Sin que el autor sea amigo de las metáforas, eso confiesa en un poema, hay muchas en su libro. Casi no son materia recitable cuando acuden, sino un pequeño arrimo a una conversación de barra de bar. Más que leer, uno cree estar escuchando la voz del poeta. Cuenta la transmisión oral, cierto apego a la literatura popular, que en palabras suyas, no podría ponerse en la piel de quien no conoce (por lejano, por ajeno) y sí, con sobrado oficio, en los que están a la vera suya, en su trajín provinciano, sutil o abrupto, según a qué aplique su sesgo lírico. En Pecados veniales, mi poema favorito, Martínez Clarés hace de Mercedes una contemporánea Beatriz, siendo él (en los breves versos, ningún poema es extenso) el atento Dante comisionado para registrar la fascinación de estar vivo y sensible a los primores de la realidad. Eso hace el poeta: se aposta a conciencia frente al tumulto de la vida y hace un escrutinio privado de su vértigo y de su fiebre.
Música de carreteras (Premio Rafael Morales 2019, Colección Melibea, Talavera de la Reina, 2020) es un alarde generoso de episodios íntimos, qué libro de poemas no lo es, por mucho que el poeta se enmascare o eluda comparecer a las claras. El paisaje no es responsable de los ojos que lo miran, cuenta un verso. Se puede tomar el conjunto como el hilo narrativo de un personaje impostado, creado a posta, ocupado en constatar el dolor y el júbilo, sin que esa delicada operación le exponga más de la cuenta. Pero Martínez Clarés se pringa, da de sí cuanto puede. No se arroga la empresa de consignar la penuria de los refugiados, no se cree facultado para contar cuanto no conoce. De ahí que uno agradezca la honestidad brutal de sus poemas: es el poeta exhibido sin doblez, es su sensibilidad la que se desnuda. No hay ninguna cortina de humo tras la que guarecerse, es un hombre el que escribe, a pesar de que diga no gustarse demasiado (eso no nos importa) y que se cae mal o no se cae muy bien del todo. El poema nace (añado yo) cuando el poeta esté enfrentado a sí mismo. La literatura es una extensión de esa zozobra generosa.
No crea el amable lector que este poemario carece de virtudes estrictamente líricas, por más que el aliento verbal lo impregne y haya una trama novelística, si uno sabe hurgar. El poeta (el narrador, vienen al caso ambas facetas creadoras) entiende (vuelvo a sus versos) la vida a medias, lo cual asegura que transcriba esa incertidumbre suya con titubeos narrativos, con visible pudor cuando la vida nos abruma y hace que flaqueemos y no sepamos con qué herramienta medrar en ella. Los materiales que usa en su morosa orfebrería son comunes y conocidos: árboles, carreteras, barras de bar, niebla, recuerdos, viejas bandas de rock and roll, poetas laureados, viejas fotografías de la infancia, bourbon, estampas de su pueblo, libros, seres mitológicos... Lo que hace el poeta es rendir cuentas consigo mismo y, a criterio de quien se deje, hacer que nosotros saldemos las propias y hagamos recuento del viaje, no muy distinto al suyo. Así que el poeta invita a Hopper, a Forges, a Status Quo, a Charlie Parker, a Verlaine, a sus adorados 091, a Virginia Woolf, a Hopper o a mi imperecedero George Kaplan. Debió cuidar mucho a quién invitar a su casa, pero todos ejecutan su parte de la trama con pulcra eficacia. Hay un juego precioso entre lector y poeta. Viene a ser algo parecido a esto: yo cuento lo que me se ocurre, lo escribo a mi manera, hablando en plata (otro estupendo poema), sentencio cuando puedo (no siempre está la mente ágil, hay veces en que cuesta dar con las palabras) y espero a que alguien venga y se deje contar. Es fácil ese recado, el de leerlo. No porque sea una literatura fácil, aunque la forma sea asequible, en apariencia, y eluda a conciencia el retruécano o el lenguaje alambicado, sino porque hay una cercanía, un haber estado ahí y sentida esa misma fascinación por las mismas repasadas cosas.
Igual que uno no recuerda mucho de algunas de las cosas que ha vivido y tan sólo posee la sensación de que algo de ellas le pertenece, no mucho, la verdad, así transcurre la existencia del poeta, poniendo en claro, como haría Jorge Guillén, procurando un inventario episódico y lírico, fundando un territorio personal y reconocible: Martínez Clarés es albacea de sí mismo, una especie de notario doméstico que da carta pública a lo estrictamente reservado y propio. Torpe instrumento es la poesía, si pobre es el poeta, pero he aquí la firmeza y la grandeza de la escaramuza de escribir, de hacer constar el crujir de los huesos cuando la edad nos abate o el peso del amor cuando de pronto lo creemos flaquear o la sobrevenida tristeza que nos asalta cuando las fotografías del salón retratan cadáveres (Un post-it en la nevera, otro formidable poema). En palabras de George Steiner, la verdadera poesía carece de límites y el poeta de verdad, cuando está centrado en su trabajo y lo vierte con franqueza y apasionamiento, hace que se eche al lado cualquier crítico. La fuente de su inspiración es esa franqueza, que es el dominio de su campo de trabajo: su memoria, Gor (su pueblo y su gente), y la poesía, que lo entrecruza todo y hace que emerja un narrar costumbrista en tramos y también lírico sin interrupción. También el cine visto, la música escuchada, los libros leídos, la vida tomada como un regalo al que hay que rendir obediencia y respeto. Por eso suena limpio el discurso poético: porque habla de escuelas de barrio, de mapas de carreteras (que son los ríos de Manrique, por si no se habían dado cuenta) y de héroes de andar por casa (que son los hombres sin honduras ni metafísica, los que filosofan sin decir una palabra de más de tres sílabas). De ellos admira que no les haya podido la distancia ni el desaliento, como a los poetas que pueden todo: él dice carecer de esa facultad y sabe sus limitaciones, pero son los mimbres del pudor los que escriben. Mimbres de una poesía que debe sonar bien al ser recitada. No hará falta que el lector imposte la voz o tenga que trabajar la dicción hasta que dé con el timbre idóneo. Es de leer con la voz de a diario. Un poco expresionista, con la vocación de traer a la vez la luz y la sombra, Música de carreteras es literatura que no debería envejecer. La gente feliz lee más despacio.
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