La idea que se tiene de la memoria es siempre falible. Cree uno que existe una propiedad de lo registrado, pero todo se deja contaminar por la imprecisión, por el veneno del olvido, pero hay algo peor que olvidar: no haber sabido. Po eso leemos: por alimentar la memoria y hacerla creer que hemos estado en lugares fantásticos, algunos a los que ni siquiera nuestra imaginación alcanza. Por eso necesitamos la imaginación de los otros, la fantasía de los que escriben para que podamos vivir las vidas que no nos pertenecen.
La memoria también se construye leyendo. O viendo cine. Todo lo que la realidad no nos ofrece y está codificado en los libros, en las películas. No habiendo estado nunca en Nueva York, la siento mía. Conozco calles, plazas, miradores. Habrá quien haya venido a Córdoba y posea de la ciudad, la mía en este caso, una idea que no he adquirido jamás yo mismo. La lectura es una especie de viaje absoluto, uno que se emprende en soledad. El verdadero viaje debería ser siempre solitario. Uno viaja solo. Llega solo, camina solo y regresa solo. Como la vida misma.
Recuerdo un personaje de Updike, no sé de qué obra, que era capaz de vivir enteramente con sus recuerdos. No precisaba ninguno más. Le valía ese inventario. Venía a decir, de verdad que está esto en bruma, como si la misma memoria me estuviera poniendo a prueba al saber que escribo sobre ella, que incluso no se precisaban una cantidad enorme de recuerdos. Bastaba con unos pocos, bien escogidos. Si el memorista estaba instruido, haría por adornar lo que flaquease, dándole la veracidad que no poseían. Al final, no se trata de haber vivido algo, sino de que alguien te lo haya contado con la suficiente eficacia como para que parezca que en verdad lo has vivido. Todo eso lo sabían los novelistas decimonónicos. Toda la Gran Literatura juega con esta teoría, la hace suya, la consuma, la sublima.
Ayer, en la cocina, escuchando en la radio Ay pena, penita, pena, el clásico de la copla de Lola Flores, el que escuché cien veces de niño, quizá quedo corto en eso de cien, recordé cosas que andaban perdidas. Recordé a mi padre poniendo el disco en su Stibert, dejando caer con severo mimo la aguja. Recordé a mi tío Fernando haciendo de Príncipe Gitano y cantando con quejío solvente el Cortijo de los Mimbrales en el salón de mi casa. Juro que estaban perdidas. Bastó la magdalena de Quintero, León y Quiroga para que acudiese la vida que ya no está, la de los recuerdos. No hace falta que sean muchos. La memoria es una noche negra lo mismo que un pozo.
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