3.5.25

Comparecencia de los grandes adalides del maximalismo



Sigo ríos, ando la ocupación horizontal del agua. Somos muchos. Hemos venido con las grandes palabras, con la noche arqueada en los ojos como tigre, con la sombra fértil en el cauce roto de la sangre. Cuando se nos convenció de que todo era marasmo y foxtrot, todo fluyó deliciosamente. Era la gran eclosión del azul en el cielo de la boca, el proceder recto de las almas puras, pero el día se entenebreció, adquirió esa trompetería de barro. Queda la levadura de los primeros verbos, ese jardín del que no se sabe nada y, sin embargo, florece. Conozco el olor de las enfermedades del espíritu, el don del eco cuando recita su lamento. A veces adquiero la facultad de comprender la belleza de lo que tiene herrumbre. Todos la tenemos. Se desvanece cuando el óxido se ha convertido en espuma o el roto en cabal pétalo. Es la huidiza compostura de la carne la que prospera en la transparencia del espíritu, el objeto con su adherencia de milagro. Pero hemos dado con lo quieto en la comparecencia del tumulto, hemos visto la incertidumbre como quien ve una flor y la toca y siente que todo cobra entero sentido. Somos los extraños, los grandes adalides del maximalismo, el corazón de una catedral de piedra que advierte, de aire que gime, de luz que se desdice. 


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