26.8.11

Minguseando



La nostalgia es un territorio de riesgo al que uno puede entrar entero y salir demediado o irremisiblemente perdido. A veces me da por colarme en una película de Frank Capra que vi en la adolescencia y salgo indemne, pero otras es posible salir triste y exhibir esa tristeza durante unos días por parques y avenidas hasta que un disco de Dizzy Gillespie te pone otra vez en órbita y sonríes y el mundo entero sonríe contigo, como le pasó a Satchmo. La primera vez que te introduces en un disco de jazz sales perplejo. No cabe otra opción. El jazz, en un sentido muy primario de entender las cosas, es excluyente. Si te has abonado a la sensibilidad de Bill Evans luego no puedes entusiasmarte con Mónica Naranjo, salvo que estés de parranda y ebrio hasta las ojos y no te importe la rebaja sentimental, la pérdida de valores, la fe en la bendita bondad del alma y toda la filosofía escolástica metida en una bolsa del Carrefour. Incluso vale más el latigazo neuronal de esa señora que el júbilo íntimo de los standards del pianista flacucho, con gafas de pasta y tristeza en las manos. El jazz es excluyente, pero no hace fracasa los flirteos del alma concupiscible, que diría mi amigo K. Quien dice la voluptuosa y divinoide Mónica Naranjo, ponga el amable lector cuando galán romántico, cualquier combo charanguero de feria de pueblo.
Ahora escucho (no sé cuántas veces van ya, no sé las que me quedan) Pre-bird, un disco de 1.960 grabado por Charles Mingus, que era un caballero de oronda presencia, mirada esquiva y cara de estar buscando la fuente de la eterna juventud en el frágil vuelo de una nota de su contrabajo. Mingus es el tipo que tituló uno de sus discos con la repetición (salmódica casi) de su apellido. Mingus, Mingus, Mingus. Aquí estoy. Aquí estoy. Aquí estoy. Miradme. Soy el gordo que os va a poner jazz en los oídos. Luego nada será lo mismo. Os lo aseguro. Parece que Mingus oyó a Duke Ellington en la iglesia de la base militar en la que nació cuando tenía ocho años. Yo nací en Córdoba y la primera música que oí fue en un tocadiscos monoaural que mi padre tenía en un mueble del salón, junto a la tele en blanco y negro. El tocadiscos, marca Stibert, aireaba copla. Cuando yo tuve edad suficiente, ese concepto nunca es registrable en términos objetivos, me las ingenié para que los escasos ahorros pudieran ser empleados en discos. No conocía entonces a Sir Duke Ellington. Eran otros tiempos y mi cultura fonográfica se quedaba en los hits de la FM. Tiempos en los que no existían las radio-fórmulas y la gente de Radio Córdoba FM (los tengo en el alma, Pepa, Rafael, Ramón) programaba rock progresivo, blues del delta, jam sessions o superventas, pero de los que luego perdurarían, de los que ahora (sin pudor) llamamos clásicos. Pero Mingus oía a Ellington en la radio de la capilla. Hay mucho Duke en Pre-bird. En cualquier tema. Sólo hay que dejarse contaminar por el swing afrodisíaco de mi pieza favorita, Take the A-train. La usaban The Rolling Stones para abrir sus conciertos igual que Yes cogían El pájaro de fuego . Son sellos de identidad, formas solventes de que el espectador sepa en qué terreno se mete. No es igual escuchar Start me up a palo seco, nada más abrir el show, que sentir el riff de Keith Richards después de los vientos de la orquesta de Duke Ellington . Tampoco suena igual la voz de Jon Anderson sin el acomodo melódico que la introduce, la monumental obertura de Stravinski. Ahora me voy a parecer a Loquillo: Si yo tuviera un banda de rock (cosas más peregrinas ha fabulado mi inquietud en materia artística), haría que antes de cada concierto sonasen algunos compases de So what. Miles Davis sirve para estas cosas. Me vale Milestones. Incluso la agitadísima It don't mean a thing...


El jazz es una música impredecible que se adhiere con más fortuna al asombro que cualquier otra. Mingus es el mago absoluto de la impredicibilidad y Pre-Bird, que ahora da sus últimos acordes (treinta y pocos minutos de júbilo total), es un canto sublime de alegría por vivir y de amar la música casi como a uno mismo. Y ahora no es, en absoluto, nostalgia.

3 comentarios:

Miguel Cobo dijo...

En mi época aforística (vigente aún) definí el jazz como una música que no puede regresar a los instrumentos. Por lo que respecta a Mingus, próximamente en Summertime (atento). Y para terminar, mon ami, tú escribes jazz-literatura y de la buena: a la prueba de hoy me remito.

Freda dijo...

Esta pedagogía del jazz, qué hermosa.
Saludos desde el jazz del otro lado.
Buen blog. A seguirlo...

Emilio Calvo de Mora dijo...

El jazz, contaba Cortázar en boca de un personaje, es un biombo tras el que te ocultas. El jazz es un búnker o es una terraza a la que se accede por todos los caminos. Como la Roma del refranillo, Miguel. Amo el jazz cada día más. Leo sobre jazz, lo escucho apasionadamente, siento que acabo de empezar a entenderlo (no es así, no puede serlo, no hay forma de entenderlo del todo ni falta que hace) después de haber escuchado los miles de discos que tengo.

Gracias, Freda, de verdad. Eso de la pedagogía no es cierto. Es otra cosa la pedagogía, pero está bien que lo digas.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.