De entre todas las cosas que ignoro las que más me duelen son las que hacen felices a los demás. No sé qué daría por adquirir la sensibilidad que me facultase para amar la ópera al modo en que amo el jazz o la poesía o el cine negro. No todo el jazz, ni toda la poesía ni, por supuesto, todo el cine negro. Imagino que la ópera tendrá su grande o pequeño inventario de mediocridades, pero el asombro que depara un solo registro maestro compensa las flaquezas de los otros, toda la morralla que enturbia cualquier noble género. Me duele no amar la ópera, pero no creo que sea un dolor que trascienda, uno de esos que te marcan y te afean la vida. A veces le da a uno por echar mano de todas estos vicios ajenos por ver si alguno puede acuñarse como propio, pero es un volunto que dura poco. Conocí a alguien que se imponía a diario la tarea de escuchar jazz. Quería, muy en el fondo de su alma, empatizar con quienes, yendo a su casa, le decíamos que estábamos ya un poco saturados de Juan Luis Guerra o de Eurythmics, a los que tenía sincero afecto. Probó entonces a ponerse al día con Louis Armstrong o con Ella Fitzgerald. Era un jazz novicio y tarareable, del que se pega a la oreja y te procura un placer sencillo. Abdicó cuando la densidad sonora fue en aumento. Le abrumó el punch de Coleman Hawkins, le sacó de sus casillas algún disco que yo le grabé de John Coltrane. En esto de andar a la búsqueda de placeres o de querencias nuevas hay que dejarse llevar siempre por el corazón. No vale otra cosa, no existe un aprendizaje desde el que se pueda provocar la adhesión más vigorosa, no cabe desear amar algo. El amor no se adquiere de esa manera. Tampoco la fe. El amor y la fe entran sin que exista el concurso de la voluntad. Yo, tan enamoradizo antaño, no quise o no supe dejarme engolosinar por las carantoñas de la fe. No vi nada que me conmoviese lo más mínimo en las enseñanzas del catecismo y no me siento especialmente inclinado a fingir esos asuntos del alma. Admiro, sin embargo, la reciedumbre con la que los fieles departen los suyos con sus dioses, la firmeza sobre la que construyen un modelo de vida. En el mío, al que tanto me debo y que con tanto mimo trato, hay firmeza en otras disciplinas. La ejerzo, todo lo mejor que puedo, con los que amo y conmigo mismo, en ocasiones. De esa amistad sobrevenida entre mis pasiones y yo vive también lo que escribo.
22.11.13
Los enamoramientos: la trama infinita
No sé qué Javier Marías me gusta más: si el discursivo o el narrativo, si el que reflexiona sobre los asuntos del alma y agota los caminos en los que inagotablemente se bifurcan o el que se inclina por conducir el relato hacia su desenlace, sin curiosear en los meandros de la historia o sin ocuparse de consideraciones morales que, en algunos momentos, quizá induzcan a un desvío de la trama. De esos desvíos, en Los enamoramientos, hay los suficientes como para alojar a la novela en un género híbrido, del que Marías es un maestro absoluto, y que consiste en la sublimación de una especie de combo literario en el que ambas circunstancias se abrazan saludablemente, creando la ilusión de que no estamos leyendo una novela sino escuchando los pensamientos de quien la protagoniza. Y son pensamientos masticados, que avanzan con el rigor de quien no tiene prisa alguna en manifestarlos o de quien no contempla la posibilidad de que el relato de esos pensamientos finaliza y entonces no sepa qué hacer. A Javier Marías se le sospecha esa voluntad panteísta, de no abandonar a sus criaturas, de ofrecerles un territorio inagotable en el que puedan convivir y en el que fluya la literatura.
Los enamoramientos es pura literatura, pura diversión, aunque a veces es todo eso pero en un grado superlativo y quizá inconveniente. Amo yo esas inconveniencias, ese apabullante sentido de la construcción gramatical, toda esa riqueza de lo discernible, de lo que circula en un sentido, pero bien podría (a capricho de las musas estilísticas) avanzar por otro, sin perder el norte, logrando que al final todo se explicite maravillosamednte. Marías obra el milagro de la palabra como casi ningún otro escritor reciente que yo conozca. No conozco de hecho otro que escriba al modo en que él lo hace. Puede ser que nadie escriba como algún otro, escribiendo en la creencia de que lo escrito va a ser comparado, entrar en la buena o mala fortuna de que hablemos sobre lo leído o que nos atrevamos (tal es el caso ahora) a escribirlo, a que perdure una nota, registrada a la consideración ajena. Supongo que estos son los asuntos que fascinan al propio autor. Lo que le conmueve y hace que escriba será esa rotundidad resultante del propio acto de la escritura: la certeza de que al escribir estamos creando un mundo que discurre al tiempo que éste o que existe paralelamente a éste en el que muy rutinariamente vivimos. Y Los enamoramientos, en su discurrir moroso, ofrece con mucha delicadeza no solo una idea del amor, de la pasión amorosa, sino también de la muerte, por supuesto, y de cómo ese eros y ese thanatos se anudan y conforman los días, que son siempre una experiencia única. Hay incluso personajes que piensan así en la obra (Díaz-Varela) y obran como si todo fuese anecdótico y cualquier cosa que hagamos (las buenas y las malas) no difirieran en demasía porque, al correr del tiempo, todas van a incorporarse al torrente narrativo de la memoria, la de uno y la ajena, y va a entenderse y hasta aceptarse. Todas las páginas de la novela son una extensión fiable de este pensamiento discutible, del que Marías extrae también todas las ramificaciones teoricas, todas las posibilidades morales.
Todas las enumeraciones, densas y profundas, que Marías ofrece no dejan de insistir en algunas ideas muy sencillas, de fácil acometida, pero que se enredan (maravillosamente) y hasta en algún momento de la trama logran el aturdimiento, una especie de k.o. por abundancia gramatical, por pegada estilística. Una de ellas es la investigación sentimental que se hace sobre la muerte que construye toda la novela. Otra es la verosimilitud de que no es definitivamente una novela sino una confesión o un monólogo enorme que recibimos de modo primoroso, íntegro, como si lográramos (he ahí el placer de la literatura) adentrarnos en la cabeza del autor y ver junto a él el paisaje que nos describe, las emociones que despliega y (finalmente) el desenlace inevitable. En eso, en ir a tientas, en apariencia a tientas, como si no supiera nada, como si fuese fantasmal y especular la escritura, Marías es un maestro. Consigue que avancemos con cierta intriga narrativa, que no es abrumadora al modo en que las novelas de género avanzan, pero sí firme, sólida como pocas, elaborada con un dominio asombroso de los diálogos, de la incorporación de muy pocos personajes (María Dolz, Luisa Desvern, el propio y finado Miguel y el arribista Díaz-Valera, aparte del excéntrico y fabuloso Francisco Rico, tomado del auténtico Rico, como si fuese Borges el que hubiese colado lo real en lo figurado). La verdad a la que jamás damos caza es la que mueve a todos ellos, la que los enreda y desenreda. La muerte, que es la materia de fondo, tampoco está fácilmente al alcance: no es la muerte cartesiana, la de las novelas de Patricia Highsmith, con la que en ciertas partes he visto yo afinidad electiva, digamos, de modelos y de comportamientos, sino una muerte disgresiva, que está en la oscuridad y no puede salir de ella, que razona todo y a todo lo envuelve en su envoltorio riguroso, pero ah qué plenitud tiene ese envoltorio, qué de giros tiene la forma en que Marías nos la vende. Y luego está Balzac y está Shakespeare y hasta Dumas: todos encabalgando una trama por debajo de la trama, subtramas (insisto) que valen tanto o más que la evidente, la que sirve para resumirlo todo mucho y decir de qué trata esta novela.
Todas las enumeraciones, densas y profundas, que Marías ofrece no dejan de insistir en algunas ideas muy sencillas, de fácil acometida, pero que se enredan (maravillosamente) y hasta en algún momento de la trama logran el aturdimiento, una especie de k.o. por abundancia gramatical, por pegada estilística. Una de ellas es la investigación sentimental que se hace sobre la muerte que construye toda la novela. Otra es la verosimilitud de que no es definitivamente una novela sino una confesión o un monólogo enorme que recibimos de modo primoroso, íntegro, como si lográramos (he ahí el placer de la literatura) adentrarnos en la cabeza del autor y ver junto a él el paisaje que nos describe, las emociones que despliega y (finalmente) el desenlace inevitable. En eso, en ir a tientas, en apariencia a tientas, como si no supiera nada, como si fuese fantasmal y especular la escritura, Marías es un maestro. Consigue que avancemos con cierta intriga narrativa, que no es abrumadora al modo en que las novelas de género avanzan, pero sí firme, sólida como pocas, elaborada con un dominio asombroso de los diálogos, de la incorporación de muy pocos personajes (María Dolz, Luisa Desvern, el propio y finado Miguel y el arribista Díaz-Valera, aparte del excéntrico y fabuloso Francisco Rico, tomado del auténtico Rico, como si fuese Borges el que hubiese colado lo real en lo figurado). La verdad a la que jamás damos caza es la que mueve a todos ellos, la que los enreda y desenreda. La muerte, que es la materia de fondo, tampoco está fácilmente al alcance: no es la muerte cartesiana, la de las novelas de Patricia Highsmith, con la que en ciertas partes he visto yo afinidad electiva, digamos, de modelos y de comportamientos, sino una muerte disgresiva, que está en la oscuridad y no puede salir de ella, que razona todo y a todo lo envuelve en su envoltorio riguroso, pero ah qué plenitud tiene ese envoltorio, qué de giros tiene la forma en que Marías nos la vende. Y luego está Balzac y está Shakespeare y hasta Dumas: todos encabalgando una trama por debajo de la trama, subtramas (insisto) que valen tanto o más que la evidente, la que sirve para resumirlo todo mucho y decir de qué trata esta novela.
8.11.13
Dios oh Dios
Carezco de la disposición moral que convierte a otros en personas declaradamente laicos o de creencias firmes, bien visibles, de asiento diario. Mi única firmeza es la incertidumbre. Es más: cada día la disfruto más enteramente. Me considero un privilegiado al no tener las certezas que quizá otros poseen. En la duda, en la mayoría de las dudas, no en todas, se vive mejor. No es que me tiente de pronto inclinarme en un altar y rezar todo lo que no he rezado nunca. Tampoco he visto ninguna luz que me invite a pensar en la divinidad, en los estamentos de su palaciega iglesia o en la bendición de que cuando muera estaré sentado a la derecha de un Padre con quien, de momento, no tengo intimidad alguna, del que descreo a veces y con quien, en otras, entablo un diálogo, un diálogo vacío o a medio llenar, pero no necesito un volcado completo, no preciso de esa sensación de plenitud intelectual o estética o moral. Digamos que me apaño en esta especie de mediocridad útil, que no dará para mucho, que no producirá un ciudadano especialmente relevante, pero con el que de seguro me llevaré bien y con quien, al irnos los dos a la cama, entablaré un diálogo fluido, uno en donde la conciencia no sea fracturada o dolida o reducida a una mercancía al modo en que uno observa que la tienen algunos otros. Siempre está la otredad, la visión periférica, la conclusión de que en el fondo estamos solos y miramos a lo que nos rodea como si fuese el hábitat hostil o fuese la mismísima selva. Piensa uno en Dios y se le viene encima una maraña infame de prejuicios. Deja uno de pensar en Dios y se le seca la voz y hay como una orfandad en el afecto, en el trato sencillo de las emociones, en esa idea pequeña (anque grata) de que no estamos solos por completo. Está uno al tanto de estos dulces vaivenes del espíritu. Consiente incluso que lo zarandeen. Da por buena esa acometida pacífica de la duda. Prefiere que exista, que ande por ahí abajo, ocupando su sitio. Pero por otro lado, observando esto y aquello con detalle, no me siento cómodo con los festejos que se organizan para adorar a Dios, con los templos que se levantan en su nombre, con los protocolos de adulamiento que se le ofrecen, con la coronación continua sobre la que descansa su reino en este mundo, con la artimaña de una vida después de ésta, con la intimidante idea de que soy vigilado y de que mis actos están siendo evaluados y de que seré salvado a razón de mi expediente cristiano y yo, tan descreído las más de las veces, de tan escaso o nulo afecto por las instituciones eclesiásticas, voy comprendiendo así, al correr fantasmal de los años, que se vive mejor en la disidencia, en la creencia (no firme de un modo absoluto) de que las únicas metáforas que de verdad deseo para mi deleite y salvación son las que me proporciona la literatura y no las que se airean en los púlpitos y que luego, viendo la realidad, uno ve huecas, vaciadas de significado, creadas para otros motivos que tal vez yo no alcance a entender. Me dejo buenamente llevar como puedo. Pierdo y gano incesantemente. Me consuela escribir, contarme las cosas para que, al registrarlas, se me aclaren o definitivamente adquieran su condición mistérica. De lo que no conozco, de esas cosas de las que poseo un sentido muy primario o muy frágil, admiro la maravillsa cantidad de ocio que me proporciona. Uno lee para que ese suministro no decaiga. Lee, muy reducidamente escrito, para emular a Dios y contemplar desde la altura más idónea la trama misma, sus adentros, el espacio que existe entre la nada y el gozo más puro. Está bien ser Dios. Uno lo es a diario. Al final siempre termino así, un poco desviado del propósito que anima cada escrito, un poco irreverente y un poco más feliz por hacer también, al escribir, de Dios de mis propios vicios. Soy un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios afincado en su soledad, como el Dios al que se le reza y del que se espera tanto. No seré un buen cristiano nunca. Tampoco lo deseo. No sé si soy un laico aceptable. No lo pretendo. Ahí ando, en ese limbo de imprecisiones metafísicas, en la cruda bondad de no tener ninguna constancia de que una opción u otra me va a hacer más feliz. Se trata de eso, al cabo, de arañar felicidad, de buscarla en todos sitios, de no tener otra motivación.
3.11.13
Leer es viajar, viajar es leer
Leí una vez que el turismo es una suspensión del tiempo, una especie de sustracción racional de la modélica mecánica de las horas. Al turista, concebido como un objeto, le incumbe la realidad, pero no la realidad minuciosa, la sobredotada de significado, sino su reverso infame, la reducción cartesiana de su oferta. Uno es un turista o es un viajero o es un lector turista o es un lector viajero. Porque hay lectores casuales, que acceden al libro de un modo irrelevante. Lo que verdaderamente anhela es que se le entretenga. Sobre el entretenimiento, alrededor de esa convención del ocio, forja su estilo lector. Lo que no le asombra, no lo acepta o tal vez solo lo acepta livianamente, sin entrar en demasía en su discurso. Al turista le interesa la ciudad ejemplar, no ambiciona la pesquisa, la indagación pura. Le basta captar la mercancía, apreciar la calidad del envoltorio. Uno visita París o Lisboa en un tour organizado o lee el libro que Antena 3 bombardea (uno de Planeta, qué pensaban) en la coda mercantil de sus informativos. Hasta el tiempo se adelgaza en cuanto uno distingue entre el viaje personal o el turismo standard, entre la lectura íntima o la acometida de forma ligera, sin que existe un verdadero acopio de contenidos remarcables.
Hay una lógica de la mediocridad, una utilidad quizá de más arraigo social que la meramente cultural o estilística. Si yo leo a Dan Brown o visito el París o la Lisboa postal no leo literatura ni estoy viajando: solo estoy creando la ilusión de que leo o de que viajo. Es el mercado al que le interesa esa voluntad de acceso a la cultura. Interesa más que uno coma hamburguesas en la judería de Córdoba (de hecho hay un nefasto Burguer King a la vera de la Mezquita-Catedral) o que lea a Julia Navarro (que tiene stands en las pescaderías de El Corte Inglés, junto a los bogavantes y los rapes) que viaje por el Alentejo o lea a Fernando Pessoa, cuyos libros nunca estarán en esos escaparates tan portentosos. No hay ninguna evidencia comercial de que Pessoa enriquezca la caja mensual de las grandes librerías. Es más práctico que el ránking de libros más vendidos está liderado por Ken Follett o por Stephen King. No tengo nada contra los best sellers. No creo que indiquen un tipo de lector elevado, pero ofrecen un marcador fiable: el de un lector, al menos. Tiene que habe promiscuidad lectora, cierta intención libidinosa (Cincuenta Sombras de su Meretriz Madre). De ahí, de ese recuento de monedas, proviene que autores menores (de una relevancia mediática menor) puedan sacar libros y haya lectores que lo celebren.
Los lectores y los viajeros ideales son gourmets. Leer y viajar son actividades íntimamente conectadas: ambas apelan a un paraíso oculto, que las palabras o los kilómetros desvelan. Las dos inculcan un modelo creativo, uno lo suficientemente festivo como para que el lector accidental o el viajero casual cuestionen los libros que leen y las ciudades que visitan y ambicionen un riesgo: el no de estar a la altura, de que no sea suficiente pasear los Campos Elíseos o Central Park y convenga perderse en la ciudad interior, en los barrios sin la distinción prevista, donde no llegan los tour operadores, en libros que no se venden mucho o que incluso se venden poquísimo. Huír del cliché, hacer que malogre su propósito el tópico, y uno no tenga necesariamente que subir a la Giralda y baste pasear al azar, sin propósito, las calles de Triana, las que no se ajustan a la postal, si es que queda alguna, claro. De lo que se trata al cabo es de dejarse conducir por la mano invisible de ese azar maravilloso. En la escuela tal vez deberíamos promover que estas maneras de abordar la realidad (en un libro o en un viaje) obedezcan a un interés estrictamente emocional. Que no busquemos enseñar los contenidos de siempre, o no eso tan solo, sino también festejar los sentimientos que esos contenidos producen. Abusamos, en la escuela, de un precepto: el que todo posea un rendimiento práctico, instantáneo casi, de que se enseñen cosas que luego pueden usarse, de que el alumno suprima su voluntad (nunca aprenden lo que ellos quieren) y se abrace a la ajena, a la que dictan los programas que los maestros cumplimos con fervor y con entrega. De ahí que el turista visite París con ciertas convicciones muy firmes: la de no salirse de la cola, la de no perder las indicaciones de su guía, la de pagar todas las excursiones. Es una consecuencia de la escuela: de la idea (perversa en el fondo) de que lo importante es el cuadro-resumen, el texto en amarillo, el destacado, el que debes aprender y manuscribir después, en el examen, con una caligrafía legible.
Hay en todo esto una perversión dulce. El clasicismo burgués del XIX banalizó el turismo, lo atrapó, le despojó de todo su romanticismo (del gran Romanticismo como modelo idílico del viajero sin prejuicios) y lo hizo converger con sus maquinaciones monetarias. El legado es la seducción un poco vulgar, que no pretende agotar el modelo, sino que se conforma con airearlo un poco, con dar a entender que no hace falta entrar en todas las salas del Museo del Prado, sino en una o en dos, las que se publicitan en los carteles, de las que uno pueda después decir esto o aquello, atinado o no, pero que informa de la visita. Es mejor un simulacro de altura que una experiencia real mediocre. Y el mercado sigue apropiándose de la cultura. Y la adelgaza para que quepa en sus escaparates. Estamos avisados, pero desoímos la llamada. Seguimos visitando París o Lisboa con el ardor twittero de volcar luego las fotos en nuestro muro. Seguimos leyendo con las miras puestas en contarlo después. Como el chiste aquel en el que un español, a punto de ser ajusticiado, no pedía el último deseo de rigor. Y para qué lo quiero si no se lo voy a poder contar después a nadie.
2.11.13
Lo hacemos por su bien
Desoyen nuestro gritos, pero miran nuestros correos. Lo dejó escrito El Roto. Lo malo de que nos espíen es la sensación de fragilidad que produce. No es el voyeurismo de quien en alguna ocasión ha mirado a la vecina en el patio, mientras tendía la ropa o el deseo furtivo de saber (sin que haya nada sano en ello) más allá de lo que se nos cuenta. Esas escaramuzas de la líbido o del lado cotilla del cerebro no tienen la gravedad del espionaje severo del que ahora estamos teniendo noticia. Les importa una mierda si llego a fin de mes o si beso a mis hijos cuando los acuesto, si rezo antes de dormir o escucho las malas tertulias deportivas. Valgo por lo que puedo llegar a hacer más que por lo que hago. De mí habrán creado un perfil en el que tendrán anotado asuntos que ni yo mismo conozco. No sé qué utilidad tendrá que adore el bebop o que vuelva a Lovecraft de vez en cuando, como quien peregrina al sótano mismo de todos los miedos. Ellos son los que dan miedo. Piensa uno: qué se creen, qué autoridad poseen para observar cómo me desvisto cada noche, cómo respiro cuando duermo, cómo le hablo a mi mujer cuando tomamos café en la cocina, antes de ir al trabajo. La agresión la justifican a su modo.
Sigue en Barra Libre...
Sigue en Barra Libre...



