9.5.17

La inteligencia y Charles Laughton en un sueño


Fotografía: Josef Koudelka

I
Leí que Proust le daba poca importancia a la inteligencia. No creía que fuese útil para otra cosa que el medro social o económico, pero no en la gestión de las emociones, en la manera en que cada uno maneja el trasegar diario y lo que se lleva a la cama cuando cierra el día. Las mentes poco exigentes, todas las que no fueron bendecidas con el lustre inquisitivo de la inteligencia,  no sienten que se les tambalee ninguna de las certezas con las que combaten los reveses de la vida por la sencilla razón de que no las poseen o, en cierto modo, las tienen precariamente, sin que en ningún momento se les envalentonen y les arruinen la felicidad de la que puedan disponer. No sabemos qué es mejor. Tal vez esa indolencia o esa pereza de no desear saber más de lo estrictamente preciso sirvan para la épica diaria. Es mejor, me comenta K., dejarse ir, no pensar, no permitir que la realidad incomode. No estoy del todo de acuerdo con Proust, ni con K., aunque qué importancia tendrá eso. La pedagogía de la felicidad precisa de instrumentos cognitivos, dicho de un modo clínico. Hay veces en que es la cultura la que te salva. Otras, en cambio, es un lastre, un peso excesivo que se lleva con cansancio. Cuando me sobreviene un acceso de melancolía, leo a Gerald Durrell o a Saki. O escucho ska o valses vieneses. Lo curioso de esa inteligencia (de acuerdo que hay muchas bajo la apariencia de una) es que a veces le da por ensañarse con su propietario y busca dolor cuando es dolor lo que siente. A K. le gusta (me confiesa) escuchar música de cámara o algunos de los discos más crípticos de Frank Zappa o de John Zorn (como me apunta Alfonso García en un asunto anterior). Preferiría no entender, dijo un bartleby ocasional. No hay manera de entendernos, sentencia K. Sigue uno pensando que la constancia en las costumbres son un factor de bienestar, pero de pronto se le ocurre que sólo convienen las novedades, practicar deportes que no son los usuales, visitar lugares que no se conocen, leer libros de autores de los que no hemos escuchado nada o frecuentar a los amigos a los que hace tiempo que dejamos de ver. Al final todo es un camino por recorrer, un punto de salida y uno de llegada y, por más vericuetos y extravagancias topográficas que exhiban, todos son condenadamente rectos. Se sale, transcurre el trayecto y de pronto (o a veces sin que exista una noticia) se acaba o, por usar una forma verbal más a tono, mejor hilada al conjunto, acabamos.

II
Esta noche tuve un sueño de lo más extraño. Me hablaba un familiar de Charles Laughton. Él, con su oronda complexión, hablando un inglés críptico en mi sueño, corría zangolotinamente por ahí, como si tuviera seis u ocho años. Cuando pensé en él, en Charles Laughton, se me ocurrió que debe ser un señal de algo. No sé qué me deparará el día. Insistiré en esa imagen sofisticada, estaré pendiente. Por si aparece, por si el sueño contenía un fotograma de lo real.

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