3.4.18

Palabra de corazón

No sabe uno nunca cómo lo miran los demás, cree tener una idea aproximada, maneja cierta información más o menos fiable, pero no hay forma de salir afuera y contemplarse desde esa distancia clarificadora. Se vive en esa soledad imprecisa, pero tampoco debiera importar más de lo necesario. De pronto reparo en la inconsistencia de lo que uno toma por cierto, en la fragilidad de todo lo humano. Lo bueno (quizá) es no estar a salvo, no aliviarnos con la idea de que tenemos un refugio en el que cobijarnos, permitir que nos zarandee el azar o que la intemperie nos cobije. En ocasiones se vive mejor en ella. Hay más con lo que divertirnos en la incertidumbre. Hoy mismo pensé en lo fabuloso que es saber tan poco como sé. Lo que uno ha ido atesorando (la cultura es un objeto valioso en estos tiempos de oscurantismo y precariedad) sólo sirve para hacer que los días  sean más divertidos. Somos insaciables en ese asunto. Se levanta el corazón, brinca con entusiasmo sincero, al pensar en todos los libros que no hemos leído, en todas las personas que no hemos tratado, en todos los lugares a los que no hemos ido, en todas las palabras que no hemos dicho, en todos los abrazos que aún no hemos dado. Se queda ahí, enhiesto y febril, con toda la maravillosa virilidad de la sangre, desafiante, un poco chulo. El corazón es una criatura que delinque a su antojadizo deseo. Comete a diario los delitos que la cabeza no consiente. Por eso no hay que pensar en demasía. No tener una idea certera de las cosas grandes o de las pequeñas, hay que dejarse ir un poco. 

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