1.5.11

Beato, santo



Alcanzo a comprender las razones de quien cree en algo: se cree sin argumentos, se obedece la ciega razón del corazón que recibe el asombro inexplicable de un misterio. Entiendo que la fe mueva montañas y que esta mañana de domingo a la plaza de San Pedro la alfombren miles de creyentes que comparten un credo, un catecismo y se emocionan por la beatificación de uno de los suyos. Creo que a nadie dañan haciendo lo que hacen porque todos, en el fondo, en un ámbito u otro de la vida, practicamos la espiritualidad, la concentramos en un punto y luego la hacemos estallar en una festividad absoluta de los sentidos. Hay en la fe un hilo metafórico admirable que incluso el ateo radical, ese fanático que levanta otra religión al margen de la que critica, aprecia si tiene sensibilidad hacia la poesía o hacia la belleza. Quizá haber leído poesía haga que yo no me haya convertido en un extremista en cuestiones religiosas y exhiba sin pudor mi desconfianza en los mandos eclesiásticos, en los festejos que organizan y en toda la (a mi entender) mecánica puesta en escena de amor a la cruz y al mensaje que inspira. Una cosa es respetar sin doblez a quien verdaderamente profesa la religión que le plazca y otra bien distinta la milicia humana que organiza y distribuye, a placer, considerando los beneficios del reparto, ese bien mayor y abstracto, metafísico y absolutamente legítima que es la fe en la existencia de un Dios allá arriba en el arcano cielo.
Por eso no advierto nada que me emocione en la beatificación de uno de sus próceres en la tierra. Entiendo una vez más (porque soy en mi natural abierto un hombre educado y de escaso afecto por los extremos de las cosas) que hacen bien lo que hoy se congregan en Roma para vivir ese festín cristiano, pero no deja de parecerme un reclamo mediático para izar la derribada imagen de la Iglesia en lo social, en la vida del pueblo, que se aleja de los credos íntimos de su discuro y se acerca (paganamente) a lo meramente folclórico, al devocionario plástico, a las Vírgenes inundando las iglesias y a la subida a los altares del cielo a los Papas bienhechores que ellos mismos patrocinan.




El fuego místico no tiene nada que ver con esta entronización a medio camino entre el show burdo de un concierto de los Jonas Brothers y ese inagotable gentío que se encapsula en un slogan contra el aborto y ocupa las calles. En mi ignorancia teológica (en mi falta de hondura catecumenal, digamos) no sé con certeza los méritos del Papa beatificado, si se ha excluído de ese listado de honores la protección a Maciel a sabiendas de que entre oración y penitencia se beneficiaba carnalmente criaturas prepúberes y amasaba una fortuna enorme encauzada a pagar silencios y a ganar sicarios. Quizá han leído por alto esa parte de la biografía o ésa otra en la que el Papa polaco confraternizaba alegremente con dictadores urbi et orbi. De Videla a Pinochet sin olvidar a Stroessner. Hasta el sanguinario Mugabe está hoy en Roma para el asunto beatífico. A Holanda o a Alemania o a España no puede entrar, pero el Vaticano es un punto singular en los mapas, una cápsula extraña, un reino sin mujeres, un merchandising que ya quisiera Coca-Cola o McDonald's.



Wojtyla fue el Papa Bueno, a decir de quienes lo siguieron, pero hoy no se trata de que sea él mismo el objeto de este acto de masas sino el hecho de que lo sea cualquier otro. En mi ignorancia, en este estado mío de suspensión de la incredulidad, no sé qué es eso de que alguien sea, en estos tiempos de relativismo, de moral disoluta y de capitalismo asalvajado, que hasta las Cajas de Ahorros Episcopales se abisman en fondos de inversión temerarios y en otros agujeros crediticios, digno de ser llamado Santo. No hay ya santidad ni hay beatitud en este mundo: nadie está libre de culpa, nadie escapa al invento cristiano del pecado, nadie puede arrogarse la condición de pío y manso y prócer magnánimo de todas las buenas causas. Siempre hay un desliz ético, un indicio de que se obró egoístamente, de que se dio la espalda a la palabra de Dios o la Constitución, que es un libro más afín a mis cuitas morales que el libro de los libros, con todas sus metáforas, sus historias milagrosas y su sanguinarias y cruentas parábolas. 


«Se han reconocido en él una simpatía arrolladora y una capacidad singular para el acercamiento cálido a los más débiles y a los más desheredados de este mundo. Sabía identificarse con su suerte y convertirse en el defensor indomable de sus derechos»

Monseñor Rouco Varela, hoy en la Tercera de ABC


posdata:

Sí, Rouco, simpatía y capacidad reconocidas, pero no entra en esa reducida pancarta de elogios el silencio hacia el desmán del SIDA, la obstinada, cerril y criminal censura al uso del condón en la suerte de todos esos débiles y desheredados, iletrados y cómplices de cualquier palabra mágica que les extraiga de la pobreza y les prometa (ay, qué chantaje) el inasible cielo, que caen como moscas en las tinieblas de la enfermedad porque su pastor, el que les guía el alma, no condesciende a que sus súbditos morales los usen sin temor a que pierdan el paraíso. 


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8 comentarios:

Juan Pablo Espinosa dijo...

Deserto, me borro, llevo años entrando y saliendo de los templos, pero esto ya me colma y me llena de certezas que antes no tenia. Una cosa es Dios,con máyúscula, y otra distinta, bien
distinta, es la iglesia que no deja de alarmarnos a los que una vez creimos en ella.
saludos y gracias por la mesura, en estos tiempos, hace falta
mesura.

Juan Cuesta dijo...

Se me hace muy cuesta arriba leer este pensado texto y no discrepar, pero en el fondo hay motivo para darte la razón, y eso es lo que duele. Confirmo lo que expresa Juan Pablo en el comentario anterior. Creyente, sin excesos, me siento cada día menos de iglesia, por decirlo de alguna forma. No he visto casi ninguna imágen de la beatificación, y ayer estuve en misa. Soy, me estoy convirtiendo, en un hombre contradictorio con mis propio pasado.
No sé quien tiene la culpa.
Yo creo firmemente en que hay algo, pero la iglesia, que es una institución humana hecha por humanas, debería cambiar en su raíz y reformar sus protocolos de acción social.
De entrada, dejarse de chorradas beatificadores, y dedicarse a limpiar una imagen deteriorada, muy deteriorda, ganars eal peublo que está perdido, y no perder el tiempo en adornos, cuando la calle necesita un templo al que ir y una jerarquía de sacerdotes en los que también creer. Humanos, sí, demasiado humanos.
Volverçé por aquí.
Escribe usted que ya quisiera uno.

Ramón Besonías dijo...

Las beatificaciones son a la Iglesia lo que los Oscars al mundillo del séptimo arte: una estrategia publicitaria. Alienta la taquilla, reactiva el celo al catecismo. No es nuevo, no lo creó el catolicismo. Más bien es un invento griego. Crear héroes que fomenten el espíritu nacional.

Por cierto, lo de Wojtyla es grado de beato. Lo de santo es alzarlo a teniente coronel; aunque, al tiempo.

xavi torres dijo...

Con permiso, quiero decir que aplaudo el agudo sentido crítico y la honestidad con que se valora el tema en esta entrada. Pero a la vez quisiera también defender la figura del ateo radical, que en el texto sale bastante malparado; para ello argumentaré tan sólo que un ateo radical (cualquier ateo es radical, pues no hay ateos a medias) carece de fanatismo porque no tiene objeto de adoración ni debe ir contra nada ni nadie y jamás podría levantar una religión paralela, pues su ateísmo radica precisamente en vivir sin dioses (a/teo).

Miguel Cobo dijo...

Lo que dice Rouco me gusta mucho menos que lo que decía Tarancón (al paredón, gritaban entonces los hoy acólitos de Rouco).

La imagen del ya Beato que se me clavó como un cuchillo oxidado, fue
aquélla, severa,inquisitorial, humillante, amonestando públicamente a Ernesto Cardenal, arrodillado a sus pies. Mientras se olvidó del inolvidable Monseñor Romero. Y algunos gestos de soberbia indisimulada.

Belvedere dijo...

Está el día gris y está la red hasta la bola de anticlericalismo, pero me gusta.

Emilio Calvo de Mora dijo...

No se trata de desertar sino de pensar lo que sucede y no dejarse alborotar por el runrún mediático, Juan. En todo caso, gracias a ti por el comentario. Intento ser mesurado, pero habrá quien piense, a pesar de mi empeño, lo contrario.

Discrepar es el objeto que busco el post. Escuchar lo mismo que uno escribe es menos entretenido, Juan. Todas las discrepancias, incluso las más enconadas, tienen adherencias, zonas de visible nexo.

Muy ocurrente, as usual, Ramón
Los Óscar, a pesar de lo aburridos que a veces ponen, me siguen gustando. Tiene el Vaticano un Billy Crystal?

No creo que disminuya el valor del ateo con lo escrito. El ateo es radical o no será. Como su contrario. En eso, es cierto, estamos de acuerdo, Xavi, pero discrepo (bien por mí) en lo que expones sobre la falta de religión del que descree. Hay una religión, aunque sea sacralizando objetos no sagrados, cultos paganos, si se quiere, en lo ateo. Descreer, en su exceso, es creer en algo. No es paralingüística. No es ni mucho menos andarme por las ramas porque me ha parecido muy interesante tu comentario, mucho. Vivir sin dioses requiere a veces pensar en ellos para refutarlos mas adelante. No se puede vivir sin dioses. Incluso no creyendo en ellos.

Recuerdo al Papa Wojtyla en el aeropuerto, Miguel, regañando a CArdenal. Hoy han vuelto, levemente, a ponerlo en televisión.
Hizo lo que no debía (como tantos, como uno) y realizó cosas que no se le exigía. Como todos. Un abrazo, amigo.

pues a disfrutar, Belvedere. Ya es de noche. A ver cómo anda a esta hora de anticlericales la red, busque...
Un saludo.

xavi torres dijo...

Claro, Emilio, es muy cierto que eso de vivir sin dioses es algo que puede sonar extraño, pues ya de pequeño (al menos en mi caso, años sesenta) te inyectaban en sangre la religión, te la daban en casa y en la escuela, para comer y cenar y para dormir.
Uno ha tenido que pasar todo un proceso de metamorfosis para llegar, apoyándose siempre en los peldaños que da la lógica, a desprenderse por completo de divinidades y creencias. Por raro que parezca, hoy en día yo soy ateo con todo el exceso posible (a la par que respetuoso con los otros, no vaya ud. a pensar) y en mi increencia no caben apuestas por ficciones ni veneraciones de símbolos ni sacralizaciones de objetos, no necesito nada de eso.

Claro, tampoco soy más feliz por ello.

Saludos, te voy leyendo.

De botones y brocas

  Me agrada hurgar en las palabras, darles vuelo, apretujarlas, descomponerlas, abrazarlas, intimar con ellas y luego intimar otra vez hasta...