19.5.22

Breviario de vidas excéntricas 12 / Lucio Saavedra

 Al principio, después de cada bronca con Irene, Lucio Saavedra se refugiaba en Verdi o en Donizetti. Se perdía desconsoladamente en las arias sublimes. Se colocaba justo encima de una cresta orquestal y desde allí dominaba el mundo. Como Cody Jarrett en el depósito de gas en Al rojo vivo, pero sin una madre castradora ni sintiéndose en la cima de nada. La ópera, su brío, su vértigo hermosísimo, le restituía el ánimo fugado. Luego, por no acudir siempre a los mismos paliativos del dolor, se atrincheraba en los sándwiches de jamón de York con queso fundido. Se despachaba a gusto en la cocina mientras Irene, pasillo abajo, iba cerrando estruendosamente las puertas, acotando con portazos barítonos la nómina de frases, el rico y siempre inagotable prontuario de insultos. Al tiempo que Lucio colocaba con mimo y dulce arrobo la última loncha de jamón, Irene cerraba un parlamento superlativo que la dejaba exhausta al modo en que queda un caballo cuando ha recorrido tres películas de John Wayne en Monument Valley. Como si los ladridos de los perros de Pavlov hiciesen casa en su cabeza, entendía que cuanto más prolongado y combativo era el enfado, cuanto más énfasis daba a las oraciones subordinadas, mayor era el grosor del sándwich. El tiempo durante el que se prolongaron estas amenazas de batalla termonuclear, Lucio entró en kilos.“ No más sándwiches”, se dijo. Da igual que un calcetín mal doblado principie un descenso a los infiernos o que un resto de salsa carbonara malee el esplendor pequeñoburgués de una camisa de tweed de marca. Cualquier desaliño en la recta observancia de ciertos preceptos castrenses movía a Irene a fustigar a Lucio durante un buen par de horas. Después las aguas volvían a su roto cauce (es un decir) y el silencio, como una música que ni se percibiese,, ocupaba las habitaciones durante las jornadas que escoltaban la llegada de un nuevo desastre doméstico. Hasta que un día no encontró Lucio refugio en Puccini o en el queso en lonchas y decidió preparar unas brevísimas maletas y poner tres manzanas de por medio: a casa de sus padres. De donde no debí salir nunca, sentenció al compás grave del único portazo que se atrevió a dar en su matrimonio

La casa de la infancia le imponía una armonía tácita. Al quinto día de plácida recomposición neuronal, la voz de Irene se convirtió, en el perturbado eco de sus recuerdos, en un arrebato de violines de Stockhausen, en una paranoia de hip hop metalúrgico. Nada de palabras: sólo masas enormes de cuerdas arrebatándole el oxígeno al aire, cordilleras de guitarras del infierno de contrapunto. Los días tranquilos devinieron en zozobra cuando Luisa y Federico, los pobres padres, decidieron, tras severas deliberaciones sobre la conveniencia de ser tan estrictos, dejar sentadas cuatro o cinco cosas. “No vaya a ser que el niño se vaya también de aquí, y dónde irá”, gemía la madre.“Tú habla, lo has hecho siempre”, insistía Federico. Y entonces, al principio, después de cada bronca con sus padres, Livio acudía a Verdi, a Puccini, a Donizetti. Las arias de toda la vida. Y arropado por el vigor de las masas orquestales, se envalentonaba y tosía tres quejas y un ultimátum. Con el tiempo, se cansó del lenguaje de los arpegios y regresó a la cocina. York con queso contra bel canto. Se despachaba a gusto mientras papá y mamá revisaban su vida. El noviazgo con Irene, sobre todo. Los años de riña. Los hijos nunca pedidos. Con la pieza última de queso despachada sobre la lámina de fino york, el punto final, un portazo a modo de bocado con un trago de cerveza después. Hasta que un buen día no vio Lucio amparo en estos caprichos culinarios y decidió preparar unas todavía más flacas maletas y fatigar, tripón y arrepentido, las tres manzanas del regreso. Llamar entonces a la puerta. Esperar que Irene estuviese de buen humor. Repetir las frases ensayadas durante la travesía del perdón y tal vez arrumbar en el sótano toda la discografía operística. Y a entrar a saco con el puerro y las espinacas.

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