18.10.16
El amor empieza en la persona primera del verbo
Estoy alertado contra la pereza, se me ha informado de lo que alcanza, mi voluntad está avisada de que posee malas artes y de que caer en alguna no es infrecuente ni, en la mayor parte de los casos, desagradable, pero por mucho empeño que pongan en contarme el mal que me causará no pongo obstáculo alguno para que me abrace. En cierto sentido, facilito el acceso, dejo abiertas la cancela, abro las ventanas, dejo que mi cabeza no se oponga y le pido al cuerpo que se deje hacer como tantas veces, que no se ponga tenso ni exhiba en ningún momento un gesto reacio, un indicio de que está siendo invadido. De la pereza, de lo que me incumbe de ella, amo su absoluta intimidad, amo que no me obligue a nada, amo que me mime sin tocarme. De cuanto la pereza ofrece es su comprensión lo que más admiro. Está ahí siempre, espera siempre, conoce el placer que concede y la rutina formidable del regreso. La pereza comprende que a veces la desechemos, no aceptemos su confort indolente, no queramos tumbarnos a su raso, contemplando el manso sol que regala. No sé quién fue el que antepuso tener hambre y sed al hecho de beber y de comer, de modo que únicamente así la bebida y la comida serían de verdad apreciadas. La pereza se ama cuando uno ha merecido tenerla, en todo caso. Si la religión es cosa de domingos, la pereza es de veranos, pero no desoye al frío, ni lo desecha. Se tiende a la pereza sin instrucciones. Entramos en su residencia como quien entra en casa y sabe dónde está el libro que dejamos a medio leer o las zapatillas de paño a las que dejamos para calzarse de calle y afrontar el día. Hay días en que uno desea con fiereza que un poco de esa mansedumbre nos invada. No se busca, no hay maneras de que ese acceso de lentitud nos alcance a posta. Es como el amor o como la fe: llega sin que sea invitado, acude aunque no sepamos de la visita. De la pereza amo precisamente eso: su naturaleza ajena, su voluntad de no contar con la mía, toda esa bendita lujuria que consiste en no tener nada que hacer o nada que los demás esperen que hagamos. Vivimos muy pendientes de los otros. De cuando en cuando hay que sentirse hospitalarios con nosotros mismos. El amor empieza en la persona primera del verbo.
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