13.12.18

Defensa de la alegría / Pensando en Benedetti, en Eliot y en K.





La felicidad debería tener un mapa genético. Parece que funcionan si se tienen a mano para prevenir enfermedades o para hacer que desaparezcan si irrumpen. Quizá lo haya y yo esté únicamente evidenciando mi ignorancia. Nunca se me ocurrió que mapas y felicidad fuesen fácil de casar, como si una cosa llevase a la otra. Amé los mapas cuando no entendía lo que significaban y todavía hoy siento un placer que no sabría explicar bien cuando abro un atlas y el dedo va recorriendo los sistemas montañosas y las ensenadas, el curso de los ríos y la presencia de un populoso núcleo urbano, pero los mapas ya no son lo que eran, ya no invitan a ningún viaje, no se miran en papel, no hay libros grandes en las casa con mapas dentro, incluso la palabra cartografía está perdiendo su ímpetu, su naturaleza aventurera. En cierto modo se ha perdido esa voluntad mágica de querer ver más allá de lo que la evidencia ofrece. No sé de genética mucho más de lo que necesito, pero alcanzo a comprender que en ese baile de moléculas, de cuerpos que se abrazan y se alejan en el caos infinitesimal de la materia, debe estar la llave de algún logro sentimental al que no hemos llegado aún. Nos malogra ese milagro la contundencia a veces brutal con que la realidad nos atenaza, nos impone su crudeza, cuando la realidad debería ser un obsequio, un regalo precioso, un don. La realidad, de maleable que es, resulta incómoda, de poca o ninguna constancia, de fácil vuelo, como si nosotros, sus inquilinos, no mereciésemos habitarla, consentir que nos zarandee y nos apremie a que, conforme los años nos van formando, la entendamos. Lo dejó escrito Eliot: la realidad es insoportable, "human kind cannot bear very much reality", cito de memoria. Lo real, con sus primores, con sus trabas, con su destreza en contrariarnos cuando se le ocurre, sin que precise empecinarse, sin empeño a veces, sólo por incomodar, por dejar claro lo frágiles que somos, lo expuestos que estamos, el poco o ningún asiento del que disponemos, pero lo real es también milagroso, me dijo K. Con lo de ser felices se han perdido muchas oportunidades de estar alegres, añadió. Se obstina la gente en alcanzar la felicidad cuando no existe tal cosa, se deshace nada más irrumpir, ocupa un lugar pequeño y permanece un tiempo breve, es algo que se sabe, aunque no hacemos caso, proseguimos en el vicio de ese deseo, el de ser felices, no el otro, más sencillo, de manejo más fácil, también de presencia más frecuente, el vicio de la alegría. Y se defiende la alegría, se hace militancia en ese oficio, como Benedetti, que fue el poeta de la alegría o del entusiasmo por vivir y lo dejó también escrito. La defendió de la rutina y del escándalo, la defendió del pasmo y de las pesadillas, la defendió de la melancolía, tiro de memoria otra vez, creo que hoy ando fino, no siempre sucede así, hay veces en que la memoria desbarra, va a lo suyo, no obedece,  no cuenta con uno, ni lo mira siquiera, parece de otra la memoria, no hay manera de que se avenga a razones, la pudre el olvido, que es un bicho malo. De ahí Bendetti, tan lírico y tan vital; de ahí Eliot, un poco más triste, Eliot siempre fue un poeta más concentrado en la melancolía, uno de esos poeta tirando a filósofo, buscando meses crueles (abril es el peor de todos) o tierras baldías, empobrecidas y sin atender, como si ahí anduviera la razón última de las cosas del hombre. Tal vez esté, quién sabe. Esas cosas sólo lo saben los poetas, y no todos. 

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