27.10.25

El evangelio de las hormigas

 A la gente le gusta que se la advierta, pero luego hace lo que quiere, va a su antojadizo capricho, no se deja convencer. Sociedades de progreso se han malogrado por la desobediencia al sentido común de sus ciudadanos. Hay quienes caen y no se levantan si se les conmina a que lo hagan. Por terquedad, por algún mandato inescrutable. Por ejercer el derecho a disentir. Miran desde el suelo al cielo temblar en la bóveda del azul. En su ciega fascinación por la postura recién adquirida, se desentienden de sí mismos y no perciben a las hormigas que fatigan la pernera del pantalón hasta dar con el cobijo de un bolsillo. Es un acto diminuto el de las hormigas en su medro insólito. En cuanto determinativamente se ponen en pie, al considerar la circunstancia de la caída, se dicen que se estaba bien ahí tirados, razonan la bondad de esa horizontalidad bienhechora. Algunos lamentan que sea el azar el que los derribe y fuerzan venirse abajo de nuevo, las veces que haga falta. Cada vez tardan más en levantarse. Hay que cuidar no tropezarse con ellos. Los más hoscos te increpan si los pisas. Entonces echan mano al bolsillo y aprecian la terquedad de las hormigas. Creen escuchar lo que dicen, su lenguaje antiguo, sus palabras infinitas. La yema de los dedos aprecian el léxico, traducen el áspero diccionario de sus cuerpecitos. Si se envalentonan y cuentan la población de hormigas que llevan de un lado a otro, se les mira mal, dan que hablar. Si callan, se duelen por dentro. El pánico acude cuando la mano no encuentra hormigas en el bolsillo. Unos agujeritos hacen prosperar la idea de que han decidido ver mundo y han ido piel adentro. Avanzan con tiento, la sangre las mueve. Colonizan las vísceras, les dan bocaditos certeros. Ciegas, locas, engordan hasta que apenas pueden moverse. Su hambre es anterior a ellas mismas. El proceso invasor culmina cuando el cuerpo invadido se ha hecho hormiga. No es un proceso que dure poco. Sucede inadvertidamente. Primero se atrofian las extremidades superiores, más tarde las inferiores. La cabeza es la última que renuncia a su compostura sabida. Los ojos se empequeñecen, crecen por encima de las orejas (inexistentes en ocasiones) una especie de antenas. Algunas caminan por las calles. Son torpes en el andar, se desalientan a poco que avanzan. Caen, se levantan, caen de nuevo. Se determinan a proceder con la horizontalidad de antaño. Se las ve arrastrarse pesadamente. Su desempeño es ridículo. Parecen cansadas, algunas no medran en absoluto y se determinan a fijarse a un sitio del que no se mueven. Allí el otoño, la luz oblicua de los primeros soles, el temblor de la lluvia, los alacranes de la derrota. Una hormiga muerta es una evidencia de la tristeza del mundo. Un millón de hormigas alfombran los campos del porvenir. Los niños las evitan con saltitos muy graciosos, alguno se cae y sienta en los labios el hedor de la carne desvanecida. Ya no hay quien salga a pasear con el ánimo firme. En cualquier momento, se puede pisar en falso y dar de bruces con el suelo. A los de un espíritu menos formado ni se les ocurre apoyarse en las manos y levantarse. Se quedan allí, no tienen voluntad de que algo mejor suceda si enhebran de nuevo el camino. El hombre es una hormiga futura. La hormiga es un hombre por cuajar. Da pena ver que no dan con el hormiguero que las acoja. Ninguno les satisface, son pequeños, catedrales diminutas, hangares en los que todo lo ocupa el hambre. La mirada se les pierde a poco que la usan, será la falta de costumbre. Caen, se levantan, caen de nuevo. Ni rezar saben, ni gemir  Los curiosos aplauden el espectáculo grotesco. Se recrean en la observación pura. Los ojos rotos. Las mandíbulas inútiles. El recio abdomen. No comparece el lenguaje, no intercambian pareceres, opiniones sobre lo que están viendo. Abren mucho los ojos, se engolosinan con la quebrada compostura de las patas. Los más osados se agachan, por mirar con más hondura. Advierten que algunas de esas hormigas (o son hombres, ya no se precisa determinar cómo uno dio paso a otro) tienen los ojos azules y los dientes comidos de sarro. Otras son fondonas, barrigudas, enjutas, atléticas, adolescentes, senectas. Corrió la voz de que todo empezó con alguien que dejó que las hormigas se acuartelaran en un bolsillo de su pantalón. Las dejó ahí, no se molestó en desalojarlas, en devolverlas a su reino natural. Los fabricantes de pantalones decidieron omitir el bolsillo. Por temor a que se reprodujera el milagro de la consustanciación. El pan y el vino, ese prodigio sin tasar aún. Hay religiones que se han fundado con salmos menos líricos, dioses izados en las plazas de los pueblos con piedras de consistencia más endeble. 



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