9.12.25

Frenadol blues

 



Andaba enredado en una página seria, qué sabrá uno, en la que se contaba amenamente que unos científicos han descubierto que el tiempo puede fluir hacia atrás. Me iba entusiasmando con la idea de que el trasegar de las horas no fuese una línea continuamente lanzada hacia adelante cuando un anuncio de Frenadol rompió ese idilio mío con la ciencia. Como uno no está suelto en el manejo de la cosa cuántica y cuesta entender el mapa subatómico de la realidad, un anuncio a destiempo puede descolocarte del todo. Torpe como a veces soy, no supe apartar esa intrusión, no hubo manera de que el video de Frenadol desapareciera de mi pantalla, así que decidí cerrar la página, vinculada a un diario bien conocido, y clicar de nuevo, sobre todo por ver si la invasión publicitaria no regresaba. Baldío intento, inútil anhelo. Frenadol volvió por sus fueros, ocupó un trozo apreciable de mi pantalla, me disuadió a las bravas del interés grande que me animaba, me impidió acercarme a la ciencia y entender la filosofía del tiempo. 

 En mis pesquisas matinales, tras ir al súper, poner el árbol navideño y arreglar un poco el cuarto de los libros, donde escribo y escucho a Brahms (el Réquiem inglés, una maravilla, una inyección de paz, y luego a los Madness de nuevo, para contrarrestar), he vuelto a la mecánica cuántica, que va sobre la flecha termodinámica del tiempo, qué sabré yo de nomenclaturas, quién me mandará pisar estos sutiles jardines, y sobre la madre que parió al Big Bang. De verdad que pongo interés, mucho, la mayoría de las veces. Soy un frustrado estudiante de Ciencias que vio la luz en Borges, en Cortázar y en Lovecraft en la edad en que otros despejan incógnitas en ecuaciones muy complejas. Lo del Frenadol me ha dejado perplejo, cuanto menos. Juro que en adelante vuelvo a la poesía romántica inglesa o a la poética del surrealismo francés. En esa epifanía de la realidad no hay temor de que se incruste un anuncio. Coges un libro de alguna balda alta, de los que no están a la vista, de los de uso menor, lo abres y comienzas a entender el flujo y el reflujo, la tragicomedia de las moléculas, la danza de los corpúsculos invisibles. Al menos de momento, quizá sólo por ahora, no tengo confianza en que todo se impregne de comercio, he decidido borrar todas las cookies, no permitir que mis vicios sean de dominio público, pero no habrá nada que podamos salvar de la quema. Ni siquiera la poesía, ni la filosofía, ni la remota esperanza de entender qué coño (permítaseme el exabrupto) hacemos en este mundo.

La velocidad será de los jardines (maravilloso el libro de Eloy Tizón, regálesenlo en estas señaladas fiestas) o de las nubes o de la risa cuando acude y no tiene intención de comedirse, ni de plantar excusas o motivos, pero hay una velocidad bastarda que nos está estrangulando el ánimo, apretando a conciencia, convirtiendo todo lo pacífico en belicoso, y de la que no se tiene siempre el conocimiento suficiente como para refrenarla, hacerle ver que le conviene un receso o que nos conviene a nosotros, empujados a ir y a venir sin prestar atención a lo que la ida y la venida ofrecen. El mundo es de un cuántico que abruma, de verdad. Hoy escuché en la radio que ya no hay anuncios de juguetes en televisión. Las muñecas de Famosa no van al portal. Los niños se engolosinan con estímulos extraños. No sé dónde estarán los niños de antes, los míos, los que jugaban a las canicas y coleccionaban cromos, los ingenuos y los puros de condición. Está la cosa mal y va a peor. Pediremos cookies para que la aventura binaria, la de los ceros y los unos frente a una pantalla, discurra con más placentero desempeño. Ellos saben qué me gusta, yo sé que no sería nada sin que ellos me asistan cuando busco con qué amenizar las tardes. Las de antes, no sé si me estoy poniendo pesado en exceso, eran de otra pasta, tenían otra textura, otra ambición, otro propósito. Las niñas ya no quieren ser princesas, ni los niños se hacen los héroes cuando inventan juegos en las calles. Ni calles hay. Las hemos sustituido por pasadizos digitales. Todo está pensado para que lo reproduzca una pantalla. Ayer vi cien pantallas (ayer vi mil) paseando por las calles de Sevilla. Gente que pasea con el móvil en la mano. Que lo consulta. Que se para y hace pesquisa, indagaciones, incursiones en la materia cibernética del universo. Yo seré tambiénn uno de esos paseantes alguna vez. No hace falta que sancione, yo soy el sancionado. Qué habrá al final, dónde nos llevarán. Me pregunto si cielo será un carrusel o todo tendrá mansedumbre de escarcha y veremos por fin el rostro de la eternidad. Si es el cielo el anhelado cobijo o ni cielo habrá y habría sido tan solo de ida el viaje. El de ayer, a ver las luces navideñas de Sevilla, espléndido. Eso contará, después de todo. 

7.12.25

Delicadeza de caracol caramelizada

 

Fotografia de Marina Sogo

La Judería, en Córdoba, es un zoco, un crisol, una torre horizontal de Babel absoluta en la que gente de buen vivir, parias sin propósito, alucinados químicamente puros, alucinados de farmacia, criaturas angelicales de gesto cándido y sonrisa sin maña y cualquiera otra representación de la casuística humana se arracima y confunde, fatigando calles y placitas, permitiendo que el asombro pasee libre y espontáneamente y regrese, al final, rendido ante la evidencia de que La Judería, el barrio árabe de Córdoba, el que acordona la Mezquita-Catedral y alarga su enjambre de rincones perfectos hacia el saturado centro de la ciudad, comido por las moscas y la fiebre de la Visa Oro, concebido para que el progreso eche panza y dé más que cumplida cuenta de todos los deseos consumistas con los que nos levantamos y los que, en sueños, imaginamos. Y ayer (quizá fue hace treinta años) paseé triunfalmente por La Judería de Córdoba y advertí que el mundo es ancho y ajeno como decía Ciro Alegría, menos indigenista que globalizado, más parecido a un videoclip que a una película iraní de olivos perdidos en la distancia y hombres que meditan y ven cómo les crece la barba. Vi gente convertida en rebaño y vi al pastor. Vi al cofrade con sus vicios en la barra de un bar coquetísimo, uno de esos en los que no te importaría escribir alguna carta de amor o un poema galante con vocabulario subidito de tono y verbos copulativos que cabalgan el verso y se buscan la entrepierna fonética como el que busca aire después de tener la cabeza enterrada en la ignorancia una vida entera. Hay gente extraña. Y ahora pienso en David Lynch, en la oreja de Terciopelo azul, no sé bien por qué.

El mundo se resume en unos cuantos prácticos preceptos. Uno es divertirse a pesar de que el cielo se nos caiga encima. A partir de ese criterio fundacional y del que salen en comandita todos los demás uno puede fortificar su existencia, anular el dolor, consentir que la felicidad sea un paseo por una calle que huele a vino y a bocadillos de calamares y en la que el tiempo, el bicho cabrón ése del que hemos hablado otras veces, se adelgaza, se encoge, se convierte en una hebra de eternidad que atraviesa el aire y lo fecunda. De Lynch a Lorca. Del artista perturbado por la realidad al artista iluminado por el lenguaje que la nombra. Así que el sábado se llena de japoneses mi judería: ayer por la mañana, hace treinta años, en un espléndido hasta el hartazgo día de sol, nos encontramos todos en la Calleja de las Flores, un recinto minúsculo y sobreexplotado, al que se le ha hecho millones de fotografías y por el que han pasado otros tantos millones de espectadores del prodigio de luz y de contención estética, de minúscula evidencia del milagro del arte al que pueden aspirar ciertas calles de Córdoba. Y allí, al fondo, estaba el guitarrista acoplado a su instrumento, y a la vera, emanación de su yo o de alguno de los múltiples individuos con posibilidades de bilocarse que el guitarrista atesora en su alma sensible, estaba el cantaor, que se parecía bien poco al clásico cantaor de las estampas flamencas al uso y tiraba más al concepto de hippie puro, alimentado de anfetas líricas, incendiado de inspiración social, condescendido a transmitir su arte al pueblo allí arremolinado. Lo que vino después fue el mantra semántico del cantaor Hendrix y de su alter ego guitarrero. Los toques (correctos, nada que alarmara al oído avezado en flamenco) acompañaban al recitado o al revés, nunca lo sabremos. Se oían, eso sí, esferas de palabras, triángulos de sílabas, historias hilvanadas al compás andaluz de la bulería o del fandango y ahí, espléndido en su abstracción, único actor de esa argamasa informe (iba a decir infame) de versos satánicos, surrealistas, dadaístas, poliédricos, dodecafónicos, lisérgicos. Uno de ellos, uno que por alguna extraña causa se me quedó, decía: «Delicadeza de caracol caramelizado…». Y en eso estamos hoy, caramelizando la mañana con recuerdos judíos. Ayer estuve prácticamente toda la tarde intentando recordar el resto de la tralla sintáctica, pero me quedé en el caracol dulce y en su orgiástica (multiétnica, pluricultural, globalizada, interdisciplinar, bla bla bla) cantinela de fin de semana nipón.

El tiempo es una extraña circunstancia comúnmente disuasoria. Se tiene y se pierde, se apresa y se desvanece. Tiene la memoria estas ocurrencias, las de traer de vuelta asuntos que nos emocionaron y, por alguna razón no siempre razonable, se pierden, ingresan en el caudaloso olvido. Yo he sido un fiel paseante de todas esas calles cordobesas. Las echo de menos. Me hacen sentir que hubo un yo de sensibilidad promiscua y párvula. Con los años, en su trasegar arcano, esa memoria opera soberanamente: da de sí lo que ni uno espera, recupera instantes, los vierte con asombrosa pulcritud, exhibe su musculatura de animal bravo, heroico. Recuerdo volver a casa (ayer, hace treinta años) por todas esas calles del ayer, sentir el peso de la memoria de todos los que las pasearon con la misma extrañeza que yo. Somos extraños. Tenemos la extrañeza en la comisura del alma. Ella nos hace sentir que estamos vivos.

PosdataSantos estaba impracticable y no pudimos perdernos en el antológico pincho de tortilla y la caña tirada con esmero.

5.12.25

Incertidumbre


Me pregunto qué hará Dios 

en lo más oscuro de la noche. 

Si abrazar la tiniebla es un oficio. 

Si el cielo, cuando irrumpe la luz, 

está limpio y en esa blancura sin tiempo 

se esmera Dios en la voz 

y habla con más afecto a sus hijos. 

Pienso en si tendrán sangre sus manos 

o si la visión de la realidad no lo abruma 

y ni percibe el color ni el olor de la sangre 

ni advierte sus manos. 

Si Dios es un muerto en la noche 

que recita la arenga 

negra de su soledad sin motivo. 

4.12.25

Creer


Fotografía /  Inge Schuster


De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree haber encontrado la paleta de colores con el que Dios apartó la locuacidad infinita de la nada. El sensible sin interrupción. El facultado para dar con la esencia de las cosas con tan solo una exposición pequeña a su influjo. El creyente. Porque no es entender de lo que se trata, sino creer. Es la fe la que pulsa las cuerdas del universo para que suene la música de la luz. 

3.12.25

Ska, por favor

 



A Philip Glass lo dejé cuando entré en una etapa optimista de mi vida, así que todo es gratitud, aunque ahora lo escuche menos. Mientras estuve alicaído (me encanta esa palabra), recurrí a Glass. Esos bucles suyos, esas reiteraciones melódicas, que parecen enquistarse y ganar peso y perderlo, hasta que de pronto encuentras matices increíbles, aspectos inéditos, me hacían un paradójico conforte del que podía salir y entrar con extraordinaria facilidad. Glass fue un mantra feliz, por decirlo a la moderna manera. Notaba que cuanto más me gustaba Glass, menos ganas tenía de salir de mi abulia. He vuelto las veces suficientes y siempre he sentido esa punzada, la de la tristeza o, en un ámbito menos introspectivo, la punzada de la melancolía, que es un estado poético. Lo que pasa cuando uno entra en la música de Glass es que, al menor descuido, te absorbe, te abduce, te deja en un lugar en el que has estado antes y en el que no se está mal, pero del que precisas salir. Es tan elemental a veces que desconcierta, es tan hermosa que se tiene la sensación de que te hará más feliz, es tan extraña que no eres capaz de recordar una sola nota. Hace tiempo le grabé a un amigo un CD con música variada (Glass, Mertens, Sakamoto, Cage, que recuerde ahora) al que titulé "Música para desaparecer dentro". Siempre me gustó ponerle título a las cosas, y ése, en su rimbombancia, me pareció el más adecuado. Luego hice una copia para mí. Anda por ahí. Glass sirve para perderse. Ya digo que el regreso no es difícil, yo he ido y he vuelto muchas veces, hace tiempo que no hago el viaje, por cierto. A veces se deja de escuchar cierto tipo de música. No se premedita, no hay un momento en que verbalizas tu censura, sino que sucede sencillamente, sin que intermedie la voluntad a veces. Yo dejé a Glass, todavía no sé las causas. Hoy un amigo me lo ha traído de vuelta, me ha hecho mirar las baldas y buscar discos suyos. Tengo tres (Glassworks, String Quartets y un recopilatorio, quizá haya alguno más, debería hacer un inventario de todos los discos, pero me da pereza) a los que no he dado (por cierto) demasiadas escuchas. Será que estoy en un momento jubiloso o será que la edad me ha hecho recelar de las repeticiones y busque siempre novedades, cosas que empiezan de un modo y, al momento, mutan a otro. La música es una cosa misteriosa, no se puede decir mucho de ella, quizá no se deba. Ayer escuché ska (hacía mucho que no preocupaba por él, ni acordarme) y sentí que el tiempo no le ha pasado factura. A Glass tampoco. Suena igual que hace veinte años (más años) y yo estoy igual que entonces cuando me siento y lo escucho, sólo que siempre me viene ese estado melancólico, tan útil en ocasiones para la creación literaria, diría mi amigo K. En todo caso, moví más los pies con Madness. El minimalismo, en términos musicales, es infinitamente menos lúdico que el ska. Es eso lo que necesitas a veces, mover los pies, hacer brincar al corazón. Mi amigo K. sostiene que la música no es un estado de ánimo, sino uno orgánico. Es el cuerpo entero el que se comba o se agita o cae en un estado de trance molecular del que no se tiene propiedad exacta. Como una especie de ebriedad saludable. Hoy he tenido un rato y he vuelto a escuchar a Philip Glass. Ha sido un rato breve. Me ha hecho pensar en cuándo lo descubrí y he regresado a mi casa de Priego de Córdoba. Acababa de empezar a trabajar y tenía un piso para mí solo. Carecía de televisión. Apenas lo habitaba. Era más de calle entonces. Tenía un radiocassette (un Sony muy decente) que me complacía absolutamente. La cinta de Glass era una recopilación que hice con los discos que tenía en Córdoba, en el domicilio familiar. No existe ya la cinta. Guardo el silencio después del trajín del día, esos momentos de buscar cómo desaparecer dentro de la música. Y vuelvo a Madness en esta mañana de llovizna tímida (permítidme la redundancia) en la que solo tengo ganas de que el corazón brinque de nuevo y haga que el gris del cielo (espléndido, no crean) invite a que el azul lo abrace.


Aquí estoy, prendedme / Una muerte imprevista


                                                                         


Aquí estoy, prendedme 


                                                                Ilustración / Pablo Gallo


En el acto de la maldad está incluido el de la sanción, medra adentro, exige que se aprecie el desempeño de su causa antigua. Lo he sabido siempre, lo he repetido muchas veces. Quien se inficiona de maldad guarda la esperanza de que se le repruebe o ajusticie. Hay un anhelo de que alguien haga que se purgue la atrocidad que se haya podido cometer. El perseguido se alegra de que el perseguidor lo alcance. El pecador respira aliviado cuando descubren su pecado. El ajeno al bien se solaza cuando se le impregna o lo ocupa. El malhechor deja un cabo suelto para que el hilo conduzca a la madeja. Aquí estoy, prendedme, habéis tardado, debo expiar mi culpa, aceptar vuestro fallo. No penséis que fue deliberado, no hubo premeditación, ningún plan fue urdido, tan solo me cegué, fue el corazón el que se arrojó al fuego, la sangre se convidó de sangre y excedió el cauce previsto, todo se embrumó, la luz en su orfandad, el veneno en su vértigo. No tengo excusa, comprendedme. La tentación es mucha; la templanza, tan sensata, poca. Fui concernido al mal como el fuego a ser ceniza. Se me anunció hermoso el mal, ese ángel terrible. Vi sus ojos locos, su lengua sucia, la disciplina del fuego. Y ya no hubo templanza ni sensatez. No tuve piedad, ninguno de sus heraldos habló a mi oído para que la sangre meditase su enferma costumbre de siglos. No hay nada más difícil que ser un hombre bueno. Dostoievski fue tentado por esa trama y la rechazó por inasaquible: el mal pugna, su campo de batalla es infinito. Se duele el alma cuando no sabe cómo encerrar ese mal, pero acaba cediendo, permitiendo que discurra a su antojadizo capricho, abriéndole caminos incluso, cuidando de que no flaquee y haga su oficio con el desparpajo que sabe. El viento invisible de su causa sopla en los confines de su vasto territorio. Un retal de odio se enseñorea a poco que aprecia que se le está observando. Tiene vida el mal. Como si no hubiese otra sino la suya, la florecida de antiguo, la que se sabe contumaz y sabia. El bien comparece con titubeo, no hay con qué animar su coraje y festejar que esté allí, dispuesto a vencer a las sombras. Es de las sombras la luz. Lo vemos a diario, hay veces en que únicamente vemos sombras, impacientes sombras en el anhelo de rubricar su hambre de sombras. Y quien cae en estas mezquindades se sabe mezquino, y quien las recuerda, en un momento de arrebatado arrepentimiento, no se echa atrás, no pronuncia ninguna oración vivífica y salvadora. Habrá alguien que lo pare, alguien signado por el numen de la bondad que sepa cegar al monstruo, confinarlo en el olvido. Yo una vez pisé a una hormiga. Lo hice con entusiasmo, apliqué la suela del zapato con la saña guardada, levanté el pie y observé el cuerpecito roto. Creo que sentí una especie de alivio metafísico al saber que nadie había sido testigo de mi deliberado acto de crueldad. No presumí de él, no tuve la voluntad de airear mi iniquidad. A veces pienso en ella, en la hormiga sacrificada, en su ciega también aventura por la vida. Ignoro si albergaba en sus adentros algún tipo de inmoralidad cometida en su infancia o en el correr de su existencia. Se nos dijo en la escuela que son terribles cuando se mancomunan. Como un ejército asalvajado, cruento, ciego también. Está a las puertas, si no entre nosotros. No alardean casi nunca, apenas exhiben su bastardía. Rompen, hieren, arrasan, queman. Hay malvados que no lo parecen. Su discreción es indistinguible de su perversidad. Conque prendedme, yo la pisé, la hice trizas, sentí el crujido y fue música deliciosa. 

Una muerte imprevista




La hormiga cubrió la distancia que la separaba de mi zapato con lentitud y aplomo. La vi avanzar sin desmayo. Desafiante, heroica, desplazaba una hoja escandalosa en tamaño. Como una catedral para un feligrés en pecado. Tampoco sabría ahora decir si le costó o no. Sé que se plantó allí delante y no se movió en un par de horas. La hoja a su espalda, haciendo planes tal vez del propósito que secretamente le encomendaba. Mientras que ella andaba en sus cosas, yo entretenía mi ocio en las mías. Nunca había sentido una compañía tan insignificante. Ninguna que me causara zozobra tan grande, y ahí la hormiga avanzando, acercándose poco a poco al banco del parque, acarreando su hoja hacia yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo. En esa tarde, concluí la novela de S. Era buena, sin ser magnífica. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la entereza de los protagonistas. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. Dolía que ahí concluyera la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces quizá cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y un canto aplastase a la hormiga. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo.

Frenadol blues

  Andaba enredado en una página seria, qué sabrá uno, en la que se contaba amenamente que unos científicos han descubierto que el tiempo pue...