5.7.24

Camino hacia los platillos volantes de la mano de mi madre

 


LysergickArt / ilustración 

Escribir en vez de leer. Leer en lugar de salir a pasear. Ver cine cuando poder  tomar café en un bar. Hablar cuando debo escuchar. Leer en vez de escribir. Salir a pasear en lugar de leer. Tomar café en un bar cuando podía ver cine. Escuchar jazz de los treinta cuando se podría inclinar el apetito a los valses de Strauss. Los días son cortos. Andan persiguiéndose, se abrazan, se muerden, fornican. El tiempo no nos sacia. Es lo único que no sabemos qué es. Uno persevera en sus vicios y la realidad ejerce el virtuoso plan que un dios rudimentario y caprichoso le encomendó en algún oscuro principio de los tiempos: incomodarnos, no servirnos, agazaparse en la sombra y darnos palos cuando menos lo esperamos. Soy trascendente, una trascendencia novicia, recién adiestrado en el abismo: tengo el ánimo metafísico, tengo planes nobles para mi alma, tengo la sensación de que soy único y de que estoy malgastando miserablemente el tiempo escribiendo cuando podía leer en lugar de estar paseando o viendo cine cuando podía estar tomando café en un bar, pero soy más feliz cuando dejo la metafísica y sencillamente me dejo vivir y no disimulo la felicidad absoluta de esa certeza. No estoy casi nunca absolutamente feliz con nada de lo que hago si me paro a pensar en qué estoy haciendo. Pensar es una actividad de riesgo. Pensar es una invitación al desorden, una desobediencia moral. Escribir es ordenar el riesgo, considerar las amenazas. Vivir es siempre algo que no coincide con lo vivido. Las vidas que deseamos son las ajenas, casi nunca las nuestras. Sólo es nuestro lo que perdimos. Se vive el margen, se vive afuera. Lo ideal, lo que he concluido que puede liberar mi poco satisfecha mente, es no pensar en que hacemos algo sino hacerlo. No escribir sabiendo que estamos escribiendo y razonando los motivos de la escritura y no salir sabiendo que estoy saliendo, razonando los motivos de la salida. No leer sabiendo que leemos. No pasear sabiendo que paseamos. No se tiene conciencia de que respiramos o de que un pie avanza y el otro inapelablemente lo sigue. Vivir un poco sin metafísica, aunque en el fondo todo se deje gobernar por la metafísica. Vivir como si fuésemos incapaces de hacer otra cosa. Como si vivir sin tramas subsidiarias, escasamente interesados en llegar adentro, en conocer quién mueve los hilos de esta trama, eso del dios que detrás de dios la trama empieza que hace tiempo me sabía de memoria y ahora, quién puede decirme las causas, ya no recuerdo. La sensibilidad es una especie de tormento. La inteligencia es una especie de tormento. Escribir es una especie de tormento. En el caso de que yo sea sensible e inteligente, en ese modus operandi fácilmente desmontable, admito que alguna vez he disfrutado muchísimo la metafísica. He sentido un quebranto dulcísimo en el pecho. He hablado con algún dios sin que intermediara la iglesia  ni los evangelios de los libros de misa. He sido deliciosamente blasfemo al mirar al infinito y haberme sentido elegido para entender alguna brizna del argumento metafísico absoluto. Lo natural no es la metafísica: lo sencillo hubiese sido no escribir, no dejar constancia de nada para que luego puedan echárselo a uno en cara o para que los demás sepan cómo soy sin que yo tenga idea de cómo son ellos ni tampoco yo mismo. Es cosa de que escriban, no cuesta tanto. Me gusta ese desorden moral: el ofrecerme, el darme, aunque como el tahúr enamorado de su manga sonría hacia adentro al pensar que escribir es siempre una impostura: que estoy abriendo un pecho que no es mío, que es de otro del que se informa. Camino hacia los platillos volantes de la mano de mi madre. No habremos salido del útero todavía. Seguimos en ese limbo dulce. Estamos en la oscuridad sin dios ni fracaso. Los dinosaurios no saben que hoy es el primer día de nuevo. 

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