24.8.14

Blondas de verano II


Es cierto que una vez que empieza el fútbol en televisión es cuando muere el verano. Parece que la rutina de los goles clausura la temporada estival. No hay mucha poesía en el ocaso lento del calor, en la comprensión de que entra otra estación y de que nos traerá placeres antiguos, que a veces, en la calina horrorosa de agosto, echamos en falta. Decía Spinoza que basta ser bueno para ser feliz. A la pasión de la felicidad no hay que ponerle trabas intelectuales, no hay que buscarle tres pies al gato de la alegría. Lo que trae el otoño, a pesar de que todavía falten algunas semanas para que prorrumpa como suele, es un recogimiento que, en ocasiones, conviene a ciertos oficios y se desaconseja para otros. Con el frío, con el afecto hacia los ambientes cálidos, yo siempre he leído más y he leído mejor. Fuera de la lectura, a la que no renuncio aunque tiemble el sol en los tejados, aprecio que también escuche mejor la música o veo con más ardor el cine que programo en casa. Celebraré la mudanza en los armarios, la manga larga y el abrigo recio. Una de las ventajas de los abrigos es que puedes meter muchas cosas en sus bolsillos. Cabe incluso algún libro de Spinoza, uno de esos breviarios que condensan en cien aforismos toda la enseñanza del gran filósofo racionalistas. El otoño es racionalista. Es cierto. En grado extremo.

Estamos de centenario de Julio Cortázar y, en parte, coincido con lo que hoy subraya Andrés Neuman hoy en El País. Dice que el argentino es un escritor de adolescentes. No en el sentido de que lo que escriba haga florecer las hormonas previsibles y produzca que el amor platónico y el venereo arrollen el alma y el cuerpo. Cortázar es un descubrimiento que se hace en la adolescencia. Y esas cosas, la mayoría de las que nacen en ese periodo fabuloso, no salen. Yo leí Rayuela poco después de matar al adolescente. Lo hice sin brusquedad, sin esmero incluso. Dejé al joven y decidí ahondar en cosas que veía en los otros, en los compañeros de cursos superiores, cuando llegaban a la barra del bar y dejaban encima de la barra libros de Yourcenar, de Borges o de Nabokov. Mi Rayuela nació en el bar de la Escuela de Magisterio en una tarde en que decidí faltar a Pedagogía. La rabona ilustrada, podríamos decir. Había tardes hermosas de invierno en que el café hacía que las palabras entrasen mejor. Creo que no va a ser posible leer Rayuela nunca más. Ni siquiera a Yourcenar, de la que solo conozco las famosas memorias de Adriano. A Cortázar he vuelto con mucha frecuencia, pero no me he aventurado a ensimismar el mundo en la Maga, en buscar el spleen de París después de Baudelaire.

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1 comentario:

Ramón Besonías dijo...

Vuelve septiembre. El mes zen. Es en septiembre cuando el alma se repliega, sucumbe al descanso que en agosto fue imposible aspirar. En septiembre nos vemos los de Barra Libre. ¿O era en octubre? Ustedes mandan.

Pintar las ideas, soñar el humo

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