Yo, que soy un descreído en esos asuntos de Dios, pienso que Miles entraba en una especie de trance y entonces no era posible ser un tipo sociable y exhibir la sonrisa enorme que su colega Armstrong ponía en su cara gorda de obrero negro. Se puede vivir en una felicidad completa sin Dios. A Miles, en cambio, se lo imagina uno creyente, devoto, dando gracias a las alturas por la gracia recibida y recitando pasajes de la Biblia en la intimidad, después de una jam session o en la cama, antes de conciliar el sueño. Todo muy cool, por supuesto. Un Dios cool y sincopado.
Miles está pensando en Dios y le está contando que ha encontrado el equilibrio cósmico en un solo, en un pulcro acabado de la melodía que el azar o la inspiración o el talento le regalaron la noche de antes. Charlie Parker, enfebrecido de heroína, hablaba también con Dios y le explicaba el secreto centro del mundo, encontrado en el prodigio de una improvisación con los amiguetes de siempre, ya saben, Dizzy Gillespie o Thelonius Monk. Debe ser estupendo creer en Dios así, acompañado de Dizzy y de Thelonius.
Imagino también a John Coltrane con los ojos cerrados, acariciando con mimo exquisito su saxofón, pensando en el cosmos. Coltrane es una especie de Carl Sagan inculto, rociado de talento, convertido en un sacerdote del más allá en este acá tumultuoso, tóxico y lírico. Debe ser magnífico ver a Dios y luego poder traducir esa visión pristina en una pieza de jazz o en un verso o en un plato de spaghetti boloñesa. Por otro lado hay cientos de obras maestras por donde no está Dios por ningún lado. En algunas incluso hay un esfuerzo titánico por parte del autor por razonar su absoluta inexistencia. Que se lo cuenten a Buñuel.
Imagino a Luís Buñuel en un rodaje, en su silla de director, echando una cabezadita, pensando en un plano, en un diálogo que no acaba de cuajar. Y llego a la conclusión de que los dos (mi Miles y mi Luís, porque ambas son de alguna forma una posesión personal) han contribuído a mi felicidad estética. Uno con Dios en bandeja y el otro con el mismo Dios en la tumba. Lo mató Nietzsche y lo han desenterrado unos pocos. Buñuel, al menos, con gracia y socarrona retranca aragonesa. Ninguno, tal vez, con ninguna deidad. El trabajo y la inspiración, son los dioses del arte.
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