La cultura se está convirtiendo, en estos tiempos de soberbia y de abundancia estéril, en un objeto de consumo masivo, en algo vendible, pero escaso en valor o en riqueza. Esta frivolización no conviene muy a pesar de que, en principio, sin hurgar en exceso en sus consecuencias a largo plazo, este aligeramiento de los contenidos, esta banalización de la forma, pueda hacer pensar que sí, que algo bueno saldrá de todo y, al menos, el espectador iletrado o el lector ignorante podrá beneficiarse de un nomenclátor nuevo con el que acceder a una vida social más plena. Todo es mentira. No se trata de que se lea más y de que importe poco qué se lea: una indigestión literaria de templarios, códices ocultos y vírgenes negras que fueron abducidas por una orden secreta puede arruinar la sensibilidad (y el sentido común) tanto o más que la ausencia de lectura alguna. Tal vez únicamente sea la idea ancestral de no aburrirnos: de ocupar buenamente el tiempo como se pueda. Ahí abdican mis argumentos: formidable aquél que se pierde en las conjuras vaticanas y en los recetarios de autoayuda de bolsillo a lo Bucay. ¿Cómo vamos a llegar con nuestra indignación y estropearle la sentada, el disfrute elemental y primario, el goce de la palabra revelada?
Pero la literatura y el cine y la música (que entra en lid) ofrecen siempre algo más: ese algo es la sustancia de la felicidad absoluta, el numen de la dicha, la celebración de los sentidos en una orgía plenipotenciaria de emociones y de conocimiento. Si prescindimos de ese último componente (el conocimiento) las novelitas ñoñas del corazón ametralladas por cualquier dama tejana de setenta años pueden configurar a su antojo el bagaje cultural de cualquier persona. Mi tío Alberto leía a Marcial Lafuente Estefanía y a Clark Carrados, héroes de cierta subliteratura de tono cinematográfico, exenta de hondura y untada de una épica asombrosa y un autocomplaciente sentido de la vacuidad. ¿Era un buen lector? No lo dudo. Leía, al cabo, leía con ardor como a veces cree leer quien se enfanga en más altas torres, en Musil (mi amigo K. ahí anda) o en Vargas Llosa, ahora tan nombrado.
El cine, a menudo, se contagia de estas veleidades comerciales: demasiadas veces. Vende basura a 24 fotogramas por segundo y del mismo modo en que un glotón de hamburguesas grasientas firma su sentencia de obeso y engrosa la lista de enfermos me pregunto yo si el consumidor de cine basura (fast food movies) también engordará y obturará el filtro de la sensibilidad, el finísimo hilo que separa la belleza de la mediocridad, el trabajo honrado y abonado al Arte (esa cosa tan maravillosa y tan palizada) de la faena vergonzante. Me pregunto si la juventud narcotizada por la tremebunda oferta de bodrios de bronca digital y revuelos hormonales (de Casi 300 a Ghost Rider, de Spanish movie a -oh espanto- Híncame el diente) podrá en edad adulta sentarse en un cómodo butacón (nada de cine en pantalla grande por desgracia) a deleitarse con La diligencia, Tempestad sobre Washington o El ladrón de bicicletas.
¿Dónde está el interruptor que conmuta la estulticia y abre la inteligencia? ¿Será posible que un día los clientes de ese cine palomitero y ligero como pompas de jabón barato accedan a dejarse embaucar por Fritz Lang, por Ernst Lubitsch o por William Wyler? ¿Podrá ser que un cliente habitual de David Lynch o de Roberto Rosselini hocique su cinefilia en un Michael Bay o en un Santiago Segura, perlas las dos de un cine que se vende, pero que no cuaja en la memoria? La pregunta va más lejos: ¿Si no hay tiros no hay esperanza? ¿Si no hay tetas no hay paraíso?
Quizá la respuesta esté a mano. Basta el enamoramiento, el deslumbramiento, la evidencia tangible de que la belleza existe y se llama Las uvas de la ira, Con la muerte en los talones, Casablanca, Perdición o Pulp Fiction. Porque no sólo de bondades blancas y sentimientos purísimos vive el cinéfilo. Pulp Fiction es el puente entre un cine y otro igual que el jazz suavón de George Benson me condujo a mí de Kenny G. a John Coltrane. O igual que Stephen King unió a Joseph Berna (otro incunable de las ediciones de préstamo) con Truman Capote.
Así que no buscad la pureza, oh lectores cómplices. Dejad paso al espúreo viento del asombro: ése que deja que la imaginación planee y se pose (libre te quiero, pero mía, dijo el poeta) allá donde le plazca, pero quiera el azar o la suma de muchos azares que los artistas creen, hagan su trabajo en paz, edifiquen el templo de la belleza y del conocimiento para que los usuarios (consumidores, al cabo) dispongamos del muestrario a punto, en bandeja, dispuesto a ser devorado sin más retórica que el hambre y las ganas de darnos gusto, un gusto supremo. Y si el lector no es cómplice y considera que esta reflexión es una evidencia de mi enfermizo idilio con mis vicios pues no seré yo quien le contradiga. Vicioso en evidencia, y que me entierre un acomodador en una hipotética (no son tan buenas) fila siete, ya talludito y muy incapaz de seguir la historia, pero emocionado por pisar un cine y sentir su oscuridad. Vale también un libro. Vale un disco. De eso se alimenta mi espíritu y ahí es donde me engordo. Y os aseguro que eso es cierto sin dobleces ni retórica. Así que: ¿Tetas o cultura? ¿Un nivel intermedio?
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