La tos me ladra en el pecho, lo hace trizas con dentelladas bruscas, pero lo que duele de verdad es el espasmo después del bocado. No piensa uno en sus pulmones hasta que truenan. Es un fuego bastardo la tos. Quema a conciencia, se esmera en su oficio. La tos, esta tos bronca de animal acorralado, es un festejo del mal. En cuanto flaquea la salud, hace uno sus cábalas, monta su chiringuito metafísico privado. No siendo nueva, intimo algo con ella, sé cómo procede, cuándo se retira, me atrevo a tutearla. La enfermeras es un género literario. De ahí que uno decida contar el destrozo, explicar cómo procede cuando irrumpe, si tiene piedad o arrambla a su antojadizo capricho. Al final hay luz, siempre la hay. Llevamos los dos veinte años de trato. La veo venir y no me entristece su visita. Es un peaje, quizá uno poco cruento, comparado con otros, puesto al nivel de los que se ven a diario y devastan con más entusiasmo y fiereza. Hoy he amanecido con un pulmón sano o quizá los dos. Es provisional la mejoría, volverá a emponzoñarme de nuevo, hará su casa en la mía. No hay remedio inmediato, tan solo el arnés de la paciencia, que es un placebo moral en el que uno tiene ya predicamento y soltura. Recuperaré la voz, habrá aire otra vez, irá a su bola por mi cuerpo, celebrando los dos ese ayuntamiento carnal. Alivia contar estos quebrantos minúsculos. Cuando acudan otros más graves, que vendrán y serán oscuros, no tendré con qué consolarme. Por eso escribo. Por inercia, por explicarme el mundo, nunca hubo otro motivo.
30.3.19
24.3.19
El viernes leí unos haikus victorianos
El viernes noche tocó leer en casa, en Lucena, en el Palacio de Erisana, entre amigos, unos haikus alrededor de una serie de televisión. Yo escogí Arriba y abajo, la antigua, la de los setenta. Salí con la intención de hacerme pasar por Lord Bellamy, pero enseguida supieron que era yo. Aún así, antes de atacar las diecisiete sílabas, fingí ser un aristócrata inglés, vivir en Eaton Place, que está en Belgravia, en la mejor zona de Londres. Les conté que me levanto, por lo común, me siento cerca de la chimenea y leo la prensa mientras desayuno británicamente. Después voy al club, juego unas partidas de cartas con los amigos de toda la vida y comentamos algunos de los chismes de la aristocracia del barrio. Vuelvo a casa, hago un almuerzo ligero (matizo que los ingleses podemos almorzar de pie) y doy una cabezadita en el sillón hasta media tarde. Ahí es Hudson quien entra en escena. Me despierta con otro té y despacho las cartas del día. Lo mejor son las noches, les confieso. Voy a fiestas, bailo foxtrot, bebemos whisky, ginebra y champán. Adoramos el champán. Añado, para ir acabando, que los Bellamy tenemos buen corazón. No hay que creerse todo lo que se dice de nosotros, los de la alta sociedad. Tenemos algunos vicios inconfesables, pero quién no. Y sobre todo cuidamos de nuestro servicio. Esto debe quedar muy claro. Sólo tienen que bajar y preguntarles. Yo creo (concluyo) que somos nosotros los que les servimos a ellos, aunque yo no sepa vestirme solo ni prepararme unos huevos con bacon. Cualquier día de éstos nos arruinamos. Está al caer. Son malos tiempos. Tendríamos que vender la casa, buscar un pisito de clase media en Chelsea o en Whitechapel. Espero no tener que recordar estas palabras. Después leí los haikus victorianos. O eran eduardianos, no sé ahora. Se leen en un soplo, pero es que los haikus son soplos. Algunos alumnos de la Escuela Municipal de Música y Danza de Lucena acompañaron la lectura con lo que saben hacer. Lo hicieron muy bien, por cierto.
Haiku no.1
No he sido un Lord.
Ni tengo casa en Londres.
Sólo hago haikus.
Haiku no.2
Llama al servicio.
Que suban unas pastas.
Se enfría el té.
Haiku no. 3
Hemos vendido
los muebles victorianos.
Se hundió la Bolsa.
Al salir del teatro, me senté en el trono de hierro. Tampoco logré hacerme pasar por nadie, pero fue fantástico. Buen trabajo en el trono de Bea Reyes. Aplauso desde aquí por el curro y la ilusión. A Vicente Cabeza por lo mismo. Hacen buena pareja.
17.3.19
Gramáticas
A decir de Manuel Vilas en su facebook la única patria es la gramática. También el cuerpo, añado yo. El cuerpo con su voluntad alada. El cuerpo como un templo. Funciona a modo de clausura, posee ese matiz de encierro, pero anhela verterse, fundar afuera una extensión suya, una fiable y lúdica y extraordinariamente dinámica, en la que afianzarse, sobre la que depositar el peso del alma también. Ella también posee su gramática, el alma tiene su fiebre de fragmentos que se abrazan y se separan, en pugna con el deseo de acatar sus leyes e invariablemente inclinados a contravenirlas. Se vive en ese decir y en ese desdecirse, en la anuencia y en el desacato. Vale al final el trayecto, su intriga fantástica, no la previsión del desenlace. Que exista un finiquito es secundario. Toda la filosofía es precisamente un ocuparse en comprender las inconveniencias del viaje.
Voces quebradas
El teatro se ocupa de cosas a las que no pone arrimo ninguna otra disciplina. Lo hace con verosimilitud, se aplica con el esmero con que a veces no procede ni la vida misma, la vida a la que el teatro se acerca y con la que dialoga y, en muchos casos, sublima. Se le confía que nos restituya o que nos conforte, que alegre o instruya, pero a veces duele, escarba donde tenemos la herida, la araña, la cose a dentelladas. El teatro también hiere. Quien asiste a la función se expone a ese desquicio, ofrece su sensibilidad, la da sin remilgo, y permite que se la zarandee, que la perturbe. Quien hace el papel en el escenario se rompe, se cuartea, no sale indemne. Ayer, viendo la magnífica función de Voces quebradas, comprendí una vez más el poder terapéutico del teatro, su capacidad para hacer que sintamos esa punzada de vida pura.
Se aprecia esa punzada nada más contemplar el vacío del escenario, su ascética comisión de decorados, su compromiso con el texto y con las actrices, en este caso, a las que se les encomendó que tradujeran un libreto difícil, muy difícil, poético hasta el desmayo, donde uno podía percibir el drama absoluto de la existencia. Texto duro y hermoso el de Jaime Verdú, impecable y arriesgada la puesta en escena de Toñi Jiménez, colosal la interpretación de Maribel Peñalver, Ana Carrasco y Elena Moreno, grandes en su entrega, inmensas, en estado de gracia, dotadas de ese genio sin el que no podríamos comprender ni hacer nuestro el titánico montaje de la función.
Concurre en esta obra la poesía y el teatro, lo que no siempre sucede. Lo hace pasionalmente. Hay un estrago y hay un alivio. El estrago es de contenido. Lo que se cuenta es doloroso, no escatima dramatismo, no se rebaja, no se escatima incomodidad alguna. Es la historia de la vida misma, su trama penosa, las cicatrices que deja en la piel y en su adentro. También hay armonía, placer, consuelo. Nada de lo narrado nos es ajeno, ninguna de las fatalidades invitadas al acto nos son indiferentes. Nos pertenecen, son propiedad nuestra. Lo asombroso (mérito del texto y de la escenificación) es la sensación de felicidad que deja. Una felicidad compleja, vibrante, humana. A esa percepción contribuye la carnalidad de las actrices. Son mujeres plenas, mujeres antológicas, las tres se vacían, se dan de un modo brutal, no se dejan nada a la improvisación. Cada línea, cada verso, está medido. Cada gesto (hay más gestos que versos, habiendo muchos veros) es un acto de sinceridad y un regalo para los sentidos.
Versos quebrados es gran teatro, dramaturgia de la buena, mayúscula: prescinde del adorno, lo cancela en pos de un mensaje sin distracciones, persigue (enfáticamente) el don primordial del teatro, su esencia antológica, la rendición de la vida. La aquí registrada es dura, extrema a veces, no se expone con liviandad ni mesura, sino que arrambla con fiereza. Hay muerte y planea la resurrección; hay belleza y fluye por ella el dolor. La belleza será convulsa o no será, dejó escrito Breton. Convertir en pieza dramática el poemario de Verdú requiere de una sensibilidad extrema. No cae en lo frívolo, no se permite rebajar el tono en ningún momento. Las actrices hacen suya la historia (los versos cuentan una o cuentan muchas) y aportan el talento de la interpretación (están soberbias) y el del cuerpo, que es un instrumento más, bien afinado, contenido cuando debe procurarse la templanza (hay partes suavísimas, huecos plenos de significado donde sólo habla él) y enérgico cuando acuden en tromba el dolor, el grito, el desencanto, la desolación, las grandes palabras del teatro, las que sólo pueden pronunciadas con tiento, con esmero y aplicación, con sutilidad y, llegado el caso, con desgarro.
Qué festejo el de la noche del viernes en el Palacio de ErIsana en Lucena. Hay que hablar bien del teatro bien hecho, darle valor, situarlo en el mapa de las cosas, impedir (en lo que uno muy modestamente puede) que lo cruce de parte a parte el olvido o la indiferencia, que es peor. La música es otro armazón de la obra. La inmortal Gnossiense no.1 y no.3 de Satie pulsa cada pequeño acto, impregna la sala y el escenario de delicadeza y de trascendencia también, cumple con magisterio en el oficio de cubrir de sonido el silencio entre un poema y otro, entre un dolor y una alegría. De por medio, calzadas con precisión, están las palabras. Ninguna menos relevante que otras, todas obstinadas en contar el duelo que impregna la liturgia de la muerte, todas pulsadas con amor para que la celebración sea entera y conmueva. Es la conmoción la que te llevas al abandonar la función. Viva el teatro, viva la vida. Uno, dos y así hasta diez.
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