28.1.16

La rapsodia bohemia

Debería haber una cierta impunidad en algunos crímenes. Una del tipo que te permita más tarde proceder con entereza y hasta con naturalidad frente a los demás y llevar una vida ordenada, en nada escandalosa, cívica, sensata también, pero no la hay. La impunidad no existe. Te educan para el remordimiento. No sabemos que hemos pecado hasta que alguien nos informa de la naturaleza terrible de nuestros actos. Así que matas a alguien y se te cae el mundo encima. No importa que el cadáver no sea recuperado. No es relevante el hecho de que nadie te acuse. Tú sabes el mal que has causado. Se atasca entonces el alma, se embota y ya no es posible besar a un hijo o estrechar manos cordialmente con la ufana naturalidad de antaño. No hay manera de leer un libro sin caer en la cuenta de la atrocidad que cometiste. No puedes lidiar con la rutina del trabajo sin considerar la miseria a la que has abocado tu vida. No la hagas, no la temas, oigo decir. Yo la hice, la temo, no hay vuelta atrás. Es mi cabeza la que me inquieta. Soy yo el perturbado. No necesito que me señalen. Me basta recordar. Sé, sin que se precise el concurso de los demás, su participación necesaria, que he obrado mal una vez y muchas veces. ¿Quién duerme ahora con la conciencia tranquila? En esa mansa vigilia que precede al sueño te invaden, como lobos, todos los muertos que has ido abandonando en los bosques, en las afueras. Como en una mala película de serie B, truculenta y casposa, la conspiración va urdiendo su trama secreta y todo conduce irremisiblemente a la detención del criminal.  En cierto modo, ansío que den conmigo. Tampoco me decido a presentarme en comisaría. No se me hará caso. No lo han hecho antes. Creen que desvarío, no escuchan lo que les digo, no me toman en serio lo que les confieso. 

El cine forja sus héroes y sus villanos, pero la mano asesina carece de mitologías: no obedece a argumentos. El crimen paga, reza la leyenda. Ojalá yo pagase. Imagino que pagar es también zafarme de la culpa con la que no soy capaz de seguir viviendo. No es vida la que tengo. No he podido volver a los parques y ver la evolución de los juegos de los niños. Al principio cuidaba que no me descubrieran. Luego me entusiasmó la idea contraria, la de descuidarme completamente y esperar a ser descubierto. Me duele no haber enterrado la culpa junto con el muerto. Y ando las calles sin aplomo, ajusticiado, solo, entregado a los remordimientos. Y la hormiga muerta aparece en mis sueños, demediada, en la suela mortal de mis Nike de cien euros. La pobre, la inocente. La hormiga a la que no di oportunidad, la hormiga que me duele en el alma al probar a conciliar el sueño o cuando, al despertar, pienso en que tendré que salir y en todas las hormigas que pisaré. Me atormentan todas las hormigas que los demás pisan. Con voluntad o sin ella. No entro en esas consideraciones. Cómo podría hacerlo.

26.1.16

Historias varias / Reseña del disco de Xavi Nuez: Escribir bajo la lluvia canciones que prometí




Los viajes exigen riesgo. La idea de viajar, de ir de un sitio a otro, requiere la voluntad de perder algo. La cultura es a veces una renuncia. Sale uno con un equipaje y lo abandona en el camino porque no lo precisa. Acaba de descubrir que no le hace falta nada de lo que contiene. Prefiere empezar de cero, una especie de formateo o de reboot interno. Yo era aquél y ahora soy éste. Algo así, en lo musical, podría contar Xavi Nuez, un músico que indaga en cómo sería dejar de ser lo que fue y ser otra cosa, aunque sea transitoriamente, por ver qué hay en el trayecto y qué encuentra a su término. Xavi viene del punk y del metal y del hard rock. No es un asunto baladí éste. Del punk a veces no se va a ningún sitio. No porque sea una vía muerta, no porque el punk se cierre en sí mismo, se encapsule y censure cualquiera injerencia externa: no se va a ningún sitio porque es un género hermético, de difícil acople con otros o porque el punk o el metal o el hard rock en menor medida, se deja intimar poco, no da muchas licencias. Quizá ninguna. Hay que resetear, ya lo hemos dejado escrito. Tal vez ahí resida la razón por la que Xavi Nuez opte por iniciar su carrera en solitaria, sin la banda en la que tocó, The Sick Side o Akoso antes, y probar texturas más endebles en apariencia, de fácil escucha si se piensa de dónde procede el autor y en qué escenario ha decidido situarse.

Historias varias es una aventura periférica, un manifiesto personal de adhesiones, de afectos, admirable en su deseo de llegar lejos, de hacerse oír, de encontrar un hueco. Debe haber suficientes huecos en el mercado, no lo dudo, pero debe ser difícil instalarse en uno, plantar un escaparate lo suficientemente vistoso como para que el transeúnte se pare delante y al menos dedique un tiempo a apreciar lo ofrecido. Lo que Xavi Nuez ofrece es un disco que crece conforme se escucha. No se gasta, no agota su caudal de sentimientos, su particular sentido de la belleza: prefiere circular con esa modestia de lo que acaba de echarse andar, sin querer todavía llamar mucho la atención, pero dejando evidencias de que todo está pensado, trabajado a conciencia, cuidado al detalle. Sólo hay que fijarse en los arreglos de las guitarras, en el manejo limpio de melodías que van creciendo, sin solaparse, sin repetirse. Cae uno en la cuenta de que no hay músico al que no se le vea el plumero, de quien no se adviertan influencias, a quien no se le aprecien los afectos. A Xavi Nuez le debe fascinar el pop, el rock, el folk y hasta la clásica. Todo está aquí, en estas pocas canciones, en esta media hora de intensidad honesta, a la que quizá sólo se le eche en falta una brizna de osadía instrumental, asunto que quizá le interese poco en esta ocasión o no ha habido, por parte de quien le produce o asesora o aconseja, esa voluntad de cuajar un producto más cuajado, con arreglos de disco grande, aún a pesar de que su tamaño es enorme, por lo que muestra, por cuanto anuncia.

La voz, esa afinación intensa, esa inclinación al desgarro contenido, a caer sin tener necesariamente que darse de bruces con el suelo, hace que las canciones adquieran un peso, una especie de tendencia a mantenerse en el aire, a no difuminarse, pero escuchando canciones como La canción que prometí o Un día especial, probablemente la que más se apega al oído y la más radiofónica, pensé en una voz de más dulce timbre, en una de esas cantantes de asiento indie que apuestan por susurrar, por hacerlo todo melifluo, mínimo, de una intimidad hostil a veces. Y las imaginé bien, comprendí que es un material de recorrido largo, que gana en versiones, en adaptaciones, en esa idea popular en estos tiempos de añadir capas y hacer que una cosa parezca otra, aunque si prestamos atención se advierta que está ahí debajo, esperando que se la reconozca. También pensé, cómo no, no seré el primero, en el Bob Dylan de los sesenta, antes de descubrir la bendita electricidad y tocar en los grandes estadios, cuando iba a las universidades y a los bares oscuros donde se tocaba a pelo, sin amplificar, sin interferir en la naturaleza primera de la música, la del que canta mirando a la cara al que escucha. Así podría sentirse Historias varias. Como una confesión de un amigo a otro. Uno que se vacía y otro, paciente, que se va llenando. Justo lo que no es posible encontrar, al menos no con esta intensidad lírica, en el rock cañero, en el punk o en cualquier género que no requiera la quietud del que escucha. Aquí, no se cuestiona eso, la quietud existe, sin que esa circunstancia endulce el resultado, lo rebaje. A mi adorado Neil Young, por contra, se le da estupendamente matrimoniar el rock de garaje, el sucio, el desgarrado, con la poesía, con la lírica, a la que se encomienda la transmisión de los valores, la belleza de las emociones, incluso la frescura y la hondura del lenguaje. Xavi Nuez no es Bob Dylan, ni Neil Young, pero de seguro aceptaría irse viendo en ellos, dejando que las melodías se impregnen de toda esa rabia urbana de quien no ha dejado del todo el ruido. No ha muerto la electricidad. Quizá se quedó a la espera, por si la llaman. 


Adenda:
Xavi Nuez no es nadie a quien conozca. Sólo poseo la información que cualquiera podría sacar en la red. No obstante, hay mucho extraíble del disco que está promocionando. Supongo que por eso me invitó a que lo reseñara. No quería (imagino) una crítica sesuda, de las que despachan las revistas del ramo. No es ése mi oficio. Me ciño a dejarme llevar por lo que me cuentan las canciones. Las suyas son un libro abierto, como suele decirse. Se expanden, alcanzan la lejanía que a veces no procura el rock, de donde procede. Interesa la historia de cada canción (el amor, la mirada interior, el desasosiego, la desesperanza) y lo que el músico (el compositor también) elije para que esa visión de la cosas prospere. Cada deseo tiene una melodía que lo explicita, podríamos decir. A mi respecto, agradezco la confianza en que yo pueda contribuir a que Historia varias se difunda. No alcanzo a comprender qué puedo yo hacer, a qué acudir para que esa confianza no flaquee o acabe yéndose.Si pedirme que diga si me gustó o no su disco pueda ser útil. Sé, faltaría más, que es un disco primerizo; sé también que tiene pasajes que brillan (esos arreglos de guitarra son buenos de verdad) y otros, cómo podría ser de otra forma, menos intensos, y que Xavi Nuez, a poco que persevere, se hará oír. Perseverar, he ahí el problema. No creo que Xavi pare aquí.


20.1.16

Marte / En el planeta rojo también se acaba el ketchup


En lo narrativo, en lo plástico, la ciencia-ficción siempre ha manejado bien la trascendencia, esa vocación metafísica de buscar a Dios en la oscuridad del espacio. Scott, en vez de afiliarse a la filosofía o en la acción, a la que también le debe mucho el género, prefiere inclinarse por la sencillez, por la pulcritud narrativa, por la pedagogía incluso, y filma una historia de un náufrago al que Matt Damon, que nunca fue santo de mis muchas devociones, interpreta con naturalidad al astronauta varado en Marte, abandonado al dársele por muerto y, por los indicios que deja y se registran en la Tierra, rescatado, abrazado y convertido en héroe nacional. Marte es también un homenaje a la inteligencia del ser humano, un canto al instinto de supervivencia y a la esperanza de que siempre hay una solución si se aplica el ingenio y se posee la voluntad de no considerar disuasorio el fracaso.

Optimista, feliz, didáctica, Marte es la película de ciencia-ficción que menos se adscribe al patrón que las enmarca a casi
todas. Toma su discurso de la ciencia misma y deja de lado, no del todo de lado, a la ficción. Todo en Marte podría ser previsible, no hay casi nada que transmita la zozobra de la intriga, pero el metraje discurre con un sobrecogimiento absoluto. Lo consigue al sacrificar la pomposidad, el estruendo, todos los ingredientes de la space-opera clásica y abrazando, sin ambages, el lado alegre de la vida, la defensa a ultranza de la vida, por encima del caos y del abandono, heroica y festivamente. 

El otro elemento seductor en la cinta es el paisaje, el rojo paisaje de Marte, embaucador en su belleza, enigmático, virgen y también letal. La relación que el astronauta entabla con él es en todo momento de respeto. La naturaleza es el enemigo al que hay que derrotar con los ingenios que proporciona la inteligencia. Ahí es en donde Marte brilla como esa especie de documental encubierto que es: Scott se deja engolosinar por los prodigios de la ciencia, por la bondad de la ciencia, y la encumbra, la endiosa, la convierte en un arsenal de armas no convencionales, no las habituales del género, pero las más convincentes para desarrollar el discurso humanista de la película. 

Antítesis necesaria de la hiperbólica Interstellar (Christopher Nolan, 2014) Marte gana conforme uno va pensando en ella. Lo hace por su sencillez, por su condición heroica también. A todos nos gustan los finales felices e importa escasamente que éste ya se intuya a poco de que se masque la tragedia y el astronauta quede abandonado en el planeta rojo y se le dé por muerto. Sabemos que Mark Watney, el agricultor marciano, el botánico entusiasta, tendrá fe y aliviará la soledad merced al trabajo con el que resolverá su cautiverio. Scott, que es un perro viejo y sabio, elimina de un plumazo la tesis psicólogica. Watney, el astronauta, es un ser emprendedor, feliz, radiante, una especie de McGiver del espacio que a todo le saca provecho y que en todo ve un indicio de salvación. No cae en hurgar en la oscuridad del desamparado, en su tragedia íntima. Decide escamotear esa parte, salvando trozos muy deliberados en los que el astronauta, que graba un diario y registra sus pensamiento como si entablara un diálogo con la posteridad, razona siempre de modo festivo, sin caer en la cuenta de que no hay nadie más lejos de casa que él y de que rescatarlo será una epopeya. No sé qué película hubiese salido con un Watney menos eufórico. Quizá ahí hubiese estado la película de acción, la combativa, la que resuelve el conflicto sin que intermedie la ciencia, sino la violencia. Al fin y al cabo, es una batalla lo que se entabla con el medio (como la del protagonista de El renacido/The revenant, la última película de Alejandro Iñárritu, en la que la naturaleza es hostil, es encarnizadamente hostil)

Rodada a modo de dietario, consignando días y cosas que pasan en esos días, Marte se insufla de una banda sonora magistral, de un optimismo acorde a lo que se narra. El portátil que un miembro de la expedición deja en la base marciana contiene un archivo de canciones en donde no falta la música disco de los setenta, que es la que ameniza el viaje interior del astronauta, toda ella dinámica y positiva e integrada de modo formidable en la narración. Scott no ha hecho otro Blade Runner, ni se ha atrevido a poner en circulación al viejo Nostromo de Alien. No ha buscado grandilocuencias, no ha hecho que nadie grite de terror. Lo suyo es una travesía romántica, espiritual casi. No todo es maravilloso en Marte, por supuesto. Gana su empaque visual, su maravillosa puesta en escena, esa pulcritud en lo narrativo, que fluye sin que percibamos el movimiento. Incluso se aprecia el humor que lo llena todo. Pierde en lo sencillo de su propuesta, en que es demasiado íntima y que el paisaje, desolador, se desaprovecha, aunque lo miremos con fascinación cuando el protagonista lo pasea en busca de alguna luz que lo guíe. 


17.1.16

Se muere mejor en sábado





No hay nada mejor que elegir quién nos mate, dónde morir, qué arma será que la satisfaga ese deseo privado. En los juegos uno muere las veces que convenga morir. Se teatraliza la muerte, se le impone una coreografía, se escribe un guión para que explique de nosotros mismos lo que tal vez no supimos explicar en vida. En cuanto se ha resuelto la escena, el muerto se pone en pie y, por paradójico que parezca, se reincorpora al juego. No sé la de veces que habré escenificado esa defunción interesada. El mejor día para morir era el sábado. Cuanto más sucio llegaban los pantalones a casa, más había intimado con la muerte. La limpieza indicaba un sábado aburrido, uno en el que nadie me había disparado. Ni yo a nadie. Lo que todavía no he comprendido es ese amor incondicional a la muerte. No creo que sea únicamente el emular los roles trágicos de los héroes o de los villanos que veíamos en el cine o en la televisión. Yo, a esa edad, no veía mucha televisión y, por supuesto, no iba mucho al cine, y menos a películas en donde se explicitase la violencia de ese modo, en donde matar y morir fuesen una parte esencial de la trama. Quizá la rúbrica de la muerte venga de fábrica, la tengamos alojada en la memoria ancestral, la que los antropólogos más innovadores sospechan que hemos recibido como herencia y produce que tengamos, en una especie de hibernación, todos los recuerdos de todos nuestros antepasados. La violencia, el mal como rito, está escrita en el correr tumultuoso de nuestra sangre. A la educación se le encomienda la profilaxis, ese cuidar de que el mal no se pasee a capricho y no malogre todo lo bueno que se espera de nosotros. No se espera que matemos, ni siquiera en la ficción del juego, pero matamos y morimos, disfrutamos esgrimiendo el arma con la que controlamos el mundo, aceptamos que en la reyerta es posible que perdamos y caigamos al suelo, derrotados, muertos. Se muere para que el juego no se detenga. Se mata por las mismas innegociables razones. Importa el juego, su voluntad invisible de ocuparlo todo. Y qué placer ser abatido, notar el impacto de la bala, saber que nuestro mejor amigo - una vez que acaba el juego, claro - es el que nos ha apartado. Quién mejor que nuestro amigo para concedernos la posibilidad de elegir qué gestos haremos al desmoronarnos, qué últimas palabras diremos, con qué mano taparemos el boquete que nos ha producido el impacto. Hasta las niñas se prestan en ocasiones. Morir para ellas, sin embargo, no es una opción, no lo es de un modo tan apasionado. Yo he visto alguna caer como un fardo. Y mueren mejor, con más sentido de la dramaturgia, con una inspiración fúnebre más intensa. No recuerdo si he matado alguna o si alguna me mató a mí. Hay cosas que se van olvidando. Las acalla uno, las silencia para que no nos avergüencen  después. 

El numen, ah el bendito numen


Hay que cosas que se le ocurren a uno y de las que piensa si alguna vez fueron ocurrencia de otros. Escasean las ideas originales. Quizá estemos saturados y nos basten las que ya existen. A la realidad se le exige que nos asombre, se le encomienda que nos restituya la ilusión que ella misma nos esquilma, un poco a conciencia, como si de verdad se empeñase, y otro por azar, porque estábamos ahí cuando todo lo que no nos convenía cruzó delante y nos succionó. Se escribe o se pinta o se hacen fotos para que la realidad, la privada al menos, brille, ofrezca lo que se guarda y a lo que únicamente se accede escribiendo, pintando, haciendo fotos. Se lee, se admira un cuadro o una fotografía para adquirir el mismo asombro. No es jactarse de lo leído, de lo que presumía el buen Borges, sino de agradecer que otros escriban o pinten o hagan fotos o canten o se monten una cámara al hombro y filmen o esculpan o toquen el piano o la guitarra o hablen como si hubiesen sido bendecidos por el mismo cosmos, por su secreto centro inefable, por algún dios -alguno habrá, no uno al que montarle un templo, no uno figurable y exigente- que obre estos prodigios o todo es voluntad del trabajo y de la inteligencia y del numen. Ah el numen, no se ha escrito todavía nada definitivo sobre el numen. De no haberlo, de no existir, el mundo seria un caos. Lo es incluso en su divina presencia. El numen, el sagrado numen. Hoy me acuesto pensando en el numen. Mañana me despierto sin aclarar nada de lo pensado. Mejor así, mejor no indagar, mejor dejarse llevar.

12.1.16

Todos los bowies que conocí




Un andrógino, un libertino, un histriónico, un bufón, un camaleón, un diablo, un dios transformado a conciencia. Bowie fue un criatura inabarcable. Se le ama o se le detesta sin que exista mesura en esas dos medidas. Era fácil endiosarlo. Ejercía una fascinación primitiva, provocaba con la facilidad natural que otros no tuvieron jamás. Sólo Iggy Pop anda ahí, en su estela, pero no hay nada que los iguale. El maestro fue vencido por el alumno. Luego vinieron los personajes que diseñó. A ninguno le tomó mucho afecto. Los usaba, los tiraba. Creía en ellos como el perro sin dueño cree en la mano que le echa un hueso. Importa el hueso, la creencia de que siempre habrá alguien que le descubra, aunque sea el viejo fan, el que compró el vinilo de las aventuras de Ziggy Stardust, las aventuras lisérgicas del Berlín oscuro en el que se declaró fascista, el transgresor que antepuso la imagen a la misma música y paseó, orgulloso, su abrumadora personalidad, insoportable a veces, su megalomanía, su extremismo gestual, su teatralidad absoluta, su fetichismo insultante. Quiso deshacerse de todos ellos antes de que le calaran. En realidad no le dolían, no eran suyos, eran más de los que los adoraban. A él le incumbía la intimidad insobornable, de la que sabemos poco o nada. En Bowie todo es juego. Incluso el Bowie malo, tantas veces malo, el que se exponía a caer bajo y terminaba cayendo, era bueno a ojos de sus fieles. Supo como pocos crear un ídolo. Tal vez la sacrificada fue la música. Prefirió el cine, las turbulencias del negocio del cine, más bien. Se codeó con los grandes o dejó que los grandes se codearan con él. Sólo precisaba un modelo al que replicar. Como Borges en literatura, Bowie sublimaba todo lo mediocre.

En 25 discos (Blackstar, la última joya, hace cuatro días, en su sesenta y nueva onomástica) no dejó género sin experimentar. Abrazó el rock (el glam rock, el punk rock, el rock sideral, el gran rock salvaje de los primeros setenta) con Hunky Dory (donde estaba Life on Mars y estaba Changes, premonitoria) y con The rise and fall of Ziggy Stardust and his spiders from Mars (mesiánico, cosmológico: magistral, ambiguo y magistral) Después llegó el soul, el funk, el aire fresco de Detroit y de Philadelphia (Young americans). Hasta aquí era un Bowie voluble, sin un asiento fiable, dejándose influir e influyendo, ejerciendo de líder espiritual del rock que estaba por venir (U2, The Stranglers, toda la new wave oscura de Siouxsie and The Banshees, Echo and The Bunnymen o los primeros The Jam) Antes de caer en las manos del sonido disco, Bowie echó el ojo a Brian Eno. Si alguien tenía era una capacidad fascinante para encontrar a quienes sacaran su yo mejor. La trilogía berlinesa (Low, Heroes y Lodger, no sé si en ese orden) le hizo comprender que había llegado muy arriba. Vivió en el caos, se alimentó de leche y cocaína, frecuentó los bares oscuros y se camufló en ellos. Puede que ahí desapareciera el Bowie suicida (el que pregonaba que el rock and roll había muerto, sentencia que creyó férreamente y que sobrevuela el espíritu de Blackstar, el disco recién alumbrado, el póstumo. Se hizo un filonazi, un rey enloquecido que buscaba con ansia el país al que reinar. Y lo encontró en ese vaciamiento que dan las drogas, el sexo, borrando de la terna el rock, ya saben. Fripp, el de King Crimson, el hermano Eno y una enorme lista de éxitos inmortales. Este cronista triste compró Heroes en el ochenta. Llevaba tres años en el mercado. En esa entrega descubrí al Bowie que no me ha abandonado, al que se le perdona los discos sin compromiso (Never let me down es malo, irrita de malo que es; Earthling y Outside no tienen nada que haga pensar en un músico orgulloso con lo que hace) y al que uno regresa de vez en cuando, permitiendo que se le muevan los pies (Let's dance, el llenapistas que le produjo Neil Rodgers, el alma del sonido disco desde que Chic copiaran las lentejuelas de Ziggy) o que se le erice el vello (Tonight contiene un himno, Loving the alien, una pieza descomunal, una declaración de principios) Dejo en el editor del blog la reseña que anoche hice de Blackstar. No es el día, no lo va a ser en algún tiempo. Sonaría a falsa, estaría de más. 

Lo bueno es que no haya un Bowie que me guste más que otro. Dejó muchas máscaras para que cada uno abriera la que se le antojara, pero tampoco encontramos a nadie dentro. El genio se escondía debajo de todas las pieles que se puso. Enumerarlas, registrar aquí los disfraces, las apariencias interpuestas para regocijo o espanto de la clientela, es imposible. No porque no pueda indagar, tirar de memoria o de corazón, pues ahí, en la memoria y en el corazón, andan todos los bowies que amé. No se pueden exponer hoy. Habrá otros que lo hagan, seguro que el amable lector puede descifrar la ecuación en otros textos. Éste no se resuelve, no da las respuestas, ni siquiera ofrece todas las preguntas. Se limitará a transcribir la pena. Lo que deja son una barbaridad de canciones espléndidas. Deja un modo de vivir también. No uno imitable. No se puede acceder a emular a Bowie. No hay copia que resiste un examen detenido. El mérito, uno de ellos, es que él no pretendió regresar jamás a lo que ya había hecho. Cambió de letra a cada anotación manuscrita en su diario. Por eso hay páginas menos brillantes. Importan las otras, las grandes, todas las que hoy se mencionan. Ahora escribo con un pequeño recopilatorio que he montado. He tardado poco. Suena The man who sold the world en este momento. Nirvana hizo una versión soberbia. Detrás viene Starman. Creo que no acabaré la selección. Ha sido un lunes difícil. Es tarde. Tengo sueño. Mañana las estrellas serán distintas. Temo, como la escribí a María Fernanda, no haber encontrado el tono del escrito. Me he dejado llevar. Se me ha venido a la cabeza un Bowie panteísta, un poco dios y un poco demonio, una especie de viento que sopla y no deja lugar sin recorrer. Ha sido un lunes negro, Jesús. Llevabas razón. David Robert Jones, el arcángel oscuro, el duque blanco, el rey promiscuo, el amanerado, el viril, el sensible y el hipnótico, ha muerto de un cáncer. No lo aireó, no al menos como otros. Esa parte de su vida privada, la única vida posiblemente, no aportaba nada a ninguna de las máscaras que desplegó para embaucarnos o para reclutarnos. Somos un ejército. Álex me ha dicho que está roto. Yo lo entiendo, cómo no hacerlo. Dice que sólo la muerte de Freddie Mercury le afectó así. Se tiene con estos muertos ilustres un agradecimiento absoluto. Nos hicieron la vida feliz. Siguen en ese oficio. Les encomendamos que nos salven. De un modo que ahora no sé explicar, dudo que sepa, hacen que el pecho se hinche, que el aire lo recorra y sintamos en la cabeza una felicidad sencilla, inargumentable, como la del amor cuando nos convida a mirarlo. Esta noche todo estará bien. Planet Earth is blue and there's nothing I can do...





7.1.16

Azul deslumbrante

Hay matrimonios convencionales que guardan las facturas y los recibos en un archivador beige o azul o rojo que depositan en una estantería no excesivamente alta, junto a las obras completas de Tolstoi o de Pablo Neruda y los álbumes de fotos. A veces lo abren y ven dónde fueron, a qué hoteles confiaron el amor que se prometieron, comprueban en el cuadro de amortización los meses que les queda del frigorífico o ven en la cartilla del banco si podrán organizar un par de semanas en el balneario o un verano en la costa. El archivador funciona a modo de diario. En él se van consignando los datos de la vida en común. Saben, por ejemplo, cuándo compraron el piso o la fecha en la que terminaron de pagar la televisión de plasma. Cuando el archivador está lleno y no cabe ni un contrato más, ella escribe en una hojita "archivador" y prepara una salida al centro a comprar otro. Lo elige con mimo, se esmera muchísimo en elegir uno grande, que no se desarme con el peso. En sus tripas crecerá una especie de hijo aritmético, una criatura invisible, hecha de números y de fechas. La operación se repite, invariablemente, cada cierto número de años. Hay visitas de sensibilidad tan fina que advierten que la historia de la pareja no reside en los álbumes de fotos. Ni siquiera en los gestos o en la forma en que los reciben. Tampoco en cómo se cogen las manos o con qué amorosa ternura se hablan. La historia doméstica está en los archivadores. Salvo excepciones,me refiero a familias con un sótano espacioso o familias con escaso sentido de la disciplina en materia financiera, los archivadores se comen la obra entera de Tolstoi o de Benito Pérez Galdós que es, como intuye el amable lector, ingente. La literatura es la que siempre pierde en estos casos. De noche, cuando les aburre lo que programa su cadena favorita, bajan al sótano. Se plantan frente al armario metálico al que confiaron ese tesoro fabuloso y abren, un poco al azar y otro con intención, archivadores grises o verdes. Él advierte que es el rojo el que más abunda. Ella refiere que hace veinte años que fueron al hotelito de la cala. El mar era de un azul deslumbrante.

4.1.16

Sobre la posiblidad de escribir una novela


Para que yo escriba una novela, da igual que sea corta o larga, hace falta que no exista otra cosa que la novela. Por eso no la he escrito nunca. No sé cómo lo hacen los demás, los que las escriben. Si renuncian durante un año -imagino que un año está bien, pero tal vez se precisen dos o cinco - a conciliar la literatura con la vida y salen a los parques y pasean y acuden al trabajo para cumplir con lo que se les encomienda y se preocupan de la barbarie de la que alertan las noticias y buscan novia o cuidan de unos hijos o atienden a sus padres, que pueden ser muy mayores y estar francamente desvalidos. El novelista, por oficio, por respeto a la escritura y al lector, no leería otra novela mientras maquina la suya. No se dejaría perturbar por las historias de los demás, no permitiría que otra trama perturbe la que él va forjando. De ahí que la condición idónea para escribir sea la de la reclusión. El novelista es una especie de cautivo de sí mismo. El lector, hablo del lector ideal también, también se debería inclinar a respetar esa voluntad de apartamiento, y leer aplazando la vida, cuidando de que nada de ella impregne la lectura. O tal vez todo debería ser al revés y escribir una novela sea inmiscuirse en todo lo que respira, habitar la vida como no se ha hecho hasta entonces, ocuparla de un modo consciente, aplicarse con esmero al trabajo de apurar todo cuanto ofrece, pensar en que la novela está ahí afuera, no sólo en la cabeza de quien la va dejando caer, como una decantación romántica. Y entonces hay que pasear los parques y acudir al trabajo con infinito afecto (por si nos bendice el azar y nos señala un camino que no habíamos previsto para continuar la novela) y estar al día de lo que pasa en el mundo y besar a los padres y a los hijos y hacer el amor con la novela en la cabeza, viendo la trama en cada gesto de amor entregado, haciendo que el cosmos converja en ese acto privado y perfecto, en el que la armonía de la naturaleza resplandece y acoja en su seno todo lo que fue y lo que está por venir, pero también está la posibilidad de renunciar absolutamente a la novela que nos bulle, no sentirla íntima, no saber, ni tener propiedad alguna sobre su injerencia en el mundo. Hay quien vive una vida entera, una feliz y colmada de bondad, sin el dolor de ese alumbramiento. Ni siquiera con el dolor (que existe) de leer la novela de los otros, de todos los que sintieron esa punzada y la acogieron en su alma y dedicaron su entrega (cada una la suya) a imponerla al mundo. Así que continuaré siendo el lector habitual, el lector terco. Zanjaré la cuestión sin que nada se trocee dentro. Seguiré (como hasta ahora, ay) en la periferia de la novela, en la escritura previa a su creación, en el deseo de que prospere, en el confort de que ese deseo no cuaje y siga yo (nada nuevo, no obstante) en esta cansina historia mía, que extiendo, no sabiendo bien el porqué de ese hacer pública mi inoperancia. 

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...