Vi ayer a alguien en cuya camiseta, en inglés, se leía que estaba totalmente de acuerdo consigo mismo. No sé yo si esa aseveración se ajusta siempre a la realidad y puede certificarse, darle veracidad permanente, sin que nada desbarate esa propiedad fiable de nuestra voluntad o de nuestros procederes. Yo, por situar a quien mejor conozco en el meollo de la cuestión, no dejo de estar en quiebra conmigo. Hay días de bonanza emocional y una parte considerable de mí se inclina a creer que estoy en paz y que nada malogra esa repentina percepción de mí mismo, pero incluso en esos días espléndidos hay otra parte, aceptemos que poco estimable, es cierto, que pugna por hacer valer su opinión, que es abiertamente contraria a la que yo esgrimo o la que detenta la parte gruesa de mí, no sé si me estoy explicando. Lo normal es que incluso ahora desbarre, no me ponga de acuerdo en centrar mi pensamiento y exponerlo sin dobleces. Como si a la vez que escribo el yo disidente contradijera al yo manso, al que no se alarma ni se contradice nunca, al yo ése que se lee en la camiseta en inglés que vi ayer y que ahora, sin saber el porqué, ha vuelto a mi cabeza. De hecho no sé quién de los dos la trajo: si la parte ortodoxa, la previsible, la que lo tiene todo claro o es la otra, la parte anárquica, la respondona, la que a todo le pone trabas y en todo ve obstáculos y socavones.
Quizá sea la edad la que lo administra todo. Conforme gana uno en ella, cosa satisfactoria a poco que se piense, adquiere competencias que antes ni sospechaba que existieran o que, vistas en los demás, no le causaban mayor admiración ni reconocimiento. Ahora, frisada ya la mitad de la vida, cortada la mitad del jamón, como dice mi amigo Calixto, está bien que algunas cosas estén definitivamente claras. Una es la que atiende la dimensión más íntima, la que no es posible verter, porque cuenta de uno lo que no convendría airear, la privada, la que se clausura por temor a que no cuadre o a que no convenga. Siempre hay un yo que mejor se mantiene oculto, un trozo menos presentable del grueso visible y público. Tal vez sea ése el que no esté de acuerdo con el otro, el que lo zarandea y lo pone siempre en guardia o el que lo jalea y le pide que obre aviesa o arteramente, porque el mal exige su cuota en el drama de la vida.
No se sabe nunca a qué atenerse, qué escoger, cómo contarse a uno mismo (cuando caemos en la cuenta de que nos debemos una explicación) los porqués, los motivos, las coartadas que se escogen para que no chirríe el conjunto o para que los demás no nos miren mal, ni nos aparten. Tememos ese apartamiento, ese darnos de lado de los otros, aunque nosotros mismos obremos con los demás con aviesa actitud, con recelo, con todo lo que no queremos que se use para cuando seamos mirados. Y no cesa nunca el teatro de ver y de ser vistos, de hablar de los otros y de que se hable de uno y se hable bien en ocasiones y mal otras. Lo que no puede ser evitado es que afinen y acierten o no indaguen y marren. Se va a hablar bien o mal sin que intervenga en ese juicio la bondad o la maldad auténtica, todo lo bueno o todo lo malo que hiciste. Es inherente a nuestra condición humana hablar sin saber, condición ésa tan difícil, de tan escaso apego a la razón y tan escorada (ay) al sentimiento, al bueno y que no lo es, al procedente y al que no conviene que se curse y se difunda.
Tienen estos asuntos un aire fronterizo, como de cosa poseída y súbitamente arrebatada. Se admira la rotundidad con la que la creemos nuestra, nos fascina que seamos los dueños de nuestra existencia, pero nada más lejos de la realidad, no hay tal posesión, no podemos darla por propia, ni siquiera cuando la evidencia más se empecine en halagarnos y todo funcione a beneficio nuestro. Detrás de las certezas vienen las dudas, una tras otra, en comandita, en procesión obscena a veces. Cuando yo estoy de acuerdo conmigo mismo veo venir el reverso previsible, la sensación de que tendré que desdecirme y no aceptar nada de lo pensado con anterioridad. Se nos zarandea, se nos lleva de un lado a otro. No sé si está bien, en el fondo, estar totalmente de acuerdo con uno mismo. Yo hoy me he levantado sin el convencimiento de otras veces y no sé (no tengo ni idea) de nada. Quizá sea el desencanto, hoy es el desencanto, brilla el desencanto, cierta decepción, la sensación (nuevamente) de que se está perdiendo la brújula de las cosas, con todo lo terrible que tiene esa deriva, esa zozobra, ese dejarse ir. Al final aceptaré el consejo que me ofreció un amigo no hace mucho. Me dijo que también yo dejara correr las cosas o que no las pesara y midiera tanto, que sólo así (sin peso y sin medida) se podrían manejar mejor y soltarlas cuando conviniese o guardarlas si fuese preciso. No es fácil, me advirtió. Tampoco me respondió cuando le pregunté si él hacía caso de lo que decía y estaba enteramente de acuerdo consigo mismo o se dejaba llevar y se perdía por los huecos, por las puertas que se van dejando abiertas y permiten que entre lo que no conocemos. Quién querría ser siempre él mismo, quién aceptaría esa rutina, quién no desearía ser otro.
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