Hay palabras contra las que se precave uno: las mira con solemnidad o con temor o no acaba de saber cómo mirar, no les asigna una rutina o un uso, y sencillamente las elude, no se da por enterado de que se han dicho o de que se nos ha impelido a que las entendamos y consideremos. Son huecos que no se rellenan, partes de la conversación que hacen enfermar la conversación entera. A pandemia le hemos dado carta de normalidad. Se ha incorporado con pasmosa naturalidad al acervo léxico de cada uno y la manéjanos sin estremecimiento: es nuestra, no será fácil apartarla, reintegrarla al lugar lejano en el que estaba antes de que las circunstancias la impusieran a la realidad. Nos atiborran de números (escrutinios, algoritmos, curvas, estadísticas, ecuaciones) y a ellos fiamos la transcripción fiable del texto: deberíamos haber sido convenientemente ilustrados sobre la locuacidad de las matemáticas. Quizá ellas solas logren lo que la literatura a veces no alcanza: dar un sentido, invocar un resultado. Hay palabras que se adhieren sin que se aprecie esa sutura. Ahí perduran. Avanzan con nosotros, las creemos familiares, pero no son en verdad propiedad nuestra: son de otros y el azar nos las confió. Es el tiempo de las palabras nuevas: vinieron para quedarse.
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