1.11.18

Halloween como amenaza / Libros y armas





I
América no es un país. América es un negocio. Uno integrado de modo que no se advierte la naturaleza enteramente comercial de la patria. Uno con la suficiente confianza en la superioridad moral de sus leyes como para desoír satisfechamente las leyes ajenas, las que ven con horror el hecho de que después de un tiroteo en una escuela se dispare (hay que cuidar los verbos) la venta de armas. Uno convencido de que el mal está afuera y que hay que defenderse de él fieramente. Uno que tiene a Dios en sus billete de dólar, un Dios en el que confía ciegamente y del que espera las mayores ventajas fiscales. Un Dios no muy distinto al que aquí se adora, aunque el americano tiene más fotogenia y se le aprecia más consideradamente, brillando en las homilías evangélicas con el gospel y con todos sus aleluyas. Quizá sea ésta la raíz del asunto, que se sienten bendecidos, que se saben (no sé por cuál extraña confidencia celestial) el pueblo elegido depositado en la tierra prometida, el lugar en donde nacen y mueren los héroes, los que forjan la épica del mundo, los que escriben las grandes páginas. Eso sí, los hijos descarriados, los que no calzan bien en la horma del establishment, barren a tiros a todos los que pillan a mano. Nada que objetar. Incluso la muerte da beneficios. Es más. Es la muerte la que da beneficios. Hoy es el día de la muerte y hay negocios que abrazan la festividad y la celebran. América (ellos se llaman América sin incluir ninguno de los otros países americanos) es un país joven y está en rodaje. Cuando el nuestro tenía su edad todavía no había nacido la Celestina. Quizá sea bueno, en el fondo, que ese rodaje como patria exija vaivenes, torceduras, invasiones, las perturbaciones de rigor que jalonan las páginas de los libros de Historia.  El arte de la guerra lo escriben los vencidos y los vencedores, los países invasores y los invadidos, todos hocican su bravura y su honor en su caudal de miserias y de grandezas. Las de ahora son guerras invisibles, en muchos casos. La que batalla Estados Unidos es sutil y lo impregna todo. Ayer celebramos (es un decir eso de que de verdad lo celebráramos) Halloween, que es un rito ajeno, en el que no tenemos nada nuestro, aunque los muertos sean los mismos y el fondo sea parecido. En la escuela se facilita y hasta se potencia que los festejos de Halloween no decrezcan, a beneficio de tiendas de disfraces. Aprender un idioma, el inglés, es también aprender su cultura, pero no imponerla a la nuestra, hacer que sea un fragmento más de la identidad de nuestra nación. La fantochada de Halloween será nociva cuando suprima la festividad de nuestros protocolos mortuorios y el Día de Todos Los Santos pase a mejor vida, cómo se dice. Podemos poner fecha a esa defunción: una generación, dos a lo sumo. Somos de castañas asadas, no de calabazas. Jack O’Lantern es un personaje irrelevante en nuestro imaginario popular. Aquí pedimos por Navidad el aguinaldo (la campaña gorda de la catedral se te caiga encima si no me lo das), no es propiedad nuestra el truco ovtrato, aunque compartan motivación y el español derive del original irlandés. Lo yanki (término despectivo) penetra por el cine, por los libros, por la música, que son ejércitos pasivos que hacen su oficio (el de colonizar) sin que el sujeto colonizado se percate, ni se sienta vulnerado. Ayer parecía carnaval el Halloween organizado en mi colegio. Era un desfile de monstruos del cine y, a falta de modelos o de pasta para adquirir los trajes o tiempo para hacerlos en casa, pasearon personajes nada lúgubres, de poco o ningún predicamento terrorífico. Está mal y va camino de ir a peor. Una cosa es entrar en la pantomima (explicar en clase el origen de Halloween, trabajar vocabulario, poner alguna cancioncilla de casas encantadas y otra, más lesiva, más aberrante también, hincarse de rodillas y convertir el colegio en un cementerio de Maine, a mayor gloria de mi amadísimo Stephen King. Conste que un servidor no ha puesto todavía el basta en la mesa del claustro, pero lo pondrá. Por hartazgo, por negarse a ser embajador de los muertos ajenos, aunque todos sean un poco de todos. No es que el mundo de hoy esté globalizado: la expresión más certera es que está americanizado. Es el negocio el que abre las puertas y deja que entre la mercancía. América es una franquicia, una del tamaño del universo. Nos la cuelan nada más abrir los ojos, nos la venden sin que tengamos la preocupación de que el producto comprado no nos hace más falta que el propio, que pierde en este litigio. Pierde porque no se difunde bien su contenido y su cometido. Estamos más al tanto de las novedades cinematográficas americanas (buenas en muchísimos casos, amo el cine norteamericano) que de las de aquí, que imitan sin éxito el modelo foráneo. Nuestro cine del Oeste (el épico, el universal) es el cine sobre la Guerra Civil. No sé cuántas películas sobre la Guerra Civil se hacen al año, pero deben ser muchísimas. Aturde su cantidad, reduce el impacto de incluso la más lograda. 

II

El Congreso de EE UU aprobó por primera vez la inclusión de la frase In God We Trust (En Dios confiamos) en las monedas en 1864 durante la Guerra Civil. Después se rubricarían en los billetes. Podían poner un Colt 45 en esos billetes. No desentonaría. El buen americano sabe que el rifle es el sustento emocional de su ideario patriótico. Fue el rifle el que hizo que se tendieran las vías del tren y la civilización se extendiera del flanco atlántico al pacífico, pero no fue un avance limpio, ninguno lo es. Se ocuparon las tierras de los nativos sin que prevaleciera respeto a las tradiciones. Las demolieron, crearon una especie de odio a la raza que todavía impera. Da igual que sean negros (que contribuyeron forzada y estajanovistamente al florecimiento económico del país recién construido) o indios o asiáticos. No dudo que se perciba  a diario el esplendor de la cultura y de la tolerancia y, al tiempo, su reverso, el paulatino e implacable avance de la barbarie, del odio al otro. Les protege Dios, les comprende Dios. Tienen de Dios cierta idea personalizada de propiedad. La suya excluye las ajenas. Les pertenece, protege y ampara. Dios salve a América, dicen los más envalentonados. Arrogarse el favor divino, en detrimento de otros solicitantes, siempre me pareció una frase lamentable. Hace del Dios en el que creen un sujeto caprichoso, que atiende a quien más le complace, como el padre que abraza al hijo pródigo y le hace desaires al descarriado, al que no obedece. El país de las barras y las estrellas es el país de los sueños, el país elegido por la divinidad para que la prosperidad, la bondad y la felicidad sean sus señas de identidad. Por eso venden armas como el que vende paraguas. Hay que ser un excelente comerciante para vender en el mismo mostrador libros usados y armas. También pudiera ser a la reversa y las usadas fuesen las armas y nuevos los libros. En el mismo lote. Sin fractura en el mensaje. Con una continuidad moral asombrosa. Luego está el país que inventó el jazz e hizo el mejor cine que conozco. Un país al que uno admira sin ambages por motivos culturales, por cómo ha manejado los hilos de la industria del ocio inteligente (lo de cultura parece que queda para conversaciones de más hondura, no ahora) y ha colonizado (sin que nos sintamos violentados por la injerencia, aunque haya ocasiones en que nos salga lo yanki por las orejas) al mundo entero. Creo que hace años escribí en esta misma casa un post en el que hablaba sobre la América que amo. No he dejado de hacerlo. Amo la América del cine negro de los años treinta y cuarenta, amo el jazz casi por encima de todas las cosas, amo la literatura de Mark Twain, de John Cleever, de Stephen King o de Raymond Carver, por citar los primeros que se me han venido a la cabeza. Hay tanto que amar en ese país que uno, en su prudencia, no lo mira mal, pese a que no faltarían motivos. Lo de Trump es un paso atrás, un gigantesco paso atrás, pero no deja de ser una enfermedad curable, de la que saldrán en cuanto la sensatez se asiente y los malos tiempos (son malos, están pasando) no hagan que el votante oriente la urna al extremismo, pero no es sólo Trump. Es un país gigantesco, se libran adentro suficientes batallas y se representan suficientes tipos de sociedad que da igual que exista un trump o un obama; en cualquier caso es un filón para cualquier sociólogo. Importa poco que se afinque allí o afuera. América es un escaparate enorme. No tienen el pudor de sus ancestros europeos: todo lo airean, a todo le dan difusión, les fascina que se les observe, da igual que empuñen una arma o una biblia, es lo mismo que pongan calabazas en la puerta de sus casas o trinchen el pavo en el día de Acción de Gracias. Todo es exportable, todo tiene tasa y tiene precio. El negocio es boyante. Sigue haciendo caja. 

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