La pértiga describe la locuacidad del ojo.
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El poeta es el cartógrafo del alma.
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El poeta es el cartógrafo del alma.
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El
teólogo es un novelista del aire. Todos los feligreses son, en el
fondo, teólogos novatos. Dios es el crononauta favorito de todos los novelistas de ciencia-ficción. A Dios se le reserva siempre el papel principal de todas las tramas cósmicas.
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El escritor siempre fornica con su prosa.
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El lector es un voyeur. No hay actividad más privada que leer. Ninguna.
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El lector es un voyeur. No hay actividad más privada que leer. Ninguna.
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El náufrago escribe monólogos de alga.
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La fatalidad carece de efemérides.
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El azar escribe renglones torcidos para lectores perezosos. La fortuna es el numen.
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El azar escribe renglones torcidos para lectores perezosos. La fortuna es el numen.
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Lo dijo Shakespeare o su negro: desconfía el viejo del joven porque ya lo fue.
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El pecador es el que oye que alguien le acusa de sus pecados. El que delinque es laico; el que peca, no.
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Cioran
gemía, tumbado en su sofá, esperando que los lamentos le abriesen los
poros y le entrara a tropel el conocimiento. Yo quiero ser Cioran. No ejercer ningún oficio.
Ser un dios de mi pereza. Quiero ser un Ciorán del siglo XXI. Con
tweets y whattsaps. Con Spotify y con mi editor de blog. Un Cioran meno
drástico, en todo caso. Uno que posea un sentido muy refinado del drama.
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Kim
Novak apareció anoche en un tramo irrelevante de un sueño mío muy huidizo.
Hoy me duele Kim Novak en los ojos y tengo la mirada como perdida y la
cabeza a ratos me descabalga de la realidad y me empuja, alucinada, al
sueño que no retuve. Me duele Hitchcock a la altura de todas sus rubias.
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Todos estos años de cómplice matrimonio con el aire y cuesta todavía meterlo entero en el pecho y sentirlo estallar dentro.
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Puede
suceder que en unos años la vida vaya en serio y tengamos que armarnos
finalmente de valor para andar con firmeza. Cómo echo de menos que Gil de Biedma, en estos tiempos de zozobra y de
vértigo, nos contase qué pasa. Hace falta que nos lo cuenten bien, en todo caso.
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Lo peor es perder tan miserablemente el tiempo y acabar descubriendo que hemos gastado los años y todavía nadie nos haya dicho qué bien planchada llevas el alma. El alma no hay quién la entienda. Hay que echarla a los perros. Que se la coman entera.
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A
veces vivir conduce a irnos queriendo mucho, a entender los retos, a
domiciliar en la memoria piezas de un sueño, historias recientes de
amores imposibles y de pasiones evitables, desmayos a última hora de la
tarde frente a un disco de Sarah Vaughan, besos muy logrados tras años
de fatigado oficio. Me quiero mucho.
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Todo el amor que yo puedo sentir cabe en un verso de Pessoa, pero no de los tristes, no de los que te hunden, no de todos esos versos de Pessoa que huelen a papel antiguo.
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En verdad fuimos hermosos, pero la belleza ya no es útil. No sabemos qué es útil. La belleza, a veces, no basta.
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Ha
llegado la hora mineral, la gran hora sin maquinaria que somete el azar
a un pulso siniestro, que comete imprudencias del tamaño de un corazón
sin amarre, que escribe convulsos versos de amor con menuda caligrafía
de principiante. Ha llegado el corazón más humano a conveniencia del que
escribe, varado en la trágica evidencia de estar perdiendo la
inspiración a medida que se acaba la batería del portátil. Ha llegado la
hora de escribir las grandes palabras. Creemos que las grandes palabras están en las obras de la religión, pero hay grandes palabras en los juegos de los niños, en las canciones de pop más livianas, en lo que decimos cuando alguien nos saluda o nos pide que le confiemos un secreto.
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Donde
la noche nos habita. donde las palabras declinan oscuros favores y
erigen inmensos páramos, lugares para el abandono, jardínes que sólo
holla el viento. Los poemas de los quince años vuelven. Están aquí. Me están mirando. De éste no hay ni siquiera un título. Sería incapaz de escribir uno ahora. No lo considero ni mío. Ni esto que escribo, una vez lo termino y el editor lo registra, me pertenece siquiera. Toda la literatura es anónima. El que la escribe, al leerla, la cree ajena.
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Me encanta buscar en el diccionario el léxico de mi fracaso. Páginas enteras. Palabras mías. Historias que no imagino en otros.
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Afuera todo se abisma y concluye. La fragilidad de las cosas. La posición de los astros. El peso de la cordura.
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Triste
andamiaje de los años, travesía sin término, espejo inocente, la
herrumbre secreta, el insomnio tan urdido. Me duele el pecho. Se me
abomba el pecho. Parezco John Hurt en el Nostromo.
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Los
años ocultan siempre la verdad. Algunos la ocultan con más oficio.
Otros no se manejan en estas frivolidades y se advierte la siniestra
trama en los meses bisiestos.
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Bien
está contar con un biógrafo propio, uno que constate el vértigo de
haber vivido, uno que argumente la miseria y la gloria y dé crédito a
los placeres depositados como memoria festiva, en su costra. Óxido en
júbilo. Unos versos de Leopoldo Panero (otra vez) anoche. Es la primera
vez que lo leo sabiendo que no está. Nunca me ha pasado con Garcilaso de
la Vega, con Kafka, con mi buen Borges. No sé a qué este desvarío mío.
Con qué propósito mi delirio lo urde.
2 comentarios:
Me parece una recopilación delirante de pensamientos sin gobierno, pero de una belleza turbadora. El terreno personal lo has convertido en materia pública y difundible. Un descubrimiento tu escritura, Emilio.
Andrea Corral
De acuerdo con Andrea en la belleza de los escritos. Me producen zozobra y me hacen sentir muy sensible. Lo mejor es el que dice que los años ocultan siempre la verdad. El tiempo es terrible. No puedo elegir uno. Un placer entrar por aquí....
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