo, el azul del cielo cuando los ojos se determinan a entender el azul del cielo, levantarme muy temprano, prepararme un café y escribir en el patio de mi casa sobre hoy me pone y sobre lo que no, ir esta tarde con mi hijo al cine, admirar el talento ajeno y agradecer que alguien que no conozco haya hecho por mí algo que a veces ni los más cercanos me procuran, leer hasta que me bailan las letras y tener que hacer descansar la cabeza. Va el verano comiendo de mi mano, lo tengo a raya, me duele sin embargo que haga su oficio con ese magisterio sublime,  aprecio que se interese en que no haya día en que algo prodigioso no me conmueva y concilie por la noche el bendito sueño sin haber comprendido algo que la noche anterior se escapa a mis alcances cortos, pero hoy echo de menos la nieve en Lucena. 

24.7.24

Fundación de la luz

 En este cielo lento y exacto 

abreva la luz lo celeste.

En el temblor puro que asiste al vuelo 

se escucha la respiración de las nubes. 

Contad que allí no estaba la sangre, 

ni el pulso feraz de la sombra. 

Mirad el jadear loco del aire 

al desquiciarse en viento. 

Tocad la rosa abajo, ella anhela 

la piedra, que extravía su candor antiguo 

cuando las manos la sostienen 

y consideran el peso de su heráldica. 

Está la cama sin hacer y unos pájaros 

extravían su danza si se saben mirados. 

Abre el día. Todo es sencillo y limpio. 

23.7.24

Para la paz en el mundo

 



A Miguel Cobo, porque también Gershwin pensó en él

Hay palabras contra las que se precave uno: las mira con solemnidad o con temor o no acaba de saber cómo mirarlas, no les asigna una rutina o un uso, y sencillamente las elude, no se da por enterado de que se han dicho o de que se nos ha impelido a que las entendamos y consideremos. Son huecos que no se rellenan, partes de la conversación que hacen enfermar la conversación entera. Siendo tan cruel, a pandemia le dimos carta de normalidad. Se incorporó con pasmosa naturalidad al acervo léxico de cada uno y la manejamos sin el pudor que su daño exigiría: es nuestra, no será fácil apartarla, reintegrarla al lugar lejano en el que estaba antes de que las circunstancias la impusieran a la realidad. Nos atiborran de escrutinios, algoritmos, curvas, estadísticas, ecuaciones y a esos conceptos brumosos fiamos la transcripción fiable del texto: cuando quizá deberíamos haber sido convenientemente ilustrados sobre la locuacidad o la intendencia de las matemáticas. Probablemente ellas solas logren lo que la literatura a veces no alcanza: dar un sentido, invocar un resultado. Hay palabras que se adhieren sin que se aprecie esa sutura. Ahí perduran. Avanzan con nosotros, las creemos familiares, pero no son en verdad propiedad nuestra: son de otros y el azar nos las calzó. Al final somos lo que decimos, lo que escuchamos sin que se nos encoja el alma. Hay palabras con su negro cáncer dentro. Maniobran con artero oficio, prosperan con pasmosa naturalidad. 

Hay hechos admirables que pasan desconcertantemente desapercibidos en el momento en que suceden y que concitan más tarde la unánime atención de los que lo desatendieron. Ganan en trascendencia, en peso en la conciencia, cuando el tiempo los ha hecho permanecer y no ha procedido como suele con las cosas inanes, con las que no tienen autoridad en la memoria. Habrá ocasión en el futuro para pensar en lo que está ocurriendo en estos momentos, sino a un cierto sentido de la autoridad y del equilibrio y de la mesura que se está perdiendo con celeridad y que no está convenientemente alertada por ningún observatorio social (aunque haya muchos que la aireen y den inequívocas señales de alarma) ni por el privado tamiz de cada uno (aunque haya quien razone el desquicio y se lamente por su causa). Me refiero al negacionismo, que viene a ser el constructo ideológico de cuantos sienten que hay maquinaciones por doquier, conspiraciones en cada departamento de cada ministerio y falsedades en las resoluciones que la ciencia o la historia aportan al acervo del progreso. Eligen la mentira, en lugar de confiar en que la verdad pueda ser confiable y responda a las grandes y a las pequeñas preguntas que se nos van ocurriendo conforme vivimos en sociedad y convivimos con nuestros congéneres. Eligen la hipótesis de que estamos siendo manejados, lo cual da a todo una pátina de incómoda inverosimilitud. Prefieren la controversia, abrazan (con fiereza muchas veces) un escepticismo que descree por norma, sin hacer intervenir ninguna operación empírica, tergiversando y manipulando, falsificando y deslegitimando. Desestiman la realidad porque no encuentran acomodo en ella, las más de las veces. Niegan lo evidente por pura falta de información o por escaso interés en dejarse convencer por la elocuencia de esa información. Negar es en determinados casos presumir de que la inteligencia ha fracasado. 

Prevalece la intolerancia, no la concordia. Impera la objeción hueca, no la sensata, que debe existir y hacer que la verdad prospere. A este delirio contribuyen los mismos instrumentos que tratan de desmontarlo: las redes sociales facilitan enormemente la desidia intelectual. Oigo lo que quiero escuchar, me adhiero a una teoría sin demostrar conocimiento alguno sobre la materia sobre la que versa, soy lo que más me conviene ser, lo que se me diga que pueda ser, cuanto no me lastime más de la cuenta ni me haga pensar en demasía, eso se podrá escuchar. Tal vez lo que se colige de todo este pandemónium es la pereza a la que peligrosamente nos estamos inclinando: no es que no haya cultura, es que no hay deseo de ella, ni agradecimiento hacia quienes la poseen y hacen que todo sea más placentero y vivir sea un festejo. Se niega el holocausto, la pandemia, la esfericidad de la Tierra, la locura de las guerras, la pujanza de algunos líderes infames de un mundo infame. Ayer de pronto me sentí esperanzado, no sé si duró mucho ese súbito destello de algo feliz. Vi a la sucesora del apartado Biden, su vicepresidenta, Kamala Harris, saliendo de lo que parecía una tienda de discos. El video no debe ser actual, pero convino que se rescatara tal vez. Enseñaba a la prensa apostada en la puerta sus adquisiciones: tenía unos vinilos (grandes y hermosos) de Charles Mingus, de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong... Estará todo perdido, pero alguien que podría gobernar el mundo escucha la misma música que yo, manejamos el mismo léxico, entendemos las mismas palabras. En ese disco está una de las canciones más hermosas que se han escrito. Lo hizo George Gershwin y yo la he escuchado las veces suficientes como para pensar que la escribió para mí y que todavía no he podido expresarle la gratitud por ese regalo. Tal vez Kalama piense lo mismo. Ojalá. Del otro ni me pringo a escribir. Hay nombres contra los que se precave uno. 

22.7.24

Un sueño dentro de un sueño

 EL

Cuando despierta, ya no llueve. La envuelve el olor a tierra mojada y remolonea en la cama, tapada hasta la nariz, acomodando todavía el cuerpo al colchón un poco duro, a la espera de que el sueño regrese y pueda concluir lo que no recuerda. Del sueño, o de lo que se ha salvado del sueño, recuerda una puerta y también (brumosamente) un jardín detrás de esa puerta. Conversaban alrededor de una mesa unos cuantos amigos de cuando ella era más joven. Uno, que fue novio suyo entonces, hablaba de perros, de lo nobles que eran. Otro decía que el caballo era el animal noble de la creación. Un tercero, distraído, no se percató de que un perro se le venía encima, lo derribaba y lo mordía con saña en los brazos y en la cara. Solo ella se le acerca, aparta como puede al animal y le pregunta, preocupada, cómo está, si le duele algo. Ahí acaba bruscamente el sueño o la parte del sueño que milagrosamente ha recordado. Al despertarse oye unos ladridos. Vienen de afuera. Deja  la cama y se asoma a la ventana. No ve nada. Vuelve a refugiarse entre las sábanas y se lamenta de no saber cómo acaba la historia. Si su amigo se repone, si la conversación añade un animal de más nobleza que el caballo o que el perro. Entonces escucha un caballo relinchar afuera. No es un sonido que pueda confundirse con otro. Además parece que le estén incomodando. Como si pugnara por zafarse de un jinete indigno, uno que lo vejara o que lo lastimara. Nada, sin embargo, le concede la presencia de un caballo o de un perro. Así que se acuesta nuevamente. Antes de conciliar otra vez el sueño , el de los perros, el de los caballos o cualquier otro que la alivie del cansancio  que la embarga, coge un libro que tiene en la mesita de noche. Hace días que no lo lee. Lo abre con delicadeza, con amor, con respeto. Sabe qué le espera. A poco de que se le cierran los ojos, cree escuchar otra vez relinchos y ladridos. Decide no levantarse. Incluso el olor a animal impregnado en el aire no la fuerza a dejar la comodidad dulce del sueño. Al concluir ese limbo impreciso de caballos y de perros, se asea sin prisa, prepara un café reparador y enciende la televisión. Nunca lo hace, pero ese día piensa en qué pasó en el mundo mientras ella soñaba. El presentador refiere que un camión que transportaba caballos se había empotrado en un casa lindante con la carretera, una perrera, al parecer. Los perros muertos se cuentan por decenas, añade. Los  caballos galopan alocadamente por la calle. Los gerentes de la perrera lamentan lo ocurrido y piden a las autoridades que investigue si el conductor iba bebido o sólo fue un desgraciado despiste. Es entonces cuando decide acostarse por tercera vez. Cree que podrá deshacer la tragedia si la sueña. Quizá no escuche ladridos ni relinchos. Tan sólo desea enmendar la parte dolorosa de la realidad, los episodios trágicos de la trama.

21.7.24

En el corazón del aire

 Lo arrobado, lo que embelesa, fascina o arrebata no funciona sin que lo sosegado, reposado o aplacado ande cosido a su costado. Hay días de contemplación botánica (ves las rosas en el patio y descubres que puedes echar media mañana ocupado en descubrir cómo crecen) o de trajín inaplazable (ves la calle como un vértigo, miras dentro de tu cabeza y tu cabeza es una extensión de todas las calles posibles). Hay canciones que son la vida. Hay abrazos que sanan. Hay adjetivos que hasta tienen su contrapunto fonético. Como si el sentido de lo que expresan precisara una restitución con más empaque, que en el decir, su solo desempeño físico, contrajera ya un cierto compromiso con lo que significan. Las palabras funcionan como imanes. Hoy las tendré a mi cuidado. Es un trabajo metódico el que solicitan. Basta una que no case con la que la escolta hacia la siguiente o con la que la ensambla con la anterior para que todas las convocadas malogren su presencia. Alguna felizmente solicitada podrá justificar la compañía de las demás. Avanza lo escrito a ciegas a veces, pero con próspero afán de que la luz lo abrace. Sigo corrigiendo mi novela. 

20.7.24

Chet Baker habla con los ángeles

 La ocupación del ángel es la música de las catedrales. No podemos escuchar el arrullo de la piedra cuando la lame el tiempo. Nadie ha entendido esa destreza sutilísima con la que el cielo festeja sus esponsales con la tierra. Pertenece a la liturgia de su vuelo invisible. Solo nos acercamos a los ángeles por la fragilidad y por la ternura. Solo nos incumbe el fulgor de lo oculto. Un ángel es un ser puro que no conoce la sangre ni rubor de la muerte al derramarse en el corazón de los elegidos por la gracia infinita de la luz. Chet Baker fue un serafín, un querubín, un elegido por la divinidad para el coro de trompetas de las alturas, pero también fue un hombre, un ser frágil y tierno que veía ángeles cuando tocaba. Era uno de ellos. Debió retirarse cuando pudo, dejar los escenarios, recogerse en uno de esos apartamentos iguales a todos en los que haría una vida familiar y gris, pero ni se le ocurrió atenuar el don con el que fue bendecido. Tal vez hubiese sido lo mejor, desaparecer antes de que le partieran los dientes y peligrara el embocado en la trompeta o incluso antes de que la sangre fuese un vértigo y exigiera el tributo de todas esas moléculas negras que embotaban su cabeza y le hacían tocar como un ángel resucitado. Probablemente no recordaría cuando enloqueció toda esa sangre que lo hacía moverse y seducir a todos a los que lo trataban. Su vida fue un ejercicio de conquista y de desprecio de lo conquistado. Como la de cualquiera. Nadie que lo hubiese conocido diría de él que fue un buen tipo, pero ninguno renunciaría a extasiarse cuando contaba invocaba el triunfo del amor al hacer sonar las melodías. Lo que no estaba dispuesto a sacrificar era el hechizo de la música en su cabeza. Quizá fuesen las canciones las que lo mantuviesen en pie. Mientras tocaba era el joven lozano que encandiló a las niñas y a los grandes músicos negros del jazz que amaba casi por encima de todas las cosas. En sus últimos discos se aprecia el descenso a los infiernos. Hay piezas que duelen en el alma al escucharlas. Se entrevé el roto del hombre y el esplendor de su empeño (divino ese afán) en desoír las hormigas al mordisquearle la piel. Eran un ejército las hormigas. Él permitía que trepasen su cuerpo desmadejado, apenas las apartaba con la mano. Si uno escucha con la atención debida esas grabaciones últimas, se escucha a las hormigas avanzar por el metal de la trompeta. Yo fui el mismísimo Jesucristo, le dijo una vez a una de las mujeres a las que embelesó. Fueron muchas, no llevaba la cuenta, cualquiera era útil para cerrar los ojos y perderse en la carne o en la heroína. Era de embelesar todo su ser, su apostura de serafín tocado por la fortuna. No llegó a cumplir sesenta años, pero vivió tres siglos. Fue el niño bonito de los clubs. Charlie Parker se prendaba de su delicadeza. Cuando Down Beat, la biblia del jazz entonces, le votó como el mejor trompetista en 1953, Chesney Henry Baker Jr., el hijo de un guitarrista de segunda y una vendedora de perfumes, decidió ser Chet Baker. A partir de ese bautizo privado se fue diluyendo, convirtiéndose en un guiñapo, en un fantasma.

Se murió tarde. Podía haberlo hecho diez años antes, veinte. La teoría menos verosímil es la de que Chet cayó al vacío en un hotel de yonkis de Amsterdam mientras escalaba su fachada en busca de su trompeta. Lo urgió cierta dignidad. Se entiende que algo de ella quedara, a pesar de todo a lo que renunció para no parar de tocar y de meterse. La argucia circense (una osadía en un cuerpo tan roto como el suyo) era evitar pasar por recepción tras haber sido expulsado del establecimiento por no abonar la cuenta. Extensión de ella, hay otra teoría en la que, a Chet, por la traza ruinosa que exhibía, la cara devastada, la voz débil, le requirieron en la recepción que abonara la estancia por adelantado, lo cual lo irritó al punto de envalentonarse y encaramarse hasta su balcón para precipitarse desde la segunda planta. La versión más lógica, no la más apetecible, refiere que subió a su habitación a por tabaco y, al comprobar que no tenía la llave y estar abierta la pieza contigua, salió al balcón y trató de alcanzar el suyo. La que jalean los inclinados a alimentar la leyenda (somos muchos, todos tenemos una narrativa que glorifique su sacrificio) es que sencillamente se arrojó desde el balcón. Los negacionistas del suicidio anteponen que esos años por Europa fueron felices, qué dislate. Tocaba en la calle, anónimo y nuevamente agasajado por el entusiasmo. Grababa cuando podía. Se relacionaba con músicos jóvenes que adoraban al divo que vino de California con el bebop en la piel, el que había conocido a Gerry Mulligan, a Charlie Parker, al mismísimo Miles Davis. Volvía Chet a su repertorio clásico y se atrevía a cantar My funny Valentine o I fall in love too easily. Su voz, limitada, pero absolutamente deliciosa, seguía emocionando: acariciaba como siempre, sin afectación, apenas subiendo el tono, como si hablara. Hay cientos de ediciones de esas sesiones en vivo. Algunas rutinarias, mal registradas, con un sonido que abochorna, pero también sinceras, como si empezara otra vez y tuviese veinte años y tuviese la cara de un ángel recién descendido de la derecha del Padre.

Las personas felices carecen de biografía, escribió Simone de Beauvoir. Chet Baker fue un infeliz. Tocaba para arrimarse un poco de la felicidad de los demás. Soy feliz si os veo felices, parecía decir. Esperaba que algo lo deslumbrara para comenzar a desvanecerse en el escenario, de ahí que al final siempre pidiera una silla. Ninguna en particular, cualquiera en la que pudiera mantener el equilibrio, pensar que no estaba allí en pie, conversando con los demás, ofreciéndose. El cuerpo era cada vez cualquiera cosa menos un cuerpo. Se caía a pedazos, se advertía la enfermedad devorándole los órganos. Difuminarse quiso, como quien se embravece y fulgura, como el que se sabe perecedero y decide consagrar su estancia en la tierra al ejercicio de sus vicios. Era la dignidad de un hombre íntegro, aunque roto. El hecho de sentarse en sus últimos conciertos le daba la serenidad precisa para no caer de bruces en mitad de una pieza o reprender a los músicos por no seguir la melodía o perder la cabeza y abandonar el escenario para meterse una raya en el camerino o todo eso juntamente muchas veces. Pienso que cada vez que tocaba se moría un poco, adquiría la condición de fantasma, su bruma sin brújula, su etérea vocación de susurro. Ahí le vemos en esa especie de contemplación de sí mismo, hospitalario con sus debilidades, en la etérea asunción de un destino al que gozosamente se arrojaba. Daba igual qué canción tocase. Todas eran la misma. Más que el desenlace, conmueve la ridícula manera de clausurar una vida sublime, entregada a la restitución de un don, y, al tiempo, trágica, triste, inconcebiblemente penosa.

Chet Baker entró en un delirio del que ya no salió. El jazz cobra esos peajes. Todo el arte podría reclamarlos. A veces no exige ninguno, solo hay que pensar en músicos como Dizzy Gillespie, que fue un profesional sin vida privada sobre la que edificar una religión blasfema, pero quizá no estemos hablando de jazz. Los músicos, cuando tocan, dan cuerda al mundo. Chet también hizo que girara el mundo al cantar. Nadie ha cantado como Chet Baker. Quebradiza, angelical, volvemos a la sustancia arcangélica, su voz preludiaba el destrozo que llevaba dentro. Cayó de un cuarto piso. Habrá un momento en que no quepa más veneno en el cuerpo y el aire convide al genio a clausurar su trasiego y cerrar definitivamente los ojos. Antes de precipitarse, unos traficantes le habían roto los dientes. Se ha escrito mucho sobre los dientes de Chet Baker. Antes de perderlos, fue uno de esos poetas sublimes del jazz —con Bill Evans, con Charlie Parker, con Lester Young— que hacían bailar el alma o la prendían de amor. Como si tuviera alas: así tituló su autobiografía. Hoy, escuchando My funny Valentine, he tenido alas yo mismo. Qué preciosa melodía, qué adentro llega. No es nada que requiera disciplina. Se siente que vivir vale la pena cuando uno aplica con esmero el corazón. Porque a Chet Baker se le escucha con el corazón. No basta el oído. Querría uno pensar que ahora estará hablando con los ángeles. Les tocará algo de los años dorados. Nunca dejaron de serlo.

La canción de Annie

 


Tuve un profesor de inglés en el instituto que venía de vez en cuando con una canción bajo el brazo. Repartía las fotocopias y la escuchábamos hasta que la letra nos salía por las mismas orejas. Curiosamente ése es el recuerdo que tengo de él. El de atinar en la canción, en hacer que algunas de ellas se guardaran y todavía me emocionen y hagan que aquellos años regresen con una claridad pasmosa. Recuerdo Message in a bottle de The Police, Bridge over troubled waters de Simon and Garfunkel, The partisan de Leonard Cohen, We've only just begun de The Carpenters y esta maravilla de John Denver. Hoy soy yo el que reparte las fotocopias. Son The Rolling Stones (Angie), Phil Collins (Yoy can´t hurry love), Elton John (Your song), Bob Dylan (Man gave name to all the animals), The Beatles (Yesterday) o incluso (a petición popular, no mía) Katy Perry (Rour). En cierta ocasión, un alumno (ya metido en doctorados y en cosas que no sé ni nombrar) me dijo que fui yo el que le enseñó quiénes fueron los Rolling. Hasta les puse un video de sus satánicas majestades en Hyde Park. No eran tiempos de banda ancha ni de youtube así que tiré del VHS que tenía en casa y de la tele gigantesca que iba de clase en clase en una mesa con ruedas que chirriaba pasillo abajo como si la estuviesen matando. Una vez, en una barra de un bar, algunos años después, hablamos de este bucle. Le dije que el círculo se había cerrado. En lo demás, Pepe (nunca fue Don José), el maestro del Instituto, en Córdoba, se ha difuminado. Quizá otros maestros permanecen con más afecto o hicieron que yo fuese mejor alumno o mejor persona.  Lo que no se han borrado son esas diez o quince canciones, no debieron ser más. Ojalá un día él pueda cerrar el círculo conmigo en alguna ocasión en que me encuentre. Le diría que una parte de la razón por la que yo haya sido maestro vendría de esta canción de John Denver, que el buen hombre (le recuerdo grande y de una paciencia sobrehumana) escogió para que nos animáramos en el aprendizaje del idioma. No sé si lo reconocería. Hasta he perdido el recuerdo de su voz. La memoria es un artefacto antojadizo, pero en ocasiones comparece limpia y nos hace sentir gratitud. Esta mañana, bien temprano, he buscado el disco de John Denver y he viajado a 1980. 

19.7.24

Espiritual décimo de los lamelibranquios

 


En el momento en que la luz fue un zapato que me apretaba insoportablemente el pie decidí que cerraría  los ojos. Así me manejo a veces cuando algún dolor del que desconozco el origen y su remedio decide contrariarme. Tienen vida propia los dolores. Una vez que han dado con una casa acogedora, los hay con ciega propensión a no moverse. Medran a conciencia, se vienen arriba con entusiasmo, perpetran un saqueo severo, se jalean entre ellos cuando uno se embravece y corona alguna cima heroica. Así actúan, a lo que he visto: encuentran un cuerpo, les da igual que sea viejo y esté abatido o lozano y todavía sin fatiga, lo colonizan, perpetran escaramuzas imperceptibles por toda su red de músculos, de arterias, de vasos que se comunican y de órganos que huelen a escombro o a niebla. Primero el escombro; después ella, la niebla. Conforme avanza, el aire es agua o es fango. Cualquier cosa que impida las normales maniobras respiratorias. Su prosperidad es mi derrumbamiento. Toda mi vida tomé precauciones contra el dolor. Me animé a desoírlo, hasta pagué unas sesiones de control mental de las que solo recuerdo el amarillo suicida del diván en el que me arrojaban. Cegarme fue una medida extrema, un desvanecer la luz, un túnel dentro de un túnel, pero las grandes aventuras del espíritu humano precisan intervenciones drásticas y admito que en ese momento no se me ocurrió ninguna que la reemplazara. Tampoco ahora, aunque sea tarde. De resultas de esa pesquisa moral que ocupaba toda mi cabeza de la mañana a la noche y que ni siquiera los sueños lograban interrumpir, decidí no levantarme de la cama hasta que el dolor en los pies remitiese y mis ojos pudiesen abrirse sin que la entereza promiscua de la luz los lastimase. La vigilia se ha convertido en un jardín negro, el sol es una máquina rota en el impensable cielo. Vivo en las ruinas de mi pereza. El cuerpo humano es una construcción arcana y compleja de la que apenas sabemos nada. Se le hace poco aprecio, lo ponemos insensatamente a prueba y él recuerda, él urde su venganza, va tomando nota de los atropellos y llega el día en que abdica, se retira: ya he hecho mi trabajo, no doy para más, ha sido hermoso, haré amena la noche de los gusanos, parece decir. Yo he descubierto conexiones entre mi pie derecho y mis ojos que no son las comunes, por lo que he podido indagar. También es posible que mi oreja izquierda comunique con el dedo pulgar de mi mano derecha, pero esa manifestación sensible duró poco y apenas pude recrearme en su recuerdo y hasta es posible que la haya fabulado o pertenezca a la trama de uno de esos sueños que con frecuencia suceden en mi cabeza sin que yo pueda manejarlos. Son de pura luz los sueños, son la memoria de la luz, son el depósito de la arcilla primaria del principio del caos, cuando el mundo se desdecía y mi corazón era un caballo loco en una tormenta futura. Mi vigilia es un sofisticado entramado de repositorios metafísicos. Investigo las taxonomías de los lamelibranquios, anhelo dar con la especie única en la que se proclama la permanencia de los primeros átomos del cosmos. Ahora me duele el dedo meñique, ahora el sol que me observa. 

18.7.24

Una vida lenta


 



Nunca he estado en una quinta porteña leyendo los poemas vanguardistas del primer Borges, ni en la cubierta de un barco que atraviese el Bósforo en las postrimerías de la primera gran guerra, ni escuchado a Horowitz ejecutar una mazurca de Chopin en el Carnegie Hall. Tampoco me agasajó la vida con ver la luna sobre la calle Bourbon, pero he visto al ángel de la dicha al acomodar mi cuerpo al sofá y entender la absoluta bondad del descanso. Tengo toda mi esperanza en su plenitud. Una vida lenta es lo que uno quiere. A veces cuenta la lentitud, ese dejarse llevar, ese no estar, ni siquiera parecer que se está. La posibilidad de que pueda uno detenerse, pensar sin tener que nada de lo pensado exija revisarse o convenirlo una corrección o un añadido. Solo obedecer al cuerpo, que a veces pide un receso, una especie de intimidad que no le concedemos casi nunca. Después volver, acudir a donde se solía, saludar como entonces, beber en la barra del bar, mientras los cercanos despachan las razones de sus cosas. Se tira uno la vida entera, la vida lenta y la acelerada, buscando razones a las cosas. La velocidad es el ánimo envenenado, la condonación de lo adeudado a uno mismo, la revelación de un deseo ajeno, la imposibilidad de ser hospitalario con el tiempo y tomar de él su sustancia más dulce. 

16.7.24

Una tregua


 


Del que tenemos al otro lado del espejo sabemos poco porque no le permitimos entrar. Igual es él quien nos censura, el que no se atreve a dar el paso, el retraído, temeroso de que lo importunemos. A veces, en un gesto fugaz, miramos el espejo y advertimos que está ahí detrás, perplejo. La suya, su perplejidad, no difiere de la nuestra. O eso es lo que predecimos, a cuanto alcanzamos, todo lo que se nos ocurre idear para entablar un pequeño diálogo. Es la sombra, es la conciencia, es el que en los sueños hace lo que anhelamos. Incluso lo que ni nos atrevemos a anhelar. Es bueno pensar en los espejos, en los sueños, en lo que, a fuerza de oculto, parece que no existe. Esa es la verdadera línea roja. Toda la literatura es una tentativa de acceso a ese paraje oscuro, luminoso cuando irrumpe. Tampoco hay que desoír al que lo mira, el que afronta la verdad del espejo o su verosímil trama de engaño. Hasta dudo de que yo ahora esté escribiendo y no sea el otro quien hace escrutinio de lo que sabe y vuelva lo que más eficazmente me confunda. Le pediré hoy al espejo una tregua. Por ausentarme hasta que eche de menos al que desde su elocuencia limpia me cuestiona. Poco más que considerar: la perseverancia de la mirada, esa promesa de precursor futuro. 

15.7.24

Hay tribus ocultas cerca del río

 


Caerá el sol a plomo, sin un atisbo de piedad. Arderá la calle como si debajo pujara a conciencia el infierno mismo y todos los demonios del inframundo hablaran con sus lenguas de fuego. No habrá apenas transeúntes y los que fatigosamente se aventuren apremiarán el paso y buscarán la sombra propicia en el camino de vuelta a casa. El sol en el sur es un yunque en el aire. Regresar a casa para convencerse uno de que más valdría no haber salido. Entonces concederle al cuerpo un agasajo sencillo para que se resarza del castigo que se le impuso, convidarlo a la pereza, arrimarle el frescor que se encuentre, manumitirlo de la tiranía del sudor, pero el sopor está avanzando con codicia. Se está envalentonando. No es el placer lo que deseo, sino la certidumbre cartesiana de su expectativa. No es la reconfortante ducha, sino su promesa. No es la cerveza casi congelada, sino la seguridad de que está en el frigorífico y es más mía cuanto más pienso en ella. Esa sencilla presunción de que cualquier contratiempo podrá ser subsanado. A la realidad (tan determinada a contrariarnos a veces) se la puede vencer si no se piensa en ella. Todo queda en el pensar pesimista de las cosas. Hoy no hará calor, no será de zinc caliente el cielo, ni los pájaros volarán con el quebranto en el desparpajo lento de sus alas. 

14.7.24

Billy Wilder, las mujeres, el cine

 


De Testigo de cargo, aparte de las consideraciones cinéfilas, recuerdo el combate entre Elsa Lanchester y Charles Laughton por causa de un buen puro, y la altiva presencia de Marlene Dietricht, una especie de Alien con lápiz de labios y voz cascada que engulle a todo hombre que se le ponga al paso. Billy Wilder nunca manejó a las mujeres con brillantez. Sus féminas se limitan a ejecutar con el debido oficio el libreto, a intermediar entre el talento del director y la bondad de la obra, pero casi nunca son estimuladas al modo en el que George Cukor era un maestro o, más domésticamente, Pedro Almodóvar

“Marlene Dietrich es como la Madre Teresa pero con mejores piernas” confesó Wilder con ese tono cortado con cuchilla de afeitar"

 

Audrey Hepburn fue un capricho del galán oculto en su fachada de hombre menudo y no excesivo dotado de encantos. Tal fue el flechazo profesional que incluso privilegió la opinión de la actriz sobre la de Humphrey Bogart en Sabrina con riesgo de romper el muy delicado equilibrio de temperamentos que destilaba el elenco del film. De Bogart decía que era "un tipo terriblemente simpático hasta las once y media. Luego se cree Bogart" a lo que el actor, alcohólico a cierre de plató, recién oscarizado por La reina de África y en la cúspide de su divismo añadía: “Wilder es el tipo de director con el que no me gusta trabajar. Pertenece a esos alemanes prusianos, con un fuerte acento y el látigo en la mano. Sólo trabaja en equipo con el guionista y excluye a los actores. ¡Ni siquiera se me dijo cómo acababa la película y quién se quedaría con Sabrina!”. 

 

Shirley MacLaine fue la actriz favorita del director. Junto con el binomio Lemmon-Matthau, Wilder llevó al estrellato la pareja Lemmon-MacLaine ( Irma la dulce y, sobre todo, El apartamento ). De la hermana de Warren Beatty, Wilder llegó a declarar que era la mejor actriz que había estado a sus órdenes y lamentó no poder contar con ella en más proyectos. Por otra parte, es aquí en donde la actriz ha realizado sus mejores papeles. Y también los más laureados.

 

Marilyn Monroe era el infierno, pero valía la pena, dijo Wilder en una de sus muchas biografías. Precisaba únicamente disciplina, pero admitía que el gracejo para la comedia de la estrella era formidable. Otro asunto bien diferente era la profesionalidad, el tono dramático y la observancia de las directrices marcadas por su mano: ahí la Monroe desbarraba y daba la talla que los críticos sospechaban que podía dar, la de la rubia cañón que no tiene pudor con la cámara y que solventa las deficiencias actorales con irresistibles arranques de sex-appeal, morbo y simpatía. 

 

Más de dos millones de dólares fueron las pérdidas que la Fox tuvo por la informalidad de la actriz en La tentación vive arriba, el primer film de Wilder y Marilyn Monroe. "Sobre la impuntualidad de Marilyn debo decir que tengo una vieja tía en Viena que estaría en el plató cada mañana a las seis y sería capaz de recitar los diálogos incluso al revés. Pero, ¿quién querría verla?… Además, mientras esperamos a Marilyn Monroe todo el equipo, no perdemos totalmente el tiempo… Yo, sin ir más lejos, tuve la oportunidad de leer Guerra y Paz y Los miserables”. Con faldas y a lo loco fue la última batalla entre ambos. Marilyn Monroe cruzaba un momento difícil - cuándo no - con la sombra de Arthur Miller como marido Pigmalión. Los olvidos continuos en su diálogo y la negación a interpretar de la forma en que Wilder pedía hizo que el director fulminase toda relación futura con la actriz: "lo he discutido con mi médico, mi psiquiatra y mi contable, y todos me han dicho que soy demasiado viejo y demasiado rico para someterme de nuevo a una prueba semejante”





 

Nadie mejor que Wilder para hablar de Wilder, habla Wilder:

 

 

 

La censura

 

 

 

"Teníamos que ser muy ingeniosos para burlar a la censura y esto nos obligaba a escribir con más sutileza. No estaba permitido que un personaje dijera ni siquiera una insignificante palabrota como cabrón o hijo de perra. Una vez, a Charlie Brackett y a mí se nos ocurrió este sustitutivo: "Si tuvieras madre, ella ladraría". No se podía ver en una película a un hombre follando con una mujer con la que no estaba casado. Ni siquiera se podía ver a una pareja en una cama al mismo tiempo. Por lo que se refería a la oficina Hays (la que se encargaba de aplicar el Código de Censura sobre las películas) todos los dormitorios del mundo tenían camas separadas. Así que el problema era cómo mostrar a ese hombre y a esa mujer haciendo el amor. Alguien lo resolvió con una parte en la que la criada hace la cama del hombre a la mañana siguiente y sobre la almohada encuentra una horquilla. Lubitsch era el genio de lo que yo llamo el truco de la horquilla en la almohada. Quiere mostrarte, digamos, a un hombre y una mujer que tienen una relación apasionada. Primero, una escena en la que se besan ardientemente la noche anterior. Después... fundido en negro, y a la mañana siguiente... los vemos desayunando. Ah, pero cómo sorben el café y cómo devoran las tostadas. No cabe duda de que han satisfecho otros apetitos. En aquel tiempo, la mantequilla se untaba en la tostada y no en el culo; pero había más erotismo en esa escena del desayuno que en todo El último tango en París (1.972). Lubitsch hacía caso omiso de si la censura era estricta o flexible. No recuerdo haber visto nunca un desnudo en una película suya, ni gente echando un polvo. Hoy en día vas a ver una película y ya hay un coito mientras aparece el título... ¡en el título de la película!. A Lubitsch nunca se le hubiera ocurrido hacer algo así. Su mente no funcionaba de esa manera. Te enseñaba lo justo para excitarte... Las películas de Lubitsch no eran censurables y, sin embargo, eran mucho más eróticas que las que se hacen ahora. A veces desearía que existiera la censura, porque se nos ha esfumado la diversión, el juego sagaz que manteníamos con ella"

 

 

 

Hitchcock

 

 

 

"Me aburro si hago siempre lo mismo. Admiro a Hitchcock; pero no podría trabajar como él, porque siempre hacía la misma película. Me dije: "Ahora voy a hacer una película mejor que Hitchcock" e hice Testigo de cargo , por ejemplo. Salto de un lado a otro, como una pieza de ajedrez, siempre con proyectos diferentes... Puedo hacer distintos tipos de películas. Spielberg hace lo mismo: después de rodar una película de dinosaurios, hace una de nazis. Es muy difícil copiar o parodiar una película mía, porque uno nunca sabe bien lo que va a ver"

 

 

 

Lo violento, lo soez

 

 

 

"Es muy difícil encontrar un proyecto que me interese y que a la vez tenga probabilidades en el mercado de hoy... Ahora el público mayoritario es menor de veinticinco años y carece de tradición literaria. Prefieren la violencia estúpida a una trama sólida; los tacos, a un diálogo inteligente; el desarrollo pectoral, al desarrollo de los personajes. Nadie escucha, sólo se sientan y esperan que les asalten una serie de sobresaltos y sensaciones fuertes... Son malos tiempos. Ernst Lubitsch, que con una puerta cerrada conseguía más de lo que la mayoría de los directores de hoy consiguen con una bragueta abierta, habría tenido graves problemas en este mercado. No encajo en ningún sitio. Puede que algunos directores digan: "Si quieren películas para el público joven, también sé hacerlas". Bueno, pues yo no sé. Si uno compone valses, no puede empezar a componer de repente música disco: sonará falsa"

 

 

 

Ser director

 

 

 

"Recuerdo perfectamente el día en el que dedicí ser director. Fue cuando vi una película cuyo guión yo había escrito para la UFA, en Alemania. En la película salía un club nocturno que tenía un gran cartel en el exterior: "Es obligatorio llevar zapatos y corbata". Había dos porteros, que miraban a las personas que entraban para ver si llevaban zapatos y corbata. En uno de los gags que escribí, un hombre llevaba una barba larga; el portero lo para y mira debajo de la barba para asegurarse de que lleva corbata. Cuando fui a ver la película, me encontré con que el director le había puesto a ese actor una perilla; ya no había una barba que levantar para mirar debajo. El director conservó el chiste porque creyó que seguiría siendo divertido; pero ya no tenía gracia. Así que dije: "hasta aquí hemos llegado". Uno debe recordar, como guionista, que nadie va a leer lo que escribe. Por eso me hice director, porque nadie leía mis guiones"

 

 

 

Sueltos:

 

 

"Trabajar en el cine era vergonzoso, era lo más despreciable. Gracias a Dios se inventó la televisión"


"Lo más importante es tener un buen guión. Los cineastas no son alquimistas. No se pueden convertir los excrementos de gallina en chocolate"


"Lo único que me partiría el corazón sería que me quitaran la cámara y no me dejaran volver a hacer películas"


"He hecho películas que a mí me hubiera gustado ver. Y yo sólo quiero ver películas que me entretengan"


"Hay algo sorprendente: cuando reflexiono sobre todas mis películas, me llama la atención que, en las épocas en que estuve deprimido hice comedias. Y cuando me sentía feliz, rodé temas más bien trágicos. Quizás intente inconscientemente compensar cada uno de mis estados de ánimo"


"Normalmente, cuando te encuentras con una persona que parece insignificante y que no llama la atención se dice: detrás de esa fachada, hay más de lo que parece. En mi caso sucede lo contrario: detrás de mi apariencia hay menos de lo que parece"


"Para hacer una película hay una sóla regla: sólo hay que hacer aquello que sea de utilidad a la película"


"Un director tiene que ser policía, comadrona, psicoanalista, adulador y bastardo"


"La televisión es lo más maravilloso que podía habernos sucedido. Siempre hemos sido lo más bajo de lo bajo, pero ahora han inventado algo a lo que podemos mirar desde arriba."

"El exilio no fue idea mía, sino de Hitler"


"Si usted cree que tengo acento, debería haber conocido a Ernst Lubitsch (...) Pero tenía un oído estupendo para las expresiones y el argot americano y, como decía Van Gogh, o tienes oído o no lo tienes"


"Al público no hay que dárselo todo masticado, como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos... y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones"


"Una vez me preguntaron: ¿Es importante que un director sepa escribir?, y yo respondí: no, pero sí es útil que sepa leer"


"En mis películas no hay grande movimientos de cámara ni puntos de vista destinados a demostrar que soy un director de cine. [...] En Europa, un director puede tomarse todo el tiempo del mundo para crear una atmósfera, y meter un montón de escenas de nubes que se disuelven; pero el público de aquí, si les muestras las nubes por segunda vez, espera ver entre ellas un aeroplano"


"Me gustaría morir a los 104 años, completamente sano, asesinado por un marido que me acabara de pillar, in fraganti, con su joven esposa"


"No tengo tiempo para considerarme un inmortal del arte. Hago películas sólo para entretener a la gente y las hago tan honradamente como puedo"


"Marilyn no necesita lecciones de interpretación; lo que necesita es ir al colegio Omega, en Suiza, donde dan cursos de puntualidad superior"


"Me han preguntado si volveré a trabajar con M. M, y tengo una respuesta clara. Lo he discutido con mi médico, mi psiquiatra y mi contable, y todos me han dicho que soy demasiado viejo y demasiado rico para someterme de nuevo a una prueba semejante"


"Marilyn era un absoluto genio como actriz cómica, con un sentido extraordinario para los diálogos cómicos. Tenía ese don. Nunca después he vuelto a encontrar una actriz así."

"Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la II Guerra Mundial. Hay una cierta semejanza entre las dos: era el infierno, pero valía la pena"


"El problema de Marilyn es que se enamoraba con mucha rapidez. No era la clase de mujer que se supone que debe ser un símbolo sexual, y eso la mató... Marilyn era una mezcla de pena, amor, soledad y confusión"


"Marilyn Monroe era de carne, y se fotografiaba de carne. Tenías la impresión de que bastaba con alargar la mano para poder tocarla"


"Si hay algo que odie más que el que no me tomen en serio es que me tomen demasiado en serio"


"Tengo diez mandamientos. Los nueve primeros dicen: ¡No debes aburrir!. El décimo dice: tienes que tener derecho al montaje final de la película"


"Es aburrido ver a alguien entrar en una casa por la puerta. Es mucho más interesante cuando alguien entra por la ventana"


"Los austríacos han conseguido el malabarismo de convertir a Beethoven en austríaco y a Hitler en alemán"


"Un húngaro es alguien que entra contigo en una puerta giratoria y sale antes que tú"


"Creen que la lentitud y la solemnidad son sinónimos de profundidad"


"Escribir un guión no es esperar a que llegue la musa y te bese en la frente; es un trabajo muy duro. He hecho ambos trabajos, y sé que dirigir es un placer y escribir un guión es un rollo."

"Del mismo modo que todo el mundo odia a Estados Unidos, todo Estados Unidos odia a Hollywood. Existe el profundo prejuicio de que todos nosotros somos tipos superficiales que ganamos diez mil dólares a la semana y que no pagamos impuestos; que nos tiramos a todas las chicas; que tenemos profesores en casa que dan clases a nuestros hijos de cómo subirse a los árboles; que cada uno de nosotros tiene dieciséis criados y que todos conducimos un Maserati. Pues sí, todo esto es verdad. ¡Aunque os muráis de envidia!"


"Todos los días miro las esquelas de los periódicos y me fijo sobre todo en la edad del muerto. La mayoría son más jovenes que yo. Me asusto y pienso: a lo mejor, lo único que sucede es que se han olvidado de mí"


"Si el Cine consigue que un individuo olvide por dos segundos que ha aparcado mal el coche, no ha pagado la factura del gas o ha tenido una discusión con su jefe, entonces el Cine ha alcanzado su objetivo"


"He vivido la época en que se temió que el cine se viera desplazado por la novedad de la televisión. Pero no he compartido ese miedo porque sé que la radio y los discos no pueden destruir la ópera. La televisión no ha podido acabar con el cine porque la gente quiere estar allí, quieren ser los primeros, quieren oir las risas de otras personas"


"Las mujeres más interesantes en una película son las putas"


"Esas cosas horribles que son tan necesarias y que hacen a la gente millonaria -me refiero a los efectos especiales- no las sé hacer, no sé rodar choques de coches... En esta época, por lo que respecta a los argumentos, creo que ya está todo inventado. Ahora se hacen remakes."

"Quizás El crepúsculo de los dioses es una película cínica, pero para mí esa película es Hollywood; el guionista, el agente, la estrella olvidada, todos eran retratos del natural."

"Antonioni seguro que es un gran director, un gran artista. Pero en lo que a mí se refiere, soy incapaz de mantenerme despierto"


"Sobre Ingmar Bergman debo decir que los críticos no tienen ni idea de lo que está diciendo, pero, pese a todo, les chifla... Existe una asociación internacional de ese tipo de críticos, capaces de extasiarse ante el asno muerto de Cocteau envuelto con telas encima de un piano"


"Comprendo sin dificultad por qué Godard ha podido por sí sólo exterminar varias empresas productoras"


Un epitafio


En su epitafio se puede leer: "... soy escrito, pero nadie es perfecto".

 

Unas Sonus Faber

  Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...