21.12.17

Libros de urgencia, amores de urgencia


La mejor biblioteca es la de emergencia. A veces las muy pobladas, las que tienen baldas muy altas, cobijan o consuelan menos, no sabe uno a veces a qué acudir, qué volumen escoger, tientan muchos, hasta parece que los desechados pidieran ser tenidos en cuenta, solicitar que se les abra y atienda. Un libro no es un libro hasta que el lector lo abre: es un objeto entre los objetos, como dejó escrito en uno de ellos el buen Borges. A veces necesitamos un libro al modo en que se necesita un cuerpo. De hecho hay ocasiones en las que sabes que habrá un libro que te aguarda, uno fiable al que encomendarte, en el que perderte y posiblemente encontrarte, pero no habrá un cuerpo. La literatura es un amante duradero, del que no desconfías, al que le cuentes cómo estás y con el que conversas. Hay libros que no paran de hablarte. Anoche me confortó un pasaje de Benedetti cogido al azar, uno de esos cuentos de parejas que se aman sin saberlo o de parejas que es mentira que se amen o de parejas que no incurren en la banalidad o en el triunfo del amor, según se mire. Pensé en el amor ajeno y en el propio, en el todo el amor que es posible que yo sepa dar y el que pueda recibir. Pensé en toda esa felicidad que es siempre superior al amor o que actúa en un ámbito distinto, tal vez más íntimo. Se está enamorado un plazo corto de tiempo, no se pide más, no se anhela más, basta ese confort espiritual, ese trascender, ese sentir que todo cuadra y se ensambla alrededor nuestro. La felicidad funciona a otro nivel, no se involucra en lo espontáneo, en la presteza de lo deseado, sino que discurre con mayor mansedumbre, no se encabrita, no se atropella ni se desquicia. El amor, en cambio, debe ser fiero, debe evitar la quietud y la contemplación, debe encabritarse y atropellar y desquiciarse. En un libro, como en una persona, uno puede sentir el amor y la felicidad y también la ausencia de ambos. Cae uno fácilmente en matrimoniar libros y amor o libros y felicidad. De algunas novelas que he leído (Lolita, Moby Dick, Chesil Beach, El barón rampante, Tiempos difíciles, Cien años de soledad, Corazón tan blanco, Pedro Páramo, que ahora recuerde) conservo la satisfacción (duradera, fiable) de que puedo abrirlos por la página que se me antoje y recordar qué me contaron, cómo me consolaron, hasta qué punto -mientras los leí- fueron una parte de mí, una que no se ha extinguido enteramente y regresa a su antojadizo capricho, sin que yo a veces la reclame, como si dispusiera de voluntad propia y obrara a espaldas mías. Anoche, en el ebook que suelo llevar encima, busqué sin fortuna fragmentos de libros que me llenaron. Me molestó no poder pasar las páginas, no ir de una a otra, no sentir el peso de la tapa ni el grosor del volumen en mi mano. Se pierden todas esas cosas cuando recurrimos a una máquina y prescindimos del libro tangible, sólido, convertido en un objeto cercano, asequible al desgaste, pensado para ser tocado y exhibido. En la controversia sobre si un formato (el sólido, el que no lo es) se impondrá al otro interviene el corazón. Uno se inclina por lo que el corazón le reclama. Quizá sea cierto que en realidad somos dos, no uno que oscila, uno voluble, uno que asiente o disiente. Somos dos, somos la razón y lo que la razón no gobierna.

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 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.