19.5.25

Nadiuska en el multiverso 2.0


 


Ella lee las nubes cuando las demás ninfas cierran los ojos y el azul no predice un milagro. Ella es la distancia entre la herrumbre y los salmos, un rumor ocupado en desangelar el estro de los pájaros. Un día todos los caballos muertos serán emanaciones de todos los caballos muertos. Ni ángel que promulga edictos ni hormiga en el camino hacia el templo. La niebla es un mecanismo de defensa de los poetas sin metafísica. Las hijas bastardas harán comercio con sus poemas infantiles.  Basta franquear el umbral con la histeria de los soldados ciegos. Basta el humo de las grandes fábricas. Nadiuska está negociando la salvación de su alma. Todo lo que puede ser dicho no expresa lo que el silencio contiene. Mañana llevaré a la imprenta el diario de la redención. Llevaré una brújula en el bolsillo, llevaré cromos de la delantera del Atleti de mil novecientos setenta y ocho. Iré puesto de té birmano, verán mi corazón intimar con el barro, sabrán de la compostura metódica de mi sangre. Ella será un niño que obedece; mis ojos, tres piedras en la garganta de mi madre. Comprenderé la última voluntad de los insectos. En mi pecho fallecerán con unánime estruendo todos los días de la prosperidad y de la bonanza. Cuando me huelan conocerán el cosmos, sabrán de las palabras del aire. Yo tengo la respuesta, les diré. Ahora estoy aquí, en la enfermedad de las palabras. Me explotan cien alejandrinos en el pecho, pero el miedo asoma su boscoso lenguaje de trampas y de leche agria por la ventana. Patrullas de agentes lingüísticos vigilan un desatino semántico que amenaza con acostarse con todas las nínfulas del barrio. Siempre tuvo éxito el pecado. Uno de esos tozudos agentes ha hocicado su ojo hebreo por la hoja en blanco y temo que la burda canción devenga tragedia, vasallaje del tiempo al instinto, la menor de las voluntades de un dios caprichoso que aturde la tarde con su coro evangélico de pequeñas hostias musicadas. Me duele el oído interno, tengo el yunque devastado. Me duele el peso del mundo, que ya no es amor. Es óxido, trama de metales con su vocación de réquiem. Siempre tuvo éxito lo clandestino. Ángeles de discreto aspecto victoriano fatigan las aceras a la caza de algún niño con anginas o de alguna princesa convocada para la ceremonia de la lluvia. Ahora mismo Chet Baker proclama la vigencia de las anfetaminas en el muestrario de vicios burgueses. No me preocupa el silencio. Recatado y puro, el dios de la cosecha o el dios del orden mordisquean sin estridencias un salmo con versos endecasílabos. Vírgenes coreanas encienden incómodos verbos copulativos a la altura de todas las circunstancias. Mi madre, que ha aparecido de improviso, viste un kimono rosa en donde puede leerse un verso de Mallarmé en vasco, un verso de Keats en ruso. Los versos de Keats en el kimono rosa de mi madre, aparecida de improviso, imponen a la realidad una aureola de irrealidad o es justo al revés y yo estoy en la perplejidad del limbo, exploro el limbo como quien sale de casa y va al mercado y ve los puestos y se admira de la prolijidad de lo real. Los de Mallarmé. Todos los versos ungidos por el numen de la fe en la bilocación del espíritu. Mi padre duerme con una escolta de pájaros que lo izan muy alto y lo dejan luego en la cama para que no sepa que fue un sueño. Lo dijo el poeta. Yo sólo me dedico a poner al día los registros. Soy el que en la vana noche cuenta las sílabas. El inútil. El que no entiende ni la claridad ni la sombra. La poesía se abastece de estos desatinos. El poeta es un dios rudimentario y caprichoso. El poeta es un escriba de sí mismo. Un trémulo trino de trazos tristes. La poesía está adentro. El poema es un fulgor invisible, una luz apenas entrevista, un caos lúcido o un delirio. Uno escribe con pudor. No sabe bien qué decir, si convendrá o no. Si habrá pájaros. Si todo es un sueño. Si mi padre acabará echando a andar o a volar y ya no tendré que venir a verle dormir todas las tardes. 

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