17.1.21

Dietario 17

 Creo en mí mismo como el que tiene verdadera fe en Dios o en su biblioteca o en el corazón de quienes ama o en la luz de sol al abrir el día. Creo por variados motivos y ninguno sabría explicarlo. Son ellos los que me explican a mí. Confío en que creer así tan a lo loco (es un decir) no me perturbe más que descreer con cordura y no sentir como propios esa fe, esa biblioteca, ese amor o esa luz. Albergo la esperanza de que sirva para algo ese idilio narcisista. Porque si es baldío, si está hueco por dentro y el moho le crece como una floresta afuera, habré malgastado un tiempo precioso que, bien visto, podría haber empleado en propósitos menos firmes, en liviandades, en administrar con menos diligencia las tardes de domingo, pongo por caso, y entregarme sin rubor a las películas alemanas de saldo que programan en televisión y en las que una rubia joven y disoluta, de alta cuna y baja cama, se reforma y enamora a un viudo al que sólo le distrae la numimástica magiar y las primeras ediciones de la poesía dadaísta. Al final ella se cansa de su burguesa vida de mantenida y se echa un novio de la Europa del Este que militó en tiempos en las hordas de un club de fútbol. Darme al solaz sin remordimientos, entrever en esa molicie un signo de distinción o una evidencia de ese diletantismo al que nos empuja la edad cuando ya no nos queda tiempo para ejercer oficios de juventud. He aquí la martingala del tiempo. Nos hace creer en que tendremos ocasión de comenzar de nuevo, pero todo es repetición o bucle. De ahí la efervescente ilusión de que podemos creer en nosotros mismos. Imaginar que las tardes de domingo (hoy cae una) son noches de viernes o que el lunes, cuando arrecie, no nos hará más tristes ni deshará cuanto de hermoso hayamos hecho en el glorioso (déjenme) fin de semana.

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