9.5.20

Los muertos

A un personaje de Borges le parece increíble que un día carente de símbolos y de premoniciones pudiera ser el día signado para su muerte. Uno querría imaginar que cuando el azar o la enfermedad nos señalen con la fatalidad, algo extraordinario anunciase ese ominoso acto. El mío, dicho sea sin que el destino tome note o piense que me tomo yo prisas en estos delicados asuntos, podría estar enmarcado por un día de lluvia, en Venecia, en soledad, sin que nadie la padezca, acompañado, en todo caso, por el rumor de algún standard de jazz que dé sustento a la coreografía de mi fuga; o en la cama, vencido por el sueño y apartado definitivamente de ninguna ulterior vigilia. Así falleció mi padre bonito. Entró en su cielo de arcángeles y de paz sin el dolor que lo devastó en la alargada espera. Todos estamos en esa lista, a todos nos incumbe su liturgia. Acepto que la parca me pille escuchando un blues desgranado con morosa cadencia en el porche de una casa colonial en la calle Bourbon, en Nueva Orleans. También en un cottage muy, muy inglés, frente a una ventana desde la que se contemple un bosque. Yo es que soy muy victoriano cuando me lo propongo. Se podría fijar el óbito a la evidencia golosa de un escaparate de libros o un paseo por alguna brumosa calle del Londres que he aprendido en las películas de la Ealing y que guardo en dos lugares perfectos (todavía): mi corazón y una estantería reventona de películas que preside el cuarto desde donde escribo. Pero no es la muerte lo que me preocupa (nunca lo hizo) sino la forma en que se presente, el improvisado vértigo que cause, la posibilidad de que no concurran en ella circunstancias dolorosas para mí o para los míos. Nada que no suscriba cualquiera, por otro lado. No existe una didáctica de la muerte. No hay prontuarios fiables, a pesar de la voluminosa y esforzada bibliografía. No, al menos, una didáctica eficaz en esta cultura nuestra del gozo lúbrico y epifánico de vivir. Lo que hay, a espuertas, es una maravillosa literatura alrededor de su tétrica figura. Qué sería el cine negro sin la negra muerte. Qué leeríamos ‪de noche‬ antes de conciliar el bendito sueño. Justo anoche caí en él con unos cuentos estupendos de Patricia Highsmith. La tenía olvidada. No hay tiempo para administrar tanto placer. Solo hay que aplicarse (en serio, aplicarse con vehemencia) en los que surgen, en todas las cosas buenas que caen cerca. Nada que el amable lector interesado en estas luctuosas frivolidades no haya deseado o sentido alguna vez. Mientras tanto no ocurra, la muerte es siempre un asunto ajeno. Ninguno hay más ajeno. Citando a Epicuro, Machado dejó escrito que la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos. La antesala de la muerte no es cruel, me permito contradecir a Cela, ni su irrupción dulce. La dulce es la vida, de la que tenemos una propiedad pasajera y en la que los relojes la apresuran hacia su espera le finiquito. Los muertos no saben nada de mí, ni yo de ellos.

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Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.