31.12.17

En el mejor de los mundos posibles



                                                               Ilustración: Brieva


En esto de cerrar un año y abrir otro hay mucho marketing. En realidad no hay variación, ni mudanza, ni percepción fiable de que los astros se conjuren para abrirnos los ojos y hacernos más felices de lo que éramos. La infelicidad con la que se nos trajea a diario, esa sensación de que podemos vivir mejor o de que es otra y no la nuestra la vida que merecemos, decae cuando rivaliza con otra infelicidad mayor, de modo que una, la menos grave, baja de rango, se deshace a poco que pensamos detenidamente en ella. Creer que una fecha en un calendario va a conducirnos a una existencia más confortable o alegre o plena es un anhelo legítimo, al que propende fieramente el alma necesitada, pero no hace que se incline el favor del cosmos o de Dios o del antojadizo azar, tan ladino y cuco, tan irresponsable y volandero. De todas formas, no cuesta trabajo pedir en voz alta, audible y elocuente, que se nos concedan los favores y empecemos el año nuevo con abundancia de placeres, con la gracia de la bondad y con la bendición de todos los invisibles santos del callado cielo. Lo pedimos por si se nos escucha, quién sabe, por si lo solicitado cuadra en la trama celeste y se nos permite participar del festín de la dicha, ese cuento con el que nos hacían conciliar el sueño cuando pequeños. Es al dolor para lo que no se nos instruye. Estamos hechos para las dulzuras del mundo. No tenemos esa cultura, la del dolor. En su lugar, tenemos la cultura de la fe, y no necesariamente fe religiosa, da igual el credo y las imágenes, es la fe como asidero, como refugio, como bálsamo, como alimento, como placer también. Agrada tener fe, disponer de ese orden espiritual. Entrar el año es poner esa fe en danza, darle vuelo, izarla, hacer que concurra su concurso y de alguna manera haga escrutinio favorable en nosotros. En cerrar un año se tarda lo que en abrirlo, son estadísticas huecas, no sé si útiles en algo más allá de la invención del festejo o de su conciliación con la necesidad de que haya cosas que festejar. Hoy he tenido la confidencia de dos personas cercanas sobre su malestar por este exceso de armonía y de abrazos y de fraternidad. Desconfiaban, cada uno a su manera, de la filantropía y del amor, de la bondad y de todas sus zalameras criaturas. En el fondo, anhelamos la luz, la queremos a nuestro lado, son veneno las sombras. Y si usted no es feliz, se le obligará a serlo, esto es el goce perpetuo, este mundo es el mejor de todos los posibles, etc. Muy al contrario de lo que pudiera parecer, este servidor desea que el año que principia en unas horas sea bonancible y que la salud nos conforte. Lo desea sin saber si llegará a algún negociado de favores esta petición mía, si lo que yo pido tendrá más merecimientos que lo pedido por otro, si mi voz pequeñita puede oírse en las alturas, si de verdad todo esto cuenta para algo y tendremos ventaja en el reparto de dones. No sabe uno, nunca sabe, no tenemos a mano respuestas, sólo manejamos las incógnitas, son demasiado complejas las ecuaciones, no nos enseñaron a despejar las equis, son muchas las equis, estamos a punto de empezar de nuevo, será que al final lo que consuela es la ficción de que es posible empezar de nuevo y el uno de enero nos conforma. 

30.12.17

Frenadol blues

Andaba estaba mañana enredado en una página seria en apariencia en la que se contaba amenamente que unos científicos han descubierto que el tiempo puede fluir hacia atrás. Me iba entusiasmando con la idea de que el trasegar de las horas no fuese una línea continuamente lanzada hacia adelante cuando un anuncio de Frenadol rompió ese idilio mío con la ciencia. Como uno no está suelto en el manejo de la cosa cuántica y cuesta entender el mapa subatómico de la realidad, un anuncio a destiempo puede descolocarte del todo. Torpe como a veces soy, no supe apartar esa intrusión, no hubo manera de que el video de Frenadol desapareciera de mi pantalla, así que decidí cerrar la página, vinculada a un diario bien conocido, y clicar de nuevo, sobre todo por ver si la invasión publicitaria no regresaba. Baldío intento, inútil anhelo. Frenadol volvió por sus fueros, ocupó un cuarto de mi pantalla, me disuadió a las bravas del interés grande que me animaba, me impidió acercarme a la ciencia y entender la filosofía del tiempo. Ver Dark tampoco ayuda. Dark, ya saben, una serie alemana estupenda, una especie de Ministerio del Tiempo o de Stranger Things o de X Files, pero sin concesiones a la dulzura, muy cruda a veces, absolutamente desconcertante. En mis pesquisas matinales, tras ir al súper, ver a mi padre y arreglar un poco el cuarto de los libros, donde escribo y escucho a Brahms (el Réquiem inglés, una maravilla, una inyección de paz) he vuelto a la mecánica cuántica, sobre la flecha termodinámica del tiempo y sobre la madre que parió al big bang. De verdad que pongo interés, mucho la mayoría de las veces. Soy un frustrado estudiante de Ciencias que vio la luz en Borges, en Cortázar y en Lovecraft en la edad en que otros despejan incógnitas en ecuaciones muy complejas. Lo de Frenadol me ha dejado k.o. Juro que en adelante vuelvo a la poesía romántica inglesa. En esa epifanía de la realidad no hay temor de que se incruste un anuncio. Al menos de momento, quizá sólo por ahora, no tengo confianza en que todo se impregne de comercio, no habrá nada que podamos salvar de la quema. Ni siquiera la poesía, ni la filosofía, ni la remota esperanza de entender qué coño hacemos en este mundo.

La historia más hermosa del mundo / Un cuento navideño

Todos los años volvemos a Bedford Falls. Cada uno de nosotros lleva un cuento bajo el brazo. Este es el mío. Es la historia más hermosa del mundo, aunque yo la afee al transcribirla. No parece un cuento de Navidad y es probable que tampoco lo sea, pero al final hay un poco de luz y tintinean las campanas en el árbol y George Bailey sonríe. Los demás cuentos están aquí. Es posible que ya los hayan leído (José Antonio los volcó en Nochebuena) pero por si acaso, por si no tuvieron tiempo, por si todavía les apetece. 

LA HISTORIA MÁS HERMOSA DEL MUNDO
Fue Jorge el que encontró la pistola en el cajón en donde su padre guardaba los puros, la baraja de cartas y una petaca pequeña a la que no le faltó jamás buen whisky. No era un cajón que un niño abriese, ni ése ni otros. Jorge siempre había sido un chico discreto, no inclinado a meterse en líos, conforme con estar en casa y ver a los otros niños desde el cristal, abrigado con su batín de Mickey Mouse, el que le regalaron en el hospital  dos de las enfermeras que le habían cogido más cariño. En un bolsillo del batín cabía la petaca. Apretó bien la rosca de la botella de metal. Había visto a papá usarla a escondidas. Recordaba que era eso lo que hacía después de despacharse un buen trago: apretar bien la rosca, comprobar que no se derramaría en el cajón. La pistola entraba bien en el otro bolsillo del batín, pero no tenía instrucciones sobre ella. Ninguna, al menos, de uso inmediato. Disponía de su silla de ruedas (cómoda, último modelo, regalo de una tía a la que recordaba vagamente y de la que hablaban en casa que moriría sola y lejos), y podría, en caso de urgencia, esconder una de las dos adquisiciones, la petaca o la pistola o ambas, entre su cuerpo y el respaldar. No cogió los puros porque no le gustaba el olor, más tarde el agente de la policía diría que se los dejó porque no encontró un mechero a mano. Jorge tenía ante sí un sábado enorme con los padres afuera y una petaca de whisky y una pistola a su disposición.
Cristina, casi una más de la familia, la empleada del hogar, trajinaba en la cocina. En un día tan especial no haría horario completo. Laura le había prometido que a mediodía, en cuanto ellos llegasen de hacer unas visitas, podría largarse a casa. Víctor le tenía preparada una cesta pequeña. Una botella de cava, unos turrones, unos bombones. A Jorge le pareció bien empezar con Cristina. Ella tendría el honor de ser la primera en asustarse. Tenía tiempo suficiente. Sus padres llegarían sobre la hora de comer. Estaba recogiendo los platos. Una vez la escuchó quejarse sobre ese tipo de trabajos. Hablaba con amigas a escondidas en el jardín. Una vez escuchó a su madre quejarse sobre lo mucho que usaba el teléfono. Lo normal (decían) es que no tenga jamás el teléfono disponible. Si a Jorge le pasa algo, ella no se darácuenta. Estará de cháchara con sus comadres, contándoles lo mal que la tratamos. El padre no era tan severo. La apreciaba sinceramente. En los años en que servía en casa no había discutido nunca con ella, no se había presentado la ocasión. Ya lo hacía Laura, se bastaba Laura. Mientras no descubriera que se la tiraba, se conformaba. La primera vez lo hicieron en la cochera, en el asiento de atrás del Jaguar. No fue premeditado, vino así, no se piensas las cosas, dijo él después, no se levanta uno pensando en eso, yo amo a Laura, no soportaría que me dejase, no podría vivir lejos de Jorge. Cristina lloró después de subirse la falda y adecentarse un poco la blusa. Le creyó y creyó que era una buena persona. Mientras la montaba, en cada furiosa y nerviosa embestida, imaginaba a Laura reprendiéndola por no haber colocado bien los cubiertos en la mesa o por no tener bien planchada las camisetas de Jorge o por no mantener caliente el agua de la bañera sabiendo lo que le molesta al niño que esté fría. Pensaba en Laura montada por Víctor, pensaba en si disfrutaría o no. A ella no le pareció nada del otro mundo, pero le agradó la sensación de poder, la irrupción repentina de una novedad en la casa. Cinco años sin novedades queman mucho, le comentó a Luisa, su mejor amiga, con la que se desahogaba en el jardín cuando Laura se ponía impertinente o cuando Jorge la miraba con desprecio. Es un niño, pero es perverso, nadie parece darse cuenta, le ríen las gracias, pero yo lo he calado, sólo hay que fijarse en cómo me mira o cómo le responde a veces a su madre, le dijo un día. Cualquier día de éstos cojo la puerta y me voy,  le confesó. Lo del Jaguar hizo que lo pensara mejor. Tampoco le hizo ascos a un par de hostales muy retirados, en la periferia, a donde iban de cuando en cuando, sin hablar mucho. Nunca es fácil ser la sirvienta, nunca se sabe cuándo se cansarán y la plantarán en la calle. Se había acostumbrado al buen sueldo y al trabajo, no muy exigente, la verdad. Jorge era una criatura odiosa, pero hablaba poco, al menos hablaba poco. Sirvió en una casa en la que el niño no la dejaba a sol ni a sombra, como se dice.
Fue ella, Cristina, la que se despidió, agotada. En casa de los Alonso encontró un poco de lo que anhelaba. No al principio, no confiadamente, con la seguridad del que cree haber encontrado un hogar, pero sí un techo eventual y confortable. No le asustó ver a Jorge con la pistola cogida con las dos manos. Recordó las películas del Oeste y no le dio más importancia. Los niños juegan a ser pistoleros, hacen el ruido de las balas cuando salen del cañón y soplan la boca del arma cuando ha sido disparada. Lo de beber a morro de la petaca le pareció más inquietante. La habrá rellenado de agua. Es muy fácil pensar, conjeturar, inventar una realidad cuando la realidad no nos cuadra. Eso fue lo último que pasó por su cabeza. El disparo no amedrentó a Jorge. Lo celebró con un trago largo de whisky. Hasta eructó. Eso hacía papá a veces. Era de hombres. Más tarde, un agente dijo que lo normal habría sido acertar al cristal de la ventana o darle a la televisión de plasma que estaba un poco más arriba. El puto crío le dio en mitad de la frente, ojalá tuviese yo esa puntería, joder, comentó entre dientes, sin creerse a las claras qué se le habría cruzado por la cabeza al muchacho. Mamá cayó en la cochera. Las bolsas del súper estaban desparramadas cerca del Jaguar. Olía a sangre mezclada con ginebra. A Laura le encantaba servirse sus buenos gintonics tras el almuerzo o a media tarde o antes de irse a la cama. Hoy está todo cerrado, terció un segundo agente. Las tendría en el maletero del Jaguar, no sabemos de dónde vendría, pero sabemos que lo último que hizo fue coger esas bolsas. A Jorge no se le vio afectado, no hizo ni un gesto de arrepentimiento, nadie vio que llorase o se le empañasen los ojos. Uno de los forenses advirtió que estaba ebrio o todo lo ebrio que puede estar un niño de ocho años que se ha despachado una pequeña petaca. Huele a whisky que tumba, cerró un agente. El batín de Micky Mouse estaba sucio de vómito. Lo raro es que no se haya desmayadoYo conozco un chaval de unos amigos que casi la palma. La petaca vacía y la pistola fueron recogidas en las bolsas de rigor. Serían una prueba, la irrebatible, pero aquella historia macabra no tenía mucha investigación, ni tendría otras consecuencias que las funestas, las dramáticas, las que difundiría la prensa, golosa ante una historia tan atroz. El agente preguntó por la suerte del muchacho. Nunca había visto un perturbado de ocho años. Daba pena verlo en su sillita de ruedas, mirando a todos lados, ajeno al caos, casi bañado por un halo de bondad y de celestial ternura.
Víctor lloró por Laura y por Cristina. A Jorge le tocó el pelo, se agachó para ponerse a su altura y repitió tres veces la misma pregunta. Fue cariñoso con él, no se irritó, nada delató que estuviese contrariado o irritado. La perplejidad se entiende bien con el amor, y Víctor amaba a su hijo. No había dejado de hacerlo entonces. Sólo lamentó que no estuviese cerrado el cajón. Normalmente le echo la llave, agente, se lo juro, pero anoche Laura y yo tomamos unas copas de más, discutimos algo, quizá él nos oyó, no solemos hacerlo, pero a veces las parejas lo hacen, no bajé al despacho, no caí en la cuenta de que la pistola estaba a su alcance, juro que no fue mi intención, lo siento mucho. Llegó un momento en que no había nada más que hacer en la casa. Estaban todas las pruebas bien registradas, Víctor acompañaría a comisaría a su hijo en un furgón especial en el que podía meterse la silla de ruedas. Estaban a punto de irse cuando el agente se acercó a la chimenea del imponente salón de la casa. Estaba encendida. El fuego no sabe nada sobre lo que sucede a su alrededor, pensó absurdamente. En algunos de los crímenes que investigaba se le ocurrían preguntas peregrinas, imposibles de hacer en voz alta, de las que harían sospechar que estaban perdiendo la cabeza y si convendría apartarle del grupo de homicidios y dejarlo en un despacho a ordenar archivos o coger el teléfono. El fuego es un testigo ciego. Si le preguntáramos, nos lo contaría todo. Se rió por segunda vez. Estaba a punto de irse cuando vio el árbol de Navidad. Fue entonces cuando reparó que era Nochebuena.
No tener a nadie que le espere a uno hace que no haya fechas mejores que otras, sólo festejas el viernes noche si el sábado no tienes que levantarte temprano. Era un árbol de Navidad tan elocuente como la chimenea. Si él tuviera que comprar uno de ésos, no podría ponerlo regalos debajo. Los que vio estaban abiertos. Los elegantes papeles que los envolvían estaban por todos lados. Algunos cajas seguían allí, otras habían sido arrojadas lejos. Debió ser el muchacho, razonó. A él, recordó, le gustaba mucho más abrir las cajas que jugar con lo que contenían. De mayor le pasaba lo que a casi todos: festejaba más los preparativos que la celebración en sí. Distraído en esos pensamientos, no reparó del todo en la caja de las pistolas, una caja grande con un pistolero barbudo, de gesto ceñudo y desafiante. Le dolió que todavía estuviesen allí, en el suelo, ignoradas, sustituidas por una pistola grande verdad, de las que hacen el ruido que hacen las pistolas. Quizá lo único que deseaba Jorge era escuchar el ruido. Lo tenía en la cabeza, sonaba en su cabeza, todo sucede dentro de la cabeza, sobre todo si eres un niño en una silla de ruedas y nadie te mira, ni se preocupa de entenderte. Si se le obligara a defenderse, diría que sólo quería escuchar el ruido. Lo de bala no entraba en los planes. Eso no era culpa suya. Tampoco que la petaca estuviese llena o que el cajón, el puto cajón que abrió el puto crío, estuviese abierto. El agente lloró en el coche. No lo hizo escandalosamente. Se guardó de que nadie lo viera, pero no quiso reprimir aquella señal de humanidad. La estaba perdiendo, se estaba encalleciendo, suele pasar, es parte del trabajo, no hay quien lo evite, tarde o temprano terminas insensible, no te importa nada de lo que ves, no se te cuela dentro, pero no sucedió así. Mientras que se secaba las lágrimas, pensó en que no habría muerto nadie si no hubiese Navidad o estuviese prohibido fabricar armas de juguete. Al final, camino a casa, ya muy tarde, lloró de nuevo. Esta vez lo hizo con la resolución que antes no tuvo. Cuando se desahogó, respiró hondo y cantó un villancico. Se sorprendió al recordar toda la letra. Luego sonrió, cenó con apetito, puso la televisión y vio que ponían Qué bello es vivir. La vio de pequeño una o dos veces, su padre le decía que era la historia más hermosa del mundo.

29.12.17

900.000

Acabo de mirar el contador de visitas en mi blog y no sé qué decir, no tendría que decir nada, pero quizá baste con la gratitud. Hace mucho tiempo empecé a escribir en este blog. No creo que pensara que durara tanto. Lo abrí por escribir sobre cine y ahora (diez años más tarde) escribo casi de todo y es el cine al que menos invito. Tampoco sé cuánto más seguirá esta casa abierta. En ocasiones, por cansancio, por llegar a la conclusión de que no tenía nada remarcable ni necesario que decir, pensé en cerrarla durante un tiempo o de manera definitiva. Esa idea se me cruza un par de veces al año, pero la desecho con la misma intensidad con la que irrumpe. El contador me dice que hubo 900.000 veces en las que alguien la abrió. Es una cifra redonda. No es que hayan entrado 900.000 personas: son 900.000 las veces en que alguien (muchas personas, muchas veces) ha llamado al timbre o usado los nudillos para colarse y ver a qué se le invitaba. Hay amigos que están desde el principio. Hasta gané un hermano por ella. Algunos van y vienen y otros dejaron de venir por unas u otras circunstancias. No sé a quiénes nombrar hoy. Sé que están cerca, sé que yo también estoy cerca de ellos, no se entendería de otra manera si persisten (tantos años después) y siguen leyendo lo que buena o malamente se me ocurre. Al llegar al millón de visitas, los nombraré a todos. Hoy Gratitud.

The Crown / Segunda temporada



Ironía y también academicismo y la creencia en sí misma por encima de los corsés de la época en que nació, siendo mujer y no una mujer al uso de esos tiempos, sino una sin el arraigo literario habitual, esto es, de literatura hecha por hombres para ser leída por hombres,  y volcada a tiempo completo en su obra, en un puñado de novelas  en las que el amor era el motivo, aunque lo explicado en su discurso no era prudente ni mesurado. De Jane Austen tengo siempre la idea de que fue una avanzada. Por más que haya disfrutado Emma (a mi entender su culmen creativo) o Sentido y  sensibilidad, las novelas, o haya apreciado su volcado en películas, me quedo con lo más acendradamente inglés que exhibe, su costumbrismo. Ayer noche, viendo la excelente segunda temporada de The crown, pensé en Austen, en lo que Austen ha trascendido, en qué Austen tenemos aquí con la que contar para contarnos a nosotros mismos. 

De The crown sólo hay que emitir agradecimientos: con qué escasa materia narrativa se construye la serie y qué sensación de plenitud proporciona, qué precisión en lo narrado, cómo fluye sin brusquedades, sin que nada se eche en falta ni sobre. The crown es un regalo a la inteligencia, la que uno disponga, no defrauda al poco exigente (por supuesto) ni a quien la degusta con el ojo y la cabeza muy abiertos, cual gourmet. Lo de menos, en su declaración de intenciones, es la trama política, que la cruza inevitablemente: importa la humanidad de unos personajes abismados en el protocolo rancio y acartonado, muy impregnado de la apariencia, encordelada, por completo ajustada a la deferencia, al sostenimiento de unas tradiciones que, a la luz de los tiempos, no pueden permanecer ciegas e insensibles y contra las que batallan con voluntad y con temor también. Se aferra uno a ese estilo de vida por distar tanto del propio, lo acepta literariamente, por decirlo de alguna manera, considera que el fondo de todos esos personajes es el mismo que el del común de los mortales, los laceran parecidos o idénticos dolores, se congratulan de las mismas alegrías y concurren en ellos, por obra del excelente guión, también las mismas humanas frivolidades, no pudiendo ser (obviamente) de otra manera, cómo podría serlo, pero la serie (en eso reside su grandeza) hurga en lo humano, ahonda en lo humano, alcanza el grado de verosimilitud y de empatía necesario para que esa casa real (poblada por gente ajena al mundo, invisibles, alienígenas casi, por decirlo bruscamente) no se despeñe en la pompa que la circunda, en ese boato limpio y perfecto, sino que se arrime a las peripecias más llanas. Nada que no hubiese dejado escrito Jane Austen, por otra parte. 

22.12.17

Woody Allen ha salvado mi vida muchas veces



Dice Woody Allen hoy en El País que sus defectos no son trágicos, sino patéticos, a lo sumo. La tragedia es una cosa muy seria, exige una trama bien trabajada, donde no falte ninguna circunstancia dolorosa y en la que los actores vayan de cabeza a un desenlace funesto. Tenemos a los griegos contándonos el alma humana como nadie lo ha hecho después, excepción hecha de Shakespeare tal vez. Dice otras cosas el bueno de Woody: que el humor le salvó la vida o que no le importa en absoluto qué piensen de él o de su obra. En lo que a mí respecta, en muchas ocasiones, Woody Allen salvó la mía. No me rescató de un río con aguas turbulentas que me arrastrara hacia una cascada, ni me operó con urgencia cuando la muerte me invitaba a seguirla, ninguna de esas cosas hizo. Fue el suyo un salvamento espiritual o moral o estético incluso. No únicamente Woody. Sería interminable la lista de gente que no conozco personalmente, con la que no he compartido un café o un abrazo o una conversación íntima, y que me ha salvado del tedio, al menos del tedio. De no ser  por el cine o por la música o por los libros, un servidor sería un hombre feliz, sí, por supuesto, mucho tal vez, pero lo es más completamente con la festiva injerencia de gente como Woody Allen o Jorge Luis Borges o Charlie Parker o Alfred Hitchcock.

Hubo un tiempo en que todas las películas de Woody Allen me reconciliaban con el mundo. Venían a ser un bálsamo, un reconstituyente o un tonificante o esas tres cosas juntamente, actuando en la raíz del problema (el que tuviese en ese momento, algunos ha habido) y reduciéndolo o extirpándolo de cuajo. También me hizo ver lo escasamente importante que es tener en alta consideración la consideración ajena. Ande yo caliente, más a lo campechano, vino a decir otra luminaria nuestra. Eso se entrevé en sus personajes: están tan aterrorizados por el qué dirán o por la impresión que causan a los demás que terminan haciendo mofa de esa preocupación, viviendo a su antojadizo capricho, sintiendo que esa vida que no les funcionaba del todo no tenía recambio, ni era propiedad enteramente suya, sino un préstamo, un obsequio del azar, un divertimento al que había que extraer el máximo placer posible. Eso lo he aprendido yo en el cine de Woody Allen. Da igual que algunas películas suyas no respondan fielmente a esta voluntad nihilista o epicúrea o cómica simplemente que yo aprecio en ellas, da igual que algunas de las últimas no hayan estado a la altura. Basta con las clásicas, con todas las que me hicieron sentir en paz conmigo y con mi existencia. Eso lo debe a Woody Allen en parte. Por eso entiendo que haya escogido el patetismo al dramatismo, puestos a elegir uno. Patéticos somos todos; trágicos no o no, al menos, continuamente. Yo también soy patético o lamentable o ridículo, he aquí perfiles a los que acudir. Todos somos patéticos o lamentales o ridículos en algún momento o en muchos o de un modo más continuado, en casos más extremos. Trágicos no tanto, que para ser trágicos, en los defectos o en los vicios, hace falta haber leído mucho a los griegos o a Shakespeare. Sí, Woody Allen ha salvado mi vida muchas veces, la ha rescatado del aburrimiento y de la liviandad, de la mediocridad y del desencanto.

21.12.17

Libros de urgencia, amores de urgencia


La mejor biblioteca es la de emergencia. A veces las muy pobladas, las que tienen baldas muy altas, cobijan o consuelan menos, no sabe uno a veces a qué acudir, qué volumen escoger, tientan muchos, hasta parece que los desechados pidieran ser tenidos en cuenta, solicitar que se les abra y atienda. Un libro no es un libro hasta que el lector lo abre: es un objeto entre los objetos, como dejó escrito en uno de ellos el buen Borges. A veces necesitamos un libro al modo en que se necesita un cuerpo. De hecho hay ocasiones en las que sabes que habrá un libro que te aguarda, uno fiable al que encomendarte, en el que perderte y posiblemente encontrarte, pero no habrá un cuerpo. La literatura es un amante duradero, del que no desconfías, al que le cuentes cómo estás y con el que conversas. Hay libros que no paran de hablarte. Anoche me confortó un pasaje de Benedetti cogido al azar, uno de esos cuentos de parejas que se aman sin saberlo o de parejas que es mentira que se amen o de parejas que no incurren en la banalidad o en el triunfo del amor, según se mire. Pensé en el amor ajeno y en el propio, en el todo el amor que es posible que yo sepa dar y el que pueda recibir. Pensé en toda esa felicidad que es siempre superior al amor o que actúa en un ámbito distinto, tal vez más íntimo. Se está enamorado un plazo corto de tiempo, no se pide más, no se anhela más, basta ese confort espiritual, ese trascender, ese sentir que todo cuadra y se ensambla alrededor nuestro. La felicidad funciona a otro nivel, no se involucra en lo espontáneo, en la presteza de lo deseado, sino que discurre con mayor mansedumbre, no se encabrita, no se atropella ni se desquicia. El amor, en cambio, debe ser fiero, debe evitar la quietud y la contemplación, debe encabritarse y atropellar y desquiciarse. En un libro, como en una persona, uno puede sentir el amor y la felicidad y también la ausencia de ambos. Cae uno fácilmente en matrimoniar libros y amor o libros y felicidad. De algunas novelas que he leído (Lolita, Moby Dick, Chesil Beach, El barón rampante, Tiempos difíciles, Cien años de soledad, Corazón tan blanco, Pedro Páramo, que ahora recuerde) conservo la satisfacción (duradera, fiable) de que puedo abrirlos por la página que se me antoje y recordar qué me contaron, cómo me consolaron, hasta qué punto -mientras los leí- fueron una parte de mí, una que no se ha extinguido enteramente y regresa a su antojadizo capricho, sin que yo a veces la reclame, como si dispusiera de voluntad propia y obrara a espaldas mías. Anoche, en el ebook que suelo llevar encima, busqué sin fortuna fragmentos de libros que me llenaron. Me molestó no poder pasar las páginas, no ir de una a otra, no sentir el peso de la tapa ni el grosor del volumen en mi mano. Se pierden todas esas cosas cuando recurrimos a una máquina y prescindimos del libro tangible, sólido, convertido en un objeto cercano, asequible al desgaste, pensado para ser tocado y exhibido. En la controversia sobre si un formato (el sólido, el que no lo es) se impondrá al otro interviene el corazón. Uno se inclina por lo que el corazón le reclama. Quizá sea cierto que en realidad somos dos, no uno que oscila, uno voluble, uno que asiente o disiente. Somos dos, somos la razón y lo que la razón no gobierna.

19.12.17

Dios es un anhelo poético

Pronto abrirá el día. Cuesta pensar que estuviese cerrado. No sabe uno bien cómo entender que de pronto exista algo que nada lo presagiara. El día, su irrupción, es siempre un prodigio, una especie de milagro. No por visto las veces bastantes se deja de sentir esa congoja, la de lo extraordinario, con la sensación de gratitud y de perplejidad también ocupándolo todo. Lo oscuro de la noche invita a la claridad del día. Salvo que haya trasnochado, cosa que últimamente no puedo permitirme,ay, siempre me gustó presenciar la entrada del día, la retirada de la noche. Creo que no hay parte del día que iguale en belleza a esta. El atardecer rivaliza con el alba pero pierde en la parte sentimental, en lo que siente el corazón recién despertado. Al romper el alba, al precipitarse la luz como suele, se imagina uno mismo que también se rompe y se precipita algo adentro también.
Tuve un amigo que pedía a Dios que le ayudara a escalar la cumbre del día que, al abrir el portal de su casa, se ofrecía a sus complacidos ojos. No era cristiano o decía no serlo pero ese rezo lo practicaba sin desmayo a diario y lo recomendaba por sus efectos saludables, decía. Lo probé unos días, quise andar ese camino suyo, por ver si diciendo a lo bajito esa plegaria mínima el día sería bonancible o dichoso o festivo. Lo hice a sabiendas de que no era un proceder mío, sino un anhelo poético. Dios es un anhelo poético.

18.12.17

El frío

el frío hacia adentro a nado ganando la herrumbre
el frío vulgar como la muerte cuando ocupa la entera extensión de la luz que la batalla, como un acto de fe pura, como una epifanía
oigo el frío majestuoso en secreto contando los días, el frío virginal que trae una lluvia invisible, un rumor oculto de heridas, el veneno primero con el que la vida nos enseña su saña ampulosa, su cuenta de pesares
el frío leyendo hace años a dickens, en verdad os digo, oh mis hermanos, que nada hay que haga sentir más frío que ser un niño de dickens en una edición barata de bolsillo, todo lo que uno lee es dickens, todo está ahí, íntegro, en el mejor de los tiempos, en el peor de los tiempos, en ese bucle de las cosas, que no se advierte, que no deja una huella y, sin embargo, perdura, no se desvanece jamás, está al alcance siempre, como un salmo, como un dios caprichoso y rudimentario que bosquejara el mundo y lo bosquejara otra vez y viese que está bien la obra, pero se diese un día, dos días, seis días, hasta que de pronto se comprende que ya no es posible más, entonces es cuando se produce el chasquido, todo lo demás no importa, no importa el vértigo, ni la fiebre, no todas las benditas lujurias del tiempo, el juez, el tiempo severo, el arcano y el inmisericorde, importa dios en su secreta atalaya, en su imposible distancia, dios deshecho y vuelto a hacer a conveniencia del poeta, que es quien al final conoce la trama primera y la última y modela el universo y lo agita y a ciegas, como aquel sin ojos y de manos precursoras, expande, el poeta manumitido de todas las divinidades, sublime el poeta en el centro exacto del numen
el frío es el abismo, el frío es una llama inversa, un fuego cansado de sí mismo y súbitamente convencido de que no tiene más que decir
el frío es metafísico
el frío es un diccionario oscuro y profundo, las palabras se escriben solas, cruzan solas el páramo, se ahondan solas, escribe uno con las palabras que no le pertenecen, como si otro escribiera, es un texto de otro, no le pertenece, leo algo que no es mío, no pertenece a nadie el texto, es un paisaje el texto, los paisajes no tienen quien los posea, dios en la altura bendice los paisajes, pero las palabras están en un rango más alto que los dioses, antes del big bang hubo palabras, el universo es un verso que se fue expandiendo, el big bang es un poema, el frío fue el paisaje primero, ese frío desconocido que no tenía quién lo padeciera ni lo escuchara, pero avanzaba como un cáncer, como plaga del antiguo testamento , como una orfandad de palabras a medio decir, como un sueño de peces y de ríos que bajan locos
el frío cuando no hay nada que hacer, ni nada que nos consuele, el frío brutal que no avisa nunca, todo ese frío que está aguardando desde que empecé el poema, ese más que ningún otro, el frío de antes, al salir y anhelar su peso desplomarse sobre mí y hacer que me sienta de nuevo vivo al modo en que lo está la luz, la esperanza de la luz, la dichosa inminencia de su abrazo
el frío es una república de lobos, el frío es un festín lírico
el frío de ahí abajo cuando me he tomado un café y he fumado y he pensado en el trasegar de las cosas y en la certidumbre de que vivir es siempre, siempre, siempre un festejo, en mi padre yendo de su corazón a su cabeza, aunque no sepamos las palabras con las que se cuenta el mundo y no sepa que afuera es diciembre y el frío lo ocupa todo

16.12.17

La niebla

La niebla es una incursión del arte en la realidad. Sucede a su gótica manera, irrumpe con su entenebrecido cuerpo de fantasma, derrota a la luz y cancela la idea antigua de los días y de las noches. Se la observa con respeto, sin saber bien qué artera obra guarda. Ahora, mientras me rodea, pienso en lo poco que se la estima. Queda a veces en mero recurso literario, en figura poética o narrativa a la que recurrir para desmontar el paisaje y aceptar su cambiante voluntad y su oscura inclinación a empequeñecernos. Se siente uno tan poca cosa cuando nos rodea que, nada más desvanecerse, al acudir el sol y reinar la claridad, percibimos la pujanza de la vida, la noticia sencilla de la bondad pura. La niebla es una cosa de la literatura.

12.12.17

La tarde

Está la tarde sin amparo y hace un frío convaleciente que parece medirse entre las luces que declinan. En una hora caerá con timidez la noche y se clausurará el azul ahora espléndido del cielo que fue gris y dio lluvia esta mañana. De eso hace mucho tiempo. El tiempo es un instrumento de la luz, un algoritmo ciego, un arcano que va de lo oscuro a lo oscuro, un acta de sombras y de fugas. Salen las palabras que no gobierno, todas las palabras, las clandestinas, las secretas, las que prorrumpen a su antojadizo capricho, izadas sin intención de bandera, tan sólo ofrecidas a la manera en que se ofrece el cuerpo cuando ama o cuando anhela que se le ame y lo cuiden. Estamos al cuidado de invisibles brazos, nos mecen, nos acunan sin que exista percepción de ese arrimo tierno y vivifico. El alto cielo azul o negro o gris con su impredecible paisaje tutela el paso. Cae la noche con parsimonia, con morosa voluntad de hacerse querer, con incertidumbre. Todas las noches son la misma primeriza noche. Todas las palabras, la palabra primera.

2.12.17

La vida es corta

En cuanto tenga las ganas, me cuidaré más, haré lo que se me dice en la consulta del buen galeno, perderé peso, dejaré de fumar, no beberé como suelo, daré largos paseos, no le robaré horas al sueño, me abrigaré más a conciencia, tomaré sin olvido las pastillas que me recetaron, anularé la ingesta de mis amadas carnes rojas, inclinaré mi apetito a las ensaladas, al verde libre de grasas, me abonaré a un gimnasio. Haré todas estas benefactoras cosas y las haré con convicción y aplomo. Seré aplicado y no flaquearé. No habrá debilidad y, caso de que la debilidad asome, la apartaré con fortaleza, feliz de gobernar mis vicios y no consentir que sean ellos los que tengan gobierno sobre mí. Verán los otros la firmeza, la observarán con envidia, acabarán felicitando mi voluntad. Llegado el caso, si el bienestar es el buscado, no cambiaré mi dieta, no volveré a fumar como hago ahora mientras tecleo esto en el móvil, seguiré paseando, yendo al gimnasio, tomando invariablemente las pastillas, comiendo lo que los grillos, no trasnochando en casa ni en los benditos bares, no cayendo en las dulces tentaciones de antaño, cuando bebía cerveza a capricho, fumaba con placer, comía buen marisco y carnes rojas de dos dedos de ancho, rehusaba pisar un gimnasio y no me preocupaba del peso ni de los marcadores con los que te atemorizan las analíticas. Cuando tenga ganas, haré todo esto que digo. No dudo que llegará la ocasión y la miraré con miedo y con resignada humildad. En la espera, sólo pido que los míos, a quienes amo, no obren a imitación mía. Son éstos asuntos personales, al fin y al cabo. A nadie se le escapa que la enfermedad prorrumpe antojadiza y malévolamente y no siempre pasa de largo si has sido prudente y has obedecido seriamente los buenos consejos ajenos. Cuando viene el mal, no hay coartadas. La vida es corta. Las vidas largas, quién me lo niega, no están aseguradas nunca.

Unas Sonus Faber

  Hay cosas que están lejos y a las que uno renuncia. Tengo amigos que veré muy pocas veces o ninguna. Tengo paisajes en la memoria que no v...