18.5.19

Una invitación a la alegría



Hay un momento en el que uno debe elegir entre la realidad y el deseo. Como coinciden en menos ocasiones de las que se quisieran y el tiempo no tiene criterio ni corazón, urge la elección, apremia postularse, afiliarse con convicción a un lado de la balanza, incurrir en el riesgo, afrontar seriamente el modo en que vivir sea lo más parecido a un festejo. No recuerdo a quién leí que la memoria es un truco para no perder lo que se ha vivido.

También es estimable zafarse del pasado, acometer con el más fiero anhelo  el presente y esperanzarse en que el futuro no nos arruine ninguno de los planes urdidos para andar esa travesía incierta. El truco podría consistir en prendarse de la belleza, cubrirse con ella, contar con ella para perderse o para encontrarse, apreciar su plenitud y su esplendor. No sé si ésa es la vía para sanar los rotos que vivir produce. No sé mucho o sé bien poco, la verdad. Sólo poseo algunas certezas y ni siquiera las considero una propiedad fiable. Suelen mudarse, viran a su contrario, lo cual es una manera lúdica de reinventarse a diario y no caer en esa autocomplacencia dañina del quien lo tiene todo claro.

Ahora que abundan las terapias del yo, los prontuarios sentimentales de escaparate y conferencias de psicología exprés, dudo que haya un resurgimiento sincero de la humanidad sensible, si es que alguna vez existió tal cosa. Utopías calzadas al pie del discurrir de la Historia. Hay infinidad de formas que describen la felicidad y dudo que ninguna quepa en un texto. Son muchos los textos. Muchos los argumentos, las tramas de lo vivido y de lo ocupado en vivir. La realidad y el deseo son paradigmas complementarios, logaritmos de una ecuación cuyo propósito nos es ajeno.

La religión planea las respuestas, pero la fe tampoco obra siempre a carta cabal los prodigios. Marra en lo fundamental, no responde a todas las preguntas. Quién las responde, me interrogo. Los que de verdad la profesan son afortunados, poseen una bola extra en el cajón de la máquina.
No se puede solicitar, no hay un método. El deseo es la sublimación del amor. Se puede amar a Dios y desoír el amor profano, el pedestre y diario.

Se repite uno sin viciado entusiasmo estas instrucciones, las protege del arbitrio infame de la barbarie que nos asola, cree falazmente en su bondad, pero decae el ánimo, no funciona al antojadizo capricho de la voluntad. Por eso hoy al comprar poesía (Manuel Vilas, Raymond Carver) he sentido el alborozo de esa felicidad. Soy un lector de poesía más que su débil obrador, soy un feligrés al acecho de la inminencia de la epifánica irrupción de la belleza, que es un trasunto tangible del deseo.

Arde lo que importa, así que no nos vence el fuego, ni nos intimida; camina con nosotros, como pedía Lynch, nos escolta, nos da esa comisión de pérdida que va indisolublemente de la mano de cualquier evidencia de ganancia. El juego premia al que comprende que no hay ganadores ni vencidos. Que únicamente importa estar en el elenco de elegidos. Que vivir es construir el templo y derribar los altares. Que morir no es una consideración relevante. Que la naturaleza de la trama es inasible a la razón. Que la realidad es un festín. Que el deseo, se aplace o se pierda o se alcance, es la sublimación pura de la existencia. Que hoy sábado, con mis libros en la bolsa, volviendo a casa, estoy celebrando la belleza, hocicado groseramente en ella, feliz por el milagro de las palabras, convencido de que esta luz de la terraza en la que escribo es una extensión de mi cuerpo, una invitación a la Alegría.

En mis cascos, de fondo desde que empecé a escribir en el recurrido iPhone, escucho la tercera sinfonía de Górecki. Paradójicamente una de las piezas más tristes (y hermosas y liberadoras) que he escuchado nunca. Canta Beth Gibbons, alma de mis adorados Portishead. Ahora voy a poner pop. El sol de hoy en Córdoba huele a música pop.

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