26.2.11

Platónida


Del Platón que me hicieron estudiar cuando no tenía interés en Platón recuerdo a veces lo que sostenía acerca del placer y el dolor y de cómo la vida se sustentaba en la búsqueda de uno y la aversión al otro. Lo dijo Platón, lo del placer y su anverso, pero podía haberlo dicho yo ayer, a pie de barra, platónico sin desmayo, emperrado en encontrar el sentido de las horas, lírico y etílico, iluminado por las virutas cósmicas de la alegría. Y estoy seguro de haberlo escuchado a gente sin la enjundia filosófica del griego. En ocasiones, contento uno de toxinas, cree que le habla Platón por algún invisible pinganillo. A veces nos sentimos asombrosamente lúcidos, portadores de una rara sabiduría que, en todos los casos, no sabemos verbalizar. La tenemos bien adentro, la sentimos limpia y alta, pero no existe forma de contarla. Es eso de que todos somos, en el fondo del alma, filósofos. Claro que al amigo Platón se le ocurrirían más hallazgos del discurrir humano que a mi amigo K., pongo por caso, pero las revelaciones místicas de K., barruntadas como digo a pie de barra, aliñado de licores, investido de un aura inefable de genio doméstico y total, me han enseñado mucho.
En general he aprendido mucho en la calle, afuera del libro, en la cháchara informal, escuchando a los que tienen algo interesante que decir. A K. le venían en tromba, aunque no renuncio a pensar que se dopaba con sustancias prohibidas. En eso de prohibir los tiempos se están radicalizando. Nos prohíben tantas cosas que se acaba descreyendo de la autoridad del que prohíbe. Platón, y no el que yo estudiaba en libros de texto académicos, obligatorios, sino el verdadero, sería hoy un catedrático de alguna universidad. Impartía filosofía, tendría un par de libros en alguna editorial de relumbrón, quizá un muro de facebook con mil quinientos amigos y twitter por si reventaba por dentro, de asco y de cansancio puro, y necesitara contarlo al mundo. Por si acaso yo sigo aprendiendo a escuchar. Es más difícil entender lo que dicen los otros y sacar provecho de lo escuchado que contar uno lo propio. Las palabras, a mí al menos, me salen en turbamulta. A veces cuando me levanto un día de un hablador más sereno, me siento inexplicablemente otro. Igual ese otro es el yo que en verdad me representa. En ése al que suelo domeñar, del que desconfío y a quien escondo, está mi yo auténtico. Compraré mañana lunes un libro de Bucay en el Carrefour a ver si me aclaro. Me vale uno de Coelho. Lástima que no tenga imanes para poner frases bonitas en el panel blanco del frigorífico y verlas mientras preparo la cena. En el Carrefour seguro que tienen.


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24.2.11

Cuentos de niños (Redux)

En la fantasía de los niños, en ese territorio mítico e inexpugnable, existen cosas asombrosas, únicas, asuntos que la inocencia acomoda en la realidad y que luego los años terminan rebajando a la gótica categoría de fantasmas, de criaturas de lo sobrenatural concebidas en libros o en sueños. Un niño cree en las hadas, a las que faculta para que lo tutelen por las travesías más oscuras. Un niño cree en elfos, en vampiros, en ángeles. Cree que un avión de papel vuela de verdad y que debajo de la cama, mientras duerme, los piratas saquean un barco y llevan el tesoro a una isla perdida en el mapa.
Como la edad no siempre borra esa caligrafía sentimental, algo de resto de metáfora queda en la memoria y el adulto, el que metía en el mismo saco de ensoñaciones carnales a los orcos, a las ninfas, a los superhéroes y al Dios que le venden los mayores, se aferra a una continuidad de patrón y consiente que Dios le escolte por las nuevas travesías oscuras. La religión viene a crear un hilo entre las metáforas de la niñez y la ausencia de metáfora de la vida adulta. Cada uno compone y descompone los mitos a su antojo, pero la vida es implacable siempre y opera al suyo, sin atender la ternura de los sueños, sin comprender la dureza de los aprendizajes.
A cierta edad la vida (a pesar de que de vez en cuando a colores se despliegue como un atlas) es una travesía a oscuras y buscamos tozudamente quien nos deposite en la otra orilla, a salvo de riesgos y miedo. Por tramos vemos una luz y la luz prende júbilos, rescata placeres antiguos o crea nuevos, pero luego todo regresa a la gris arquitectura de la rutina y se muere uno desabastecido de fantasía, sólida y tristemente anclado en la certidumbre de la fe y de toda su letanía eficiente de providencias. Y no importa en demasía la naturaleza de la luz, la forma en la que adquirimos y cómo la usamos para avanzar, aunque sea a tientas, por los caminos. Qué complicado es todo. Qué difícil nos lo ponen. Me voy al jueves ahora mismo.
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20.2.11

Dios no me lo permite...

Si yo no pudiera satisfacer la obligación de los que confiaron en nosotros y careciera de fe, naturalmente, en Dios, me pegaba el tiro. Así de claro. No podría soportar el sufrimiento..
(José María Ruiz Mateos)


Qué pena no tener fe, no tener la coartada moral para quitarse uno de este mundo con un suicidio como dios manda. Pero hay quien la tiene y la esgrime como excusa para no cumplir con lo que sería justo y ético y resolvería de cuajo un montón de problemas. Al empresario Ruiz Mateos le viene bien eso de la fe para no tener después que cumplir su palabra y dejar viuda y un claustro de hijos. Ojalá no lo haga, pero que tampoco manipule, haga edictos sobre la moral y sobre la dignidad sin pensar en quienes creen y miran más sus palabras, la forma en que los demás comprenden las creencias que practican.
La fe, en estos casos, es un asidero magnífico para cierto tipo de negociantes sin escrúpulos que tienen un pie en misa y otro en el juzgado. Piden los Ruiz Mateos que se les indemnice por la expropiación de la antigua Rumasa y poder así saldar sus deudas. Pide el clan familiar que les den tiempo: sostienen que cumplirán y no habrá necesidad de que ninguna pistola cierre la trama. Pero ahí está Dios en las alturas cuidando de que sus vástagos no cometan un pecado mortal. Los veniales, los pecadillos de juzgado de guardia cometidos aquí en la tierra, no tienen importancia. Habrá un juicio sumarísimo en el cielo. A ese se encomiendan algunos. Luego están los damnificados, los que vieron el maná en forma de inversión, los que creyeron (esto es una cuestión de fe, ya se va viendo, con o sin armas) en el proyecto y confiaron sus ahorros con el (legítimo) fin de lucrarse (ay) estarán con el corazón en vilo y la cuenta en rojo. El otro, el jefe, tomando el nombre de Dios en vano en las ruedas de prensa. Y sólo me ocupo de la parte mística del asunto. La jurídica, la que devenga intereses y se escribe en mamotretos de juzgado, la dejo (por ignorante) para otros.

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16.2.11

Berlusconi / Pajín


Jamás he escrito la palabra Berlusconi. La he oído cientos de veces y la habré pronunciado algunas menos, pero nunca (y mira que escribo) he escrito Berlusconi. Y ahora que por fin (y ya van dos veces) he tecleado las letras que concluyen con la transcripción fonética de su nombre me he sentido un poco liberado. Berlusconi: ya van tres. Me va a pasar como el eremita de La vida de Brian, que había estado un montón de años en estricto silencio y al ser obligado a hablar (Brian le pisa y el eremita, inevitablemente, masculla un grito) no deja de hacerlo. Berlusconi, Berlusconi, Berlusconi. Y esta incontinencia semántica sólo intenta verbalizar el horror ante el personaje. Como si al pronunciarlo, al imponer su nombre a la realidad, el mismo personaje, en una especie de vudú semiótico, sufriera algún tipo de castigo divino. Como uno no cree en las aflicciones supraterrenas y sí, bien al contrario, en el dolor que se aplica en vida, sólo deseo que al tiparraco éste le venga encima, a pesar de sus 74 años y de la imposibilidad legal de que termine sus días entre rejas, una apoplejía moral, un finísimo cáncer ético y se vea de pronto viejo y abandonado, podrido de pasta, olvidado del mundo, concentrado en pensar y en repensar el daño que ha causado a un país y a las instituciones que lo ofrecen al mundo y a sí mismo. El tal Berlusconi saldrá al final indemne: suele pasar que esta morralla de la sociedad encuentra quien ampare su delito y lo saquen del apuro y hasta le ofrezcan tribunas desde donde resarcir su imagen dañada. La de este hombre no puede repararse en forma alguna. Tengo gana de que acabe la pantomima (espero que no lo sea) del juicio y deje de ocupar minutos en los informativos que suelo ver en televisión. Me duele ver su cara de mafioso elegante. Duele (también) escuchar al pueblo italiano pedir que se vaya.
Nosotros tenemos lo nuestro, no crean, pero no hay berlusconis en casa. Hay otras cosas. Exhibimos otros personajes que fomentan la indignación propia y la ajena, pero no creo que haya nada parecido aquí dentro. Bueno, está la señora Pajín, que se ha visto de pronto en su esencia verdadera al condenar que en una obra de teatro se fume. Asunto menor, sin duda. Que fumen los actores, digo. Es que en la obra, ignoro cuál, tampoco importa, los intérpretes fuman en escena.Hasta Berlusconi se escandalizaría del desatino. Y es la segunda vez en pocos días que traigo a mi blog a la Ministra. Estoy desvariando: voy a perder lectores.

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14.2.11

No hubo incendio...





Avanzo aquí mi simpatía por Javier Mariscal. Se la ganó anoche cuando declaró sin pudor, sin asomo de doblez, su devoción al gremio de los actores. Muchos de ellos, algunos de los que últimamente han registrado su talento en el cine, estaban allí, festejando los premios anuales de la Academia. Les dijo lo feliz que se sentía al sentarse en una butaca y ver las películas que ellos hacían. Su alocución debió merecer una atronadora salva de aplausos, pero el gremio de los cómicos, las huestes iluminadas por la farándula, no se excedió en demasía y le agradecieron sin entusiasmo su declaración de amor sin condiciones. Tampoco Mariscal lo buscaba. Yo hubiese dicho lo mismo o lo hubiese dicho de parecida manera. A la gente del cine le debo una parte de mí y a estas alturas de la trama, como escribió Gil de Biedma, uno debe ser agradecido a quienes han velado por esa felicidad a la que íntimamente todos propendemos.
A los del cine les debo esa ración diaria de asombro sin la que vivir sería otra cosa, no sé exactamente qué cosa, pero no ésta gozosa, de historias que los demás escriben y filman para que yo, sentado en esa butaca, escape de la realidad y acceda a un territorio sublime, al único refugio en donde el tiempo se detiene: la ficción. Luego está el cine como industria, el cine al margen del cine, el cine considerado como un oficio remunerable. Y quién duda que debe serlo. No creo que ese anuncio de fuga de Álex de la Iglesia (hermoso discurso) produzca ningún cataclismo. Basta que Santiago Segura arrase este mes próximo en taquilla o que Amenábar o Almodóvar paseen otra cinta de relumbrón, de las que se ven en Uruguay y en Minnessota. Basta que haya mejor cine del que hay y la gente acuda a las salas sin el prejuicio de ir a ver cine español. Importa escasamente que sea nuestro. El cliente siempre lleva razón. Todas las banderas se hacen en Hong-Kong, escribió una vez El Roto en una de sus formidables tiras en El País. La bandera del cine español se manufactura con un americano enterrado en Irak que brama en inglés su agonía o se vende con un film catalán (español, al cabo) hablado en la lengua de Pla y de Guardiola. El cine español, en fin, sigue buscándose, se obstina en encontrar una identidad, aunque sea una identidad financiera, una que satisfaga las arcas de los cómicos y sanee las cuentas de los políticos. Yo me quedo con Mariscal. Eso únicamente extraigo de la opereta de anoche. Lo que dijo su director cesante es cierto: Internet es el presente. Los internautas son ciudadanos. Al cine lo va a salvar la banda ancha. Todo conduce a eso. Es el signo de los tiempos. Sólo hace falta idear las vías para que haya pastel y los de siempre, los que lo preparan, saquen provecho. Sólo faltaba que vivieran de los aplausos. Termino: tiene también mi simpatía, no sé si la tenía antes, cuando no había incendio, el señor De la Iglesia.


addenda goyesca porque sí:
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13.2.11

Arden las butacas...


El cine español está siempre en un estado convaleciente. La enfermedad lo es menos cuando las cifras abultan y el cine americano, el sano, el que nunca exhibe dolencias, no acapara todos los ránkings. Los achaques de este año son nuevos: aparte de la flaca estadística, de la balada triste de la caja (déjenme la secuencia facilona) está el conflicto político, la evidencia de que no se rema hacia el mismo puerto y que las aguas están turbulentas y amenazan, entre que se encrespan y se remansan, a medida que el cansancio hace mella en los navegantes, naufragio total, hundimiento absoluto.
Lo que ofrecen hoy a partir de las diez de la noche desde el Teatro Real en Madrid es la ceremonia de los músicos en la cubierta del Titanic. Van a vender la idea de que el espectáculo debe continuar y todo eso. Se van a guardar las armas y van a remar hacia el glamour de una gala que jamás entusiasmó al respetable pero que se ve con agrado (este año con agrado y con morbo) y que informa (básicamente hace eso: informar, dar salida comercial a los excedentes, poner otra vez en las carteleras, en las estanterías de los videoclubs o en las líneas de texto del jdownloader las películas de la casa) sobre el trabajo de los nuestros durante el año anterior.
Eso de los nuestros me sigue sonando a Scorsese: es más mío un director noruego que filme sobre vampiros en la tundra que uno de aquí que grabe una historia sobre un adolescente con acné que descubre su afición a Benito Pérez Galdós. Esa inclinación hacia lo foráneo no resta que sienta interés hacia lo que hacen los míos, pero (insisto) la propiedad (son míos, me dan algo, me siento cómplice con ellos) me parece una abstracción que viene grande y siempre termino, al final de la gala, pensando que me gustan infinitamente más los Oscars. Será porque he visto más pelis de allí que pelis de aquí. Será (concluyo) porque me gusta el cine y no me fijo (en la gran mayoría de las veces) en leer quién firma el entretenimiento. Es muy difícil renunciar al pasado: es lo que pasa por haber crecido con John Ford, con Howard Hawks, con Alfred Hitchcock, con Samuel Fuller, con Kim Novak, con Humphrey Bogart, con Peter Sellers, con Bernardo Bertolucci...
El cine español no está desvalido, no está enfermo, no está solo: tiene los mismos síntomas que el cine francés o el italiano o incluso el americano. El cine considerado como la más artística de las industrias necesita empresarios que busquen sólo el beneficio (dejen la belleza al obrero cualificado) y contraten a artesanos eficaces. Aquí los hay a espuertas. Somos genios con los bolsillos vacíos. En cuanto salimos afuera, en cuanto el genio viaja y encuentra patrocinador que lo entienda y lo sufrague, encuentra la vía del éxito, triunfa, hace caja. De eso se trata al cabo lo de hoy: de reflotar el negocio, de darle las alas que el primer vuelo no obtuvo, de confiar en que Buenafuente, en su rol de entertainer, meta y saque el dedo de la llaga según necesidades del guion. Es la primera vez que escribo guión sin tilde y no me ha dolido nada. Increíble como se adapta uno a todo.
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La máquina

A veces miro qué tengo minimizado en la barra inferior de la pantalla mientras tengo abierto el editor del blog y escribo. Ahora están Spotify (Yes: Yessongs), Word (verbos irregulares en inglés para alumnos de Sexto) y el icono del Firefox conteniendo las siguientes ventanas: El País (hoy no he pisado la calle y me está haciendo la pantalla de kiosko falso), Tomajazz (una excelente página sobre jazz a la que acudo con frecuencia para disfrutar y, en la medida de lo posible, aprender) y un programita que captura imágenes. Miro a veces, como digo, y me sorprendo de la cantidad de cosas de las que soy capaz de hacer frente al ordenador y las muy frecuentemente pocas con las que me atrevo en su periferia, en la vida real, en los trasuntos más rutinarios del día. De hecho avanzo en eficacia en el manejo de las máquinas y pierdo presteza en el manejo de lo que queda afuera. Y salvo el rato diario en que escribo o leo algo de prensa, tampoco me tiro las horas muertas en la red. La uso, la disfruto, la reverencio (en ocasiones), pero no me esclaviza. Eso, al menos, pienso. Habrá quien, viéndome, constatando el vértigo de mi actividad en cuanto abro un ordenador, me contradiga, sostenga que la máquina me ha colonizado. Es, en todo caso, una adicción consentida. Una más. Vivimos de vicios. Yo tengo los suficientes y me esmero en pulirlos. Ya ha acabado Yes. He dejado de escribir un minuto y he buscado a Genesis. Rock Progresivo del Bueno. Seconds out: uno de los mejores discos en directo que yo haya escuchado. He pinchado en Firth of Fifth. Es una pieza grandiosa, monumental, épica. Y al volver al post he sentido que no tenía nada más que decir. Que había contado lo que sentía y no hacía falta extenderme. Que lo había dejado todo muy claro.


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11.2.11

127 horas: Historia de un brazo


No me fascinan las historias que se escudan en el espíritu de supervivencia del hombre, en la primacía absoluta del instinto, en cómo las circunstancias, incluso las más adversas, se pliegan ante el determinismo del alma humana. Admito la pedagogía, entiendo la necesidad de ciertas narraciones morales, asumo que el público, casi cualquier tipo de público, requiere de tiempo en tiempo una buena ración de heroísmo para sobrellevar el pesado fardo de la rutina. Danny Boyle, el director con un Oscar Danny Boyle, ha tirado de su estrellato en Hollywood y se ha dejado caer con una de esas historias más grandes que la vida que el público americano (casi cualquier tipo de público americano) recibe entusiasmado y transforma en parte de sus propias vidas.
Nada que objetar a la proeza del hombre enfrentado a los rigores de la naturaleza. No hay argumentos que rebajen la audacia y el ingenio a la hora de salvar el pellejo, pero si se registra ese coraje en fotogramas hay que saber administrar el suspense. Boyle se estrella en la roca fatídica y se dedica durante hora y algo a filmar la historia de un brazo y de su truculento sacrificio. La historia real del alpinista Aron Ralston, atrapado en una grieta de un cañón, es cine legítimo: lo que deslegitima la obra de Boyle y la reduce a una extravagancia semidocumental es la esencia misma del relato: su esclavitud paisajística, su previsibilidad narrativa. Y eso a pesar de que el director, consciente de la cortedad de su proyecto, del reducido alcance de su puesta en escena, se obstine en mover una cámara subjetiva y filme con empeño casi cinegético la travesía del dolor de un hombre, ya decimos, abocado a morir y resueltamente rescatado por ese coraje primario al que Boyle concede todos sus recursos como director.
Coincido con el propio comentario de Boyle acerca de su película: venía a decir que sin James Franco, al que iguala a Pacino o De Niro, la cinta sería una mierda. Literalmente. Yo no llego a tanto: hay en su hora y media momentos líricos (los primeros quince minutos son buen cine y hacen albergar esperanzas) y hay escabrosas soluciones que nada aportan al lucimiento de la trama ni a la creatividad del que la dirige (la realidad evocada, la minimalista - y bochornosa - puesta en escena al más puro estilo National Geographic) Pero Boyle se despeña igual que su protagonista: se queda atrapado en una pedrusco cinematográfico que, sin ser horroroso, sin caer en la vergüenza, la bordea, se sitúa en un límite y pide a gritos que el brazo se pudra en la grieta y el pobre Ralston cuente al mundo su hazaña. Contada está. A hacer caja, vamos.

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Reino de perplejos

No tengo nada especialmente relevante que decir acerca de mí salvo tal vez la creciente certeza de que festejo cosas que antes ni siquiera apreciaba. No sé si esa inclinación sentimental proviene del hecho mismo de irme creciendo y encontrándome. Uno se encuentra en los sitios más insospechados, uno se descubre tal cual es el día menos pensado. Los días se piensan a veces en exceso: se los embadurna de esperanzas; de promesas de placer que luego, acometidas las horas, no aparecen. Lo de ir cumpliendo años no deja ser una marca moral, una especie de muesca invisible que delata el fervor del tiempo, su inasequible vocación de desagüe.
No creo que haya ningún asunto del que se haya escrito más ni ninguno de más encendida enjundia entre los que se conjuran al vicio éste de escribir. La propia esencia de la escritura está un poco hecho de tiempo y de promesas por cumplir. La ficción es un territorio tenebroso, luminoso, de presencia íntima y de luces que son en realidad sombras. De sombras trocadas en luz pura. La literatura, es decir, el refugio estabulado de esa ficción, no deja de ser una prospección de la naturaleza del tiempo. La religión es, en este hilo de las cosas, una pesquisa sobre el tiempo, una indagación en lo sobrenatural cuyo fin es la anulación del tiempo mismo. Dios, ese Hacedor omnímodo, provee Eternidad. Dios, ese relojero máximo, ese obrador cuántico, es el Escritor Total. El texto íntegro de esa epifanía de la carne convertida en alma eterna lo escribe el feligrés, el creyente, el que acepta las metáforas y reza porque se cumplan, pero el tiempo va a lo suyo, se extiende sin miramientos, se erije el único emperador de este reino de perplejos.

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Certezas e incertidumbres

Uno va aceptando lo que es, pero no siempre acepta qué son los demás. También puede suceder al contrario. Supongo que la educación consiste en eso: en integrarnos en nosotros mismos, en querernos, en conocernos, en confiar en lo que somos y no sufrir por no ser el otro. Hay en esto una dificultad que Borges vio con su fina inteligencia y que a Patricia Highsmith le ocupó alguna de sus mejores novelas. La historia de algunos hombres, y no me cabe duda de la existencia de algunas mujeres en el mismo pack, es únicamente el trazo volátil de esas dos realidades: me acepto yo, acepto a los demás. En cuanto se ha producido esta revelación y se ha asumido, debiera pensarse que la convivencia marcharía mejor de lo que va. Y no va bien, se mire por donde se mire.
Vivir, al cabo, viene a ser esa travesía entre las certezas y las incertidumbres. Entre la realidad y la ficción. Entre uno mismo y lo que no lo es. Porque en la escuela se educa y se forma para abrazar al mundo y entrar en la sociedad cabalmente, pero podría incluirse en algún capítulo de sus criterios, en sus objetivos, en su gobernanza interna, la gestión del yo, las vías del amor hacia uno mismo. Un amor que no caiga en el egoísmo, un amor limpio y franco, uno que esté hecho a darse y que promueva, en sus gestos, en sus palabras, ese darse recíproco de los demás.

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9.2.11

It was fifty years ago today...






"It was very casual; we'd have our tea and sandwiches and cigarettes on stage, sing a couple of songs and tell a few jokes."
George Harrison



Lo que ve uno en las fotos de la época es un local contrahecho, lleno de recovecos, lastimado por el uso primitivo, que era el servir como almacén en la época victoriana. En 1.957 se reconvirtió en pub y cuatro años más tarde, hoy hace 50 años, fue el escenario en el que The Beatles tocaron por primera vez juntos, en directo, en suelo inglés. Dicen los que disfrutaron de ese milagro que la actitud de los músicos era irreverente: hacían bromas con el público, los jaleaban si no coreaban las canciones y se mostraban desinhibidos, exhibiendo un descaro impropio para un grupo novel. Antes de que Brian Epstein les sacara del club y les hiciera firmar un suculento contrato, la banda tocó 292 veces en ese escenario. Antes se había fajado en Hamburgo, pero el público inglés era el del barrio, los amigos de toda la vida, los íntimos acudiendo a una especie de verbena popular aliñada de rock and roll. Y no eran precisamente buenos tiempos para ese género nuevo, desenfrenado, propio de bárbaros, de fulgurante afecto entre la plebe joven y escaso apego entre los padres de esa chiquillería espídica, involucrada en el sencillo acto de brincar, sudar y beber cerveza delante de cuatro tíos tocados por un don especial.


La estricta política de no tocar rock and roll en La Caverna, muy agriamente perseguida por el dueño, un tal McFall, se rebajó en cuanto los conciertos llenaron el sótano y el dinero hizo sonar su hipnótico estribillo. Lennon, con sus Quarrymen, había tocado cuatro años antes, pero entonces estaba sin cuajar, no había encontrado la complicidad de Pete (primero Pete, después Ringo), Paul y George. A la banda, gracias a la injerencia de la madre del batería Pete Best, le pagaron tres libras y se les permitió almorzar gratis: era un concierto a mediodía. Después vino todo lo demás. Incluso John Lennon fue más popular que Jesucristo, fórmula propagandística acuñada por un periodista que conmocionó a la sociedad bienpensante, adulta, poco involucrada en brincar, en aceptar el hecho incontestable de que esos cuatro chicos de Liverpool iban a convertirse en la banda más famosa del mundo. Una de ellas, al menos. Pero aquí no hay sitio para explayarse en esa proeza y este escrito únicamente desea contribuir a la emoción comunitaria: It was fifty years ago today...Hoy quise celebrar la efemérides cargando mi bendito Ipod con los discos primerizos de la banda. Esta tarde he estado de aquí para allá por Lucena oyendo la histeria, redescubriendo canciones inmortales, pensando en cómo las 336 canciones que regalaron a la Historia que hoy festejamos. A mi amigo Antonio Linares (esta semana es la segunda vez que le traigo a esta página) le tiene que sobrevenir un acceso de felicidad absoluta. A ver si lo veo pronto y tocamos (como hace veinte años, encaramados al escenario de un colegio) All my loving (desastrosamente).
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Más cornadas da el hambre



La política, incluso cuando se aplica con rigor y suscita el beneplácito ciudadano, es una mercancía. Una mercancía grosera. Me ha sobrevenido esta mañana de miércoles un acceso de desconfianza en la política, en el objeto político considerado como un bien público al que accedemos como usuarios. No habiendo creído nunca en exceso en ella, hoy he decidido creer menos. El idílico dejar de creer no cuadra en mi manera de pensar, pero hay tiempo para que los políticos (éstos de ahora, los que vengan) me animen y termine ahí, en el nihilismo absoluto, en el descorazonamiento.
Me he desprendido del yo crédulo. La incredulidad es un arma en estos tiempos de zozobra. Te dan menos palos. Quizá ninguno. Los descreídos en materia religiosa tenemos más facilidad para descreer de lo meramente político. Tal vez porque la política, en esencia, es una liturgia, un ofrecimiento de bienestar. La golosina de la salvación de alma la gestionan los políticos en plan terreno, sin la incómoda presencia del etéreo espíritu. Es más difícil gobernar el cuerpo que el alma. Duelen más los bolsillos que el amor propio. O dicho de otro manera: más cornadas da el hambre.


8.2.11

Mubarak / Castro


En realidad la revuelta civil de los egipcios es la consecuencia de los tiempos en los que vivimos. Está patrocinada por Facebook, por Reebok, por Sony y por la MTV. Lo que Egipto desea es abrirse al mundo o que el mundo se abra a Egipto: pide occidentalizarse al modo en que lo ha hecho o lo está haciendo Turquía, pide banda ancha social. Por eso la gente ocupa las plazas y crea una numancia de media luna. Lo islámico frente a lo imperialista. Está el tito Obama de fondo, mandando emisarios, cobrando fuerza la teoría de que todo debería seguir igual en plan alta geopolítica y está el árabe puro, el que prefiere la raíz antes que las altas copas del árbol. El equilibrio consiste en matrimoniar progreso y tradiciones, en hacer que convivan sin fricciones el capitalismo y la espiritualidad. Es, en definitiva, el eterno conflicto entre lo material y lo etéreo. No hace falta mirar a Egipto: aquí se libra a diario esa batalla. La dirimen los de siempre. No la gana nadie nunca. Hay triunfos puntuales, hay evidencias de que en ocasiones manda el corazón y otras en las que es la cabeza la que consigue la victoria. Será eso antiguo de que el corazón, al no pensar, cree y se deja conquistar por lo invisible y que la cabeza, continuamente ocupada de razones, niega lo que no entiende. El pueblo tirado en las calles, el que se conjura para echar al tirano, pide justamente esto: la posibilidad de mirar al cielo sin desatender la tierra. Nada distinto a lo que en España se reclama sólo que aquí, en el occidente progresista, en este primer mundo a salvo de cataclismos místicos, prevalece el interés ciudadano y la injerencia del gobierno (a pesar de ese afán prohibicionista que parece animarle en este trágico tramo último de su mandato) es menor.
Esta ola de cambios en el mundo árabe, auspiciada por las redes sociales, clonando modelos de probada eficacia liberal en países occidentales, no pueden imitar la transición hacia la democracia de los patrones imitados. Tropiezan con la propia idiosincracia del pueblo árabe, que no está liberada del deseo de lo religioso y que, en mayor o menor medida, mira con lupa la incrustación de un sistema capitalista sin aristas en un sociedad edificada sobre firmes pilares de fe. Lo que sí se ha dejado claro es el espíritu contestario de una juventud a la que han hecho abrevar siempre en los mismos ideales que bebieron sus ancestros. Cuestiono que esto tenga un happy end breve: será largo, ocupará titulares y ofrecerá a poco que los medios extranjeros no dejen de prestarle atención una llamada de atención para que otros dictadores vayan buscándose asilo o terminen sentados en un banquillo. Esa es la importancia de esta revolución: la evidencia de que ningún Estado lo es por designio divino o que el Poder es una especie de facultad recibida en herencia, convertida en relevo a costa de un pueblo sistemáticamente desamparado, hecho a su pobreza, fatalmente ocupado en resistir, en no incomodar a quienes lo guían. Egipto, izado a este nuevo estado del bienestar comunitario, será una ruta fiable de ocio, un paraíso cultural para el turismo. Me pregunto si Cuba mirará este hilo de noticias con perplejidad. Si sus políticos verán en este alzamiento ciudadano un motivo de preocupación sincera. Ahí al menos no habrá quebranto teológico. No tendrán que sacrificar costumbres milenarias. Se dejarán mecer por los arrullos de la economía de mercado. Salvajemente. Ya andan ensayando.
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6.2.11

John Carlin, John Coltrane y Diego Forlán

Escribe hoy John Carlin en El País lo mucho que se pierden los que no se arriman al fútbol para sobrellevar las penurias de la vida, lo desamparados que están sin el refugio del fútbol cuando la realidad les aturde y se sienten infelices. Cita Carlin a Forlán, el delantero uruguayo del Atlético: "Todo el mundo tiene problemas y el fútbol termina siendo el psicólogo más barato". Otro buen psicólogo es el cine. Los psicólogos de verdad, los que se ganan la vida con los desórdenes ajenos, deben estar enfadados. Pero hay gente que necesita fútbol, cine y una hora a la semana para sanearse la psique. Mi diván fue anoche un disco formidable de John Coltrane. El Coltrane que miraba a Dios con un ojo y a la jeringuilla con el otro. Anoche disfruté como casi nunca con el reflejo (pálido, evanescente) de esa iluminación. Pensé en el bendito desorden de los genios. Los que somos normales no damos casi nunca la talla a la hora de crear genialidades. A lo sumo, un día da uno con un renglón remarcable. Quizá en alguna ocasión, sin tener conciencia de lo que se está haciendo, hemos hecho algo digno y perdurable, pero ni siquiera tenemos memoria para contarlo ni está registrado en ningún lugar a donde acudir y comprobar la hazaña. Es mejor depender del talento de los otros. Es mucho mejor recurrir a los psicólogos eventuales que van apareciendo por el camino. Ofreciéndose. Lo malo es que de vez en cuando no nos percatamos. La belleza (o la inteligencia) pasa a nuestro lado y pasa de largo. No la miramos, no la entendemos, no la hacemos prodigiosamente nuestra.
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5.2.11

Más allá de la vida: Una luz aburrida al final del túnel


Clint Eastwood ha tardado un montón de películas (y entre ellas al menos tres o cuatro obras maestras absolutas) en adentrarse en una que se formulase enteramente alrededor de la muerte. Que lo haya a los ochenta años no garantiza que su mirada sea crepuscular o que mira a la parca con más complicidad de quien frisa los cuarenta. Imagino que esta película la podría haber hecho M. Night Shyamalan, caso de que recupere la inspiración perdida desde El bosque, y el resultado sería satisfactorio, hondo, cercano al discurso clásico que embadurna el sobrio (y aburrido) film de Eastwood. Este pensar en la muerte que ha convertido en cine deja una sensación agridulce. Está por un lado la querencia hacia el trabajo bien hecho de la que todo cinéfilo parte a la hora de enjuiciar (de disfrutar, primero) una cinta. El otro lado es el aburrimiento, el tedio, la certeza de estar asistiendo a un impecable ejercicio cinematográfico, una obra modélica, pero a la que se le ha extirpado deliberadamente todo vestigio de emoción, arrumbando todo el posible interés a unas especulaciones entre lo metafísico y lo sobrenatural sobre la naturaleza de la muerte, sobre la condición misma del mas allá.
Sí, puede aducirse que este farragoso argumento de Peter Morgan (The Queen, Nixon contra Frost) podría ser, en otras manos, cine almibarado, dulzonería, sentimentalismo. Incluso podríamos haber sospechado que un punto de thriller cabría. Que Eastwood es un zorro viejo, uno hecho a hacer suyas las ideas ajenas y montar en plan John Ford (esto lo ha escrito hoy muy certeramente Carlos Boyero en El País) una cinematografía personal, distinguible, a pesar de contener pasiones de otros. La mirada que Clint Eastwood vierte es de una sobriedad que ahuyenta. Las fronteras que cruzan y descruzan los protagonistas están débilmente dibujadas: no interesa hacer paisajismo del más allá, que en la cinta son pasillos con sombras y con luces, tenebrosos fondos de un cromatismo tenue, de una inspirada (aunque escasa) intención fantasmal; interesa filosofar, humanizar la muerte, dar cuenta de los timadores que abusan de la fragilidad de los vivos y los engañan. Eastwood no engaña a nadie: ofrece un espectáculo poderoso, que no se deja inquietar por los guiños de los fantástico (salvo esa gorra que vuela en el metro y lo que el vuelo evita) ni cae en el recurso de entrar en lo religioso. Poderoso espectáculo, sí, pero carente de interés a medida que la trama avanza y se gusta a sí misma, demorándose, construyendo una previsible espiral de acontecimientos que concluyen a poco de que la cinta cierre su telón. Y esa súbita conexión de todos los elementos dispersos que han ido rellenando las dos horas de película no satisfacen del todo: piensa uno que ha habido un exceso de rigor, un abandono deliberado (imagino que deliberado) de la tensión dramática, incluso del suspense narrativo. Nada o casi nada hay en el argumento de Morgan ni en el manejo coral de Eastwood reprochable salvo el desconcertante final. Se diría que se le ha ido de las manos el tono de la historia y no ha sabido (o no ha querido, en fin, es Eastwood, es junto con Scorsese y con Woody Allen el último de los grandes) decidirse sobre lo terreno o sobre lo que no lo es. Esa indecisión emborrona el interés, desplaza el punto de atención hacia tres historias de diferente calado narrativo. Gana (con mucho) la de los hermanos londinenses y se despeña o se pierde arrastrada por el tsunami portentoso con el que abre la obra la de la periodista francesa, que lastra el conjunto y hace que uno desee que la mirada se centre y no fluctúe y no cree la incómoda sensación de no saber casi nunca qué nos están contando.
Manejar la trascendencia sin caer en el tedio: he ahí el objetivo fallado. Queda, a beneficio de fans del tito Clint y paseantes casuales por las salas de cine, la puntual rendición de un clásico que, como Woody Allen, no estando en la posesión del talento, todavía ofrece cine de calidad y algo que este escribiente considera fundamental para no perder el hilo de la felicidad: saber que de vez en cuando la cartelera va a traer otra película de Eastwood, otra de Allen, otra de Scorsese. Quiero mi ración de toxinas en forma de fotogramas. Me da igual salir del cine como hice ayer: un poco apesadumbrado, como si me hubiesen de pronto retirado la posibilidad de seguir agrandando la leyenda de alguien que ha contribuído a que yo sea más feliz. El cine, créanlo, hace esas cosas. Por eso se le excusa el fiasco. Está mayor. Yo a los ochenta, si es que llego y no me desgracia la ilusión cualquier anomalía cromosómica, creo que voy a dejarme caer en el sofá y voy a escuchar lo que me cuentan los otros. Eastwood, al menos, octogenario, sigue haciendo caligrafía. Hermosa, adictiva, las más de las veces, pero estos renglones le han salido turbios, le ha temblado el pulso, se ha empleado con menos vigor. Así que Invictus, que ya era plomiza, plana y aburrida, se ha visto superada (ay cómo me duele) con Más allá de la vida. Se oye que va a hacer un musical (remake de Ha nacido una estrella) con Beyoncé de rutilante diva. Se oye también que maneja dirigir una historia sobre el avinagrado y retorcido Hoover. Que se deje de musicales, que la vida es muy traicionera y el más allá (a los ochenta) está más acá de lo que parece. No crean que me he puesto tétrico: sólo basta que se desanime, sólo basta que se aleje de los platós y pasee su magisterio por festivales para orgullo de los entendidos.

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4.2.11

En la muerte de María Schneider





Le tengo escaso afecto a los obituarios: me produce tristeza ese registro en prosa laudatoria que se afana en hacer una especie de memorándum de lo que el finado fue en vida. La finada de este febrero, Maria Schnedier, ha sido un mito erótico, una niña de diecienueve años que se dejó embaucar por Bertolucci y permitió que Brando la sodomizara con un pegote de mantequilla en un departamento parisino de cuando París era una fiesta metafísica, intelectual y un poco nihilista. Por esa rocambola de circunstancias, por los años enfebrecidos de la izquierda contestaria y por un pubis hirsuto al que el atormentado personaje de Marlon Brando aplicaba una generosa mano de jabón, El último tango en París pasó a la Historia del Cine. Todavía sigue ahí tantos años después. Permanece con un extraño halo de tristeza. A mí la película de Bertolucci siempre me pareció de una tristeza casi insoportable. La vi hace un par de veranos y sentí lo mismo que la primera vez. Supongo que eso es, en parte, la condición misma de los clásicos: perdurar, procurarnos el insólito placer consistente en que la rutina sea meritorio y que avancemos en el conocimiento de las cosas a fuerza de repetirlas. La jovencita elegida por Bertolucci para su historia de amor (era eso al cabo) no se zafó jamás del icono de revulsiva sexual de una época explícitamente sexual. Ha muerto a los 58 años. Se la he llevado un cáncer. La recordamos en esta bañera mitológica. Había gente que hacía cientos de kilómetros, cruzaba la frontera francesa y se engolosinaba el ojo con el cuerpecito rotundo de esta muchacha marcada por la mantequilla y por un negra mata de pelo entre las piernas. Eran otros tiempos: ahora las mocitas que quieren triunfar a costa de sacrificar talento por epidermis, incluso las que saben a qué se exponen, las que venden deliberadamente sexo y no son manipuladas, se depilan, se ofrecen casi prepúberes, se convierten en un objeto puro de atracción carnal, pero transmutado, modificado, cosificado. El obiturario de hoy pasa por ver otra vez escenas tórrridas, por recordar fragmentos de una película inmortal. Fragmentos. Episodios interesadamente extirpados de un cuerpo a veces demasiado tosco como para soportarlo. Paul y Jeanne siguen en el departamento parisino. No me cabe duda alguna.




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3.2.11

La vida no es cruda como el sushi / Sobre "No hay drama", el disco de Pedro de Mingo


Entre Pedro de Mingo y un servidor anda Dennis Hopper. En algún momento ambos nos sentimos fascinados por el hechizo de sus fotografías. Después se obró una fascinación añadida: el facebook me trajo a Pedro. Me invitaba a escuchar su flamante nuevo disco, su primer disco, el disco. Se llama No hay drama y ya puedo (vía Spotify, oh dioses del p2p, temblad, he aquí el verdadero corazón melómano del mundo) reconocer el talento escondido en este español afrancesado, que canta en un idioma universal (entreverado de inglés, de francés, de español) y aspira (con absoluto merecimiento) a ser escuchado. No tengo ni idea de qué género late debajo de las trece canciones del álbum. Sé que hay swing y que al swing le vienen siempre bien los rasgueos zíngaros (casi) de la guitarra. Sé que hay blues porque el blues está en los cruces de caminos y las canciones de Pedro son historias de amor y de desamor, de saudade, de vivencias en la periferia del corazón o incluso bien adentro de ese músculo perverso, puro, extraño, duro. Sé pocas cosas más, pero éstas las he comprendido a la primera. No hay drama es contagioso, excita, enerva, produce una inmediata sensación de alegría. Y falta tanta en tantos sitios que eso anima a que el repertorio cale y pasillo abajo ande uno tarareando fragmentos, pedacitos de letras. Mi pieza favorita es Cádiz. Quizá porque en Cádiz viví algunos de los mejores años de mi vida o porque he visto lo que yo vi en sus calles, en sus pueblos. Pero lo que más me ha gustado de No hay drama son los tempos lentos, esa mansedumbre (como de saudade, sí) en la que Pedro se explaya y hace que los pies descansen y uno piense en las historias que cuentan. Así disfruté con El trago, que es la única canción que he vuelto a escuchar después de una solitaria escucha que no da para soltarme aquí en elogios, pero sí para confiar en que la carrera discográfica (qué pomposo y manido suena eso) de Pedro de Mingo acabe de empezar.

http://pedrodemingo.blogspot.com/
http://www.pedrodemingo.com/
http://www.youtube.com/watch?v=ReChyD9y-R4
http://www.myspace.com/pedrodemingo

2.2.11

Días (II)

I
Queda a consideración del amable lector la posibilidad de creerse la realidad o cuestionarla. Caso de decantarse por la opción sencilla (creérsela) tendrá una vida plácida, escasamente hostil, aderezada de júbilos varios, si bien no es descartable el advenimiento de alguna inconveniencia de la que saldrá sin excesivas cavilaciones. Caso de agarrarse sin rubor a la opción de interrogarla, sepa que la vida le pondrá en más de un jaque, dormirá poco y mal y dedicará cada vez más tiempo a tratar de entenderse a sí mismo porque ya ha desistido en el noble empeño de entender a los demás. No sabrá a qué obedecen sus cambios de humor, sus subidas de ánimo y esa certeza de que cuando se muere uno no hay derecha del padre ni flautas en las nubes que amenizan la promesa de la vida eterna que nos vendieron en los catecismos de la infancia.

II
Los días sin sustancia, sin ocupación, a decir de Ramón, vean comentarios del post anterior, son (en el fondo) los días de más enjundia en el alma. Uno se siente cómplice de uno mismo. Y no hace nada, con la dificultad de salir airoso de esa empresa. Porque es una batalla terrible la desocupación, el vacío. Lo peor del mundo es no tener nada que hacer. Esa travesía sin producto, bien llevada, puede ser (no obstante) lírica, jubilosa, plena. He conocido gente fatalmente ociosa y, bien al contrario, quien en el ocio completo (despreocupado de oficio, alegremente despreocupado de la economía) ha vivido a tutiplén, dándose, haciendo de la vida social un festín compartido. No es mi caso. Me doy en lo que puedo, comparto el festín privado de mis vicios con quien los acepta, pero me cuesta desconectar, arrimar a mi beneficio toda esa psicología de librito de autoayuda del Carrefour (firme Coelho, firme Bucay, firmen todos los bestsellers de saldo, listos para que les copien en post-it sus barruntos y se fijen en las neveras) que triunfa y vende y eleva el vuelo y estalla a la vista en el cielo. Yo me quedo esta mañana de martes aquí, a punto de salir al trabajo, pensando en la alegría de ejercerlo. Baste eso para comenzar el día con una sonrisa. Tenga ustedes otra más grande que la mía, por favor. Ando, como dice Machuca, en una gracia mental. Distópica, inducida, ficticia a medida que la voy disfrutando. Corto. Cierro.

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Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...