28.1.10

Ha muerto el fantasma



No me entusiasma J.D.Salinger: tal vez lo leí tarde. En la adolescencia tenía escaso apego a las letras y el deslumbramiento llegó más tarde. Fue entonces cuando descubrí El guardián en el centeno. Era una edición de Alianza que ya no conservo. La releí hace algunos veranos y me encontré con un texto nuevo. Los libros son siempre objetos cambiantes. Cambian ellos y cambia uno. Imagino a un adolescente norteamericano en la época en que Salinger publicó su obra. El signo de estos tiempos está lleno de hechizos, pócimas y amores vampíricos: símbolos de la vacuidad intelectual o, si se prefiere, del dirigismo estético que las grandes industrias del ocio planean para adoctrinar al futuro contribuyente. Mandan las arcas. A distancia, a cubierto de exigencias éticas o de valores estéticos, está la literatura que consumen los jóvenes. A Salinger, fallecido hoy a la muy noble edad de 91 años, en su hermetismo antiguo, en su cerrada vida de estilita pijo, le salió bien la jugada revolucionaria: condujo a cierta parte de los adolescentes a un mundo sórdido, hostil, reflejo de la propia adquisición de una personalidad en ellos mismos. Holden Caulfield es un antihéroe, el muchacho quebrado por dolores finísimos, compartibles. Toda ese gentío de jóvenes en busca de un sueño encontraron en la historia de Caulfield el referente perfecto. No sé qué hubiese pasado si Salinger creara hoy en día su Guardián. Probablemente nada. O nada de lo que entonces alumbró. El autor esquivo, celoso de lo suyo, afantasmado y casi violento, contribuye a la forja del mito. Toda esa basura David Copperfield que el piojoso de Caulfield odiaba en la obra es, en el fondo, la destrucción de la literatura de la credibilidad. Salinger, sobredimensionado, en mi opinión, no escribío La Gran Novela Americana: sólo creó un contexto para la rebeldía, un territorio fronterizo que igual servía a suicidas que a niños-bien con ínfulas de malditos.

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Qué solos estamos...


Me hice imprimir este fotograma en una camiseta. Me la puse unos días en verano. La exhibía orgulloso al modo en que algunos adolescentes se colocan prendas de marca. Pensé que alguien se fijaría en ella y entablaríamos una conversación sobre Manhattan o sobre Woody Allen. Nada de eso ocurrió. Guardé la camiseta de mi experimento en un cajón. Me la pondré en cuanto regrese el buen tiempo. Buscaré cómplices. Ayer vi en el videoclub al que peregrino a un tipo con las campanas tubulares de Mike Oldfield bien visibles en la suya. No le abordé: no le dije las infinitas veces que había disfrutado oyendo la primera entrega. Tampoco que las demás, con matices, eran prescindibles. Entonces advertí lo irrelevante de mi Manhattan impreso en la mía, lo poco que nos gusta (por lo general) señalarnos. Lo solos que estamos.
Me agrada la idea de que esa fotografía presida esta página desde que la abrí. Precisamente el próximo agosto hará cuatro años. No he dejado de escribir casi a diario. En breve llegaré a las dos mil entradas. Me imagino que eso es también alguna evidencia de algo. No sé qué. Me encantaría que alguien me lo aclarase. Como si nos vemos en el videoclub y nos decidimos a decirnos algo.

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26.1.10

A mordiscos




Está en lo humano, en lo íntimo de cada uno, la desconfianza. Se gana en su conquista conforme los años nos saquean. La ecuación no se resuelve: desconfía uno porque la realidad es hostil y porque somos mansos y somos débiles. En la ironía, en ese adensamiento de las palabras en busca de las que hieren, en ser retorcido, podemos ser unos perfectos hijos de la gran puta. He visto gente de gesto noble y de intenciones buenas que, al ser cercados por los otros, en la certeza de que van a perder algo que estiman mucho o de lo que no están dispuestos a desprenderse, arrancan a cuchilladas, sacan los dientes, escupen, blasfeman, les hierve toda la sangre que les quema el cuerpo y terminan por hacer cosas de las que luego, repensada la ira, se arrepienten. Es fácil sacar a cualquiera de sus casillas: basta conocerlo, intimar, arrimarse a sus hábitos, percibir los flancos sin guardia.
Lo que no cuadra, salvo que de verdad tenga uno la desconfianza a nivel genético y le hayan dado palos hasta en sueños, es que se desboque un oyente, uno casual, en la radio (esta noche) a cuentas de ZP o que un tertuliano, en ese mismo programa, jalee el estropicio semántico del invitado accidental y hasta recomiende ir por ahí, en los bares, en las colas de la charcutería, en el trabajo, zahiriendo al presidente del Gobierno. En plan bruto. Consignado el slogan de que hay que derribar al tirano. Imagino yo, lento de reflejos como soy, que el activista verbal está repitiendo un patrón que ha oído en otros y que, analizado a fondo, carece de argumentos para sostener su inquina. El que sí da muestras de manejar los datos es el tertuliano, especie de exquisito gusto a la hora de descalificar a quien no comparte su criterio, del tipo que se embebece escuchándose, encantado de conocerse a sí mismo y convencido de que están haciendo por su patria lo que otros, antes, hicieron en otros frentes de batalla. Los oyes en la radio y los ves en algunos canales de la nueva televisión parida con el invento del TDT: canales comprensiblemente alumbrados por capital de la derecha, que se obstinan en zarandear al ejecutivo y no se arredran en exponer abiertamente sus cartas. Tampoco lo hace algún periódico progresista que no permite horóscopos ni crónica pugilística y, sin embargo, se engolosina en crónicas y en artículos cuando la santa iglesia católica cae en un desmayo, se le ve un desliz o comete la imprudencia (harto frecuente, digámoslo así) de decir lo que no debe y decirlo alto y sin tapujos.
No digo yo que esta pobreza en lo anímico y en lo financiero (quizá sean los dos las caras de la misma moneda) que tenemos encima no merezca este musculado tono de protesta: asombra (tal vez) el ensañamiento, la falta absoluta de respeto a la hora de sacar a la palestra a unos cuantos exaltados a los que se les da un micrófono. No me falta imaginación para sospechar que podría pasar lo mismo a vuelta de urnas. En cuanto Rajoy muerda el poder se afilará la tribuna de opositores. Nada leales. Siempre en armas. Convencidos de que el torpedeo mediático es un deporte que, aparte de debilitar al enemigo, da beneficio en caja, crea adhesiones a pie de calle y hace que, por las mañanas, al ir al cuarto de baño y enchufar la radio, pongo por caso, saludemos el día con fiebre ajena, azuzados por los de siempre, los de un bando y los de otro. No difieren, no muestran distintivos. La realidad es hostil y somos blandos. Falta el activista de turno, esa especie de periodista fronterizo, más interesado en ganar adeptos a su causa que en informar sin que se note en exceso (siempre se nota, no nos engañemos) de qué pie cojea, con qué bandera se inclina y hacia qué negociado abre (iluminado y terco) la pedigüeña mano. Todo es cuestión de pasta. La desconfianza, bien pagada, es un bonito oficio. Da para mucho. Pero insisto, me sobra inocencia, soy débil, soy manso, soy un alma sensible que se escandaliza por poco y luego no concilia el sueño ni escuchando a José Ramón de la Morena.


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25.1.10

Peter Gabriel: Scratch my back


Cada vez que oigo a Peter Gabriel oigo a Daniel Lanois o viceversa. Mentes canjeables, talentos intercambiables. Hay entre ellos un vínculo fonético casi, una especie de argamasa melódica o incluso de textura tímbrica que los hermana. Ninguno desmerece al otro. Peter Gabriel hace tiempo que se deshizo de las rutinas de la fama: se quitó del vértigo de Genesis cuando Genesis aún no se habían pervertido del todo y se ganó la adhesión infinita de un gremio de oyentes de músicas del mundo que vieron en Gabriel un gurú, un guía acústico, un mecenas de artistas perdidos en países sin rumbo a los que él condujo al suyo, que es altivo y está desconectado de modas y de giros del mercado. Por todo eso sorprende que el último disco de Peter Gabriel sea un disco de versiones: Paul Simon, Radiohead, Lou Reed, Arcade Fire, David Bowie, Talking Heads... Las ideas se las encomienda a George Martin y éste las registra con un mimo exquisito, evitando guitarras y baterías, apoyándose únicamente por una orquesta y por un delicadísimo piano. Gabriel da su voz huidiza, quebrada, que nos remite a decenas de canciones inmejorables y a su universo lúdico y terrenal, cómplice de ritmos tribales y de experimentos sonoros multidisciplinares. Sin saber que Bob Ezrin producía el disco, pensé en Pink Floyd, en Roger Waters y en esas estructuras de violínes que se alzan en mitad de la melodía y la retuercen o la manipulan hasta que uno siente el dolor de lo que el música canta. Pensé en When the tigers broke free, un tema no recogido en The Wall, pero que Roger Waters incluye en la banda sonora del film y que expresa mejor que ningún otro ese destrozo interno que a veces produce la vida.
Todo en Scratch my back es épico, íntimo, pasional: Gabriel canta como nunca y encuentra en el repertorio el instrumento ideal para que su voz fluya como otro instrumento más, al servicio de la historia, del pentagrama invisible. No hace versiones de esas piezas y casi ninguna de ellas son clásicos de sus autores salvo (tal vez) Heroes y en donde nada huele a Bowie y Philadelphia, la delicada entrega de Neil Young para la película de Jonathan Demme.
Scratch my back es también una colaboración entre artistas: todos a los que Gabriel ha pedido que le cedan una canción harán lo propio del repertorio de Gabriel y habrá disco con ese propósito compartido. I'll scratch yours será su título. Imagino que Paul Simon se sentirá más que a gusto rapiñando (líricamente) el inventario de sonidos de Gabriel y hará un Sledgehammer contundente, hipnótico. Bowie sabe caer en las genialidades ajenas y hará suya In your eyes. Especulaciones: argumentos dispersos sobre un disco tan o más interesante que éste. De lo que no cabe duda es que Peter Gabriel, siete años después de Up, sigue inspirado, luminosamente enriquecido por los trabajos de los demás. Gabriel es un mago a la hora de buscar otros magos que hilvanen sus ideas, las arreglen, las recompongan y den al disco ese aire entre lo contemplativo y lo audaz que se advierte en Heroes o en The boy in the bubble, estandartes de sus respectivos autores y que Gabriel desmenuza, rediseña y las abisma en su terruño. Las cuerdas arregladas por Metcalf y Martin contribuyen a redimensionar los espacios, a adelgazar en ocasiones el tremendismo sonoro (la pieza de Simon) o a apuntillar, por si no quedaba claro, la ternura de canciones como Philadelphia (espléndida, tal vez mi favorita, merecedora de los aplausos del agrio Young) o la austeridad de Street spirit (Fade out), el muy oscuro pasaje de los (cuando quieren) oscuros Radiohead.
Con todo, con sus limitaciones y sus bucles sentimentales, Scratch my back es un disco monumental, un arriesgado paso hacia adelante de este inquieto descubridor de músicas, hacedor de talentos, vigilante atento a los susurros del genio ajeno.
Ojalá, en ese disco prometido de versiones del repertorio de Gabriel, Talking Heads (o David Byrne, en su inevitable defecto) se arrimen a Solsbury Hill. Que Neil Young hocique (es un decir) en Diggin' in the dirt. En fin. Caprichos de oyente.


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24.1.10

Mentiras que se ven



Por obra y gracia de esa máquina de la impostura que es Photoshop, podemos modificar la realidad y hacer creíble la ficción. Este Al Pacino de mentira, corregido con un laborioso pincel digital, me ha dejado un poco k.o. Uno sabe que se retoca casi todo en este mundo. Que nada es lo que vemos: que debajo está la realidad, blindada al ojo público, convertida en un objeto íntimo. Tal vez todos esos actores y actrices tengan derecho a presentarse en público a su antojo. Quizá la verdadera Scarlett Johansson, en privado, en la cocina mientras prepara el café a las siete de la mañana, sea una mujer accesible, a la que no miramos con ojos cinematográficos. Soy incapaz de ver a Al Pacino como un ciudadano anónimo. O soy capaz pero no creo ganar nada con ese esfuerzo óptico. Prefiero los engaños en cinemascope, ese Al Pacino mentido, confiado a las artes del maquillaje y entregado a la ceremonia formidable de la ficción. Se vive mejor en la ficción. La página en donde aparecen algunos astros de Hollywood de esta guisa tiene una mala leche enorme: se han dedicado a destrozar el glamour, a mandar a Madonna a un callejón para que la apalicen unos cuantos desgraciados que no la soportan. No sé. La violencia nunca enseña credenciales creíbles.


Hoy, en una tienda de fotografía, me preguntaron si me manejaba con el Photoshop de marras. No lo uso, aunque por ahí anda, en una funda de plástico, entre otros programas útiles a los que no les entrego mi tiempo. En esa tienda me mostraron los logros de la técnica. Cómo podían eliminar defectos, crear bondades, darle al ojo la ficción que el cerebro busca en los libros, en las películas. Pero también se afea, se destruye, se rebaja la belleza en lugar de inventarla. Leí hace poco que Emma Thompson no estaba dispuesta a retocar ni un solo centímetro de su piel en un quirófano. Hablaba de Nicole Kidman, que no sabemos cómo es. Lo que nos enseñan las películas y los flashes en galas y en entrevistas es otra cosa. Tampoco vemos la cara del escritor: no sé qué cara tiene Murakami. Lo leo sin saber quien está detrás. Ni siquiera me interesa la persona. Buscamos las letras o la música o la interpretación en una pantalla. Una especie de photoshop cultural. Este Al Pacino de la foto o la Madonna de abajo son imposturas, pero no nos duelen. Estamos acostumbrados a la mentira como una forma de representación del ocio.



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23.1.10

"El atrio de los gentiles"







Malos tiempos para la lírica: lo cantaba con elegancia una banda irrepetible de los ochenta, Golpes Bajos. Estos tiempos son malos para muchas cosas: desfallece la economía, malvive, se arrastra por mercados extenuados. Tiempos oscuros de gente trápala que medra a golpe de engañifa, amparados en las sombras del sistema. Lo que ha dado el estertor del convulso siglo XX ha sido una novela de pícaros con un argumento zafio, burdo y chabacano. Tiempos (insisto) de descreimiento, de zozobra moral y de tedio politico en donde sobrevive el más pillo y cae el más honrado, donde la espiritualidad (sea religiosa o sea pagano) se comercia en trueque torpe para que salga triunfante la fama, pero las postrimerías del XX y estos albores del XXI son también luminosos: nunca antes hubo gente más preparada, nunca antes se exhibió el progreso de lo más acendradamente humano de manera más gloriosa, nunca antes el hombre fue dueño de su propio destino. Así que tenemos al Papa Ratzinger en mitad de este estallido de estímulos, intentado reconducir la varada nave de su empresa, buscando alianzas, hurgando en la naturaleza de los tiempos para ver qué se puede sacar en claro, qué traje le viene mejor a este emperador de las palabras de Dios en la tierra. Y hete aquí, oh fatum, oh gran oráculo, oh tristes y taciturnos espíritus de la Antigüedad, que la Red, ese pozo infame de venenos sin medida, ese atrio de gentiles, en voz del Santo Prelado, ha dado la respuestas anhelada: hete aquí que Dios es también wi-fi. Que el espacio narrativo de lo digital es el lugar por donde la fe puede alcanzar al descarriado, a quien se apartó del camino o a quien no lo ha hollado todavía.






Ese anunciar el Evangelio por Internet me parece un acierto: si Pepiño Blanco tiene un blog, no entiendo la razón por la que Rouco Varela no puede hacerse mandar uno o hacerlo él mismo. Aquello de que los caminos del Señor son inescrutables vale para estos tiempos y sus locos cacharros: vale que la Iglesia, siempre a rebufo de la sociedad y de las normas invisibles que la corrigen, enderezan, retuercen o estiran, se dedique ahora a buscar al feligrés en casa. Ya habrá tiempo de que abandone la banda ancha casera, se ponga el traje de calle y busque el templo más cercano. No sé si el apabullante contraste entre las redes sociales (twitter, facebook y toda esa inasequible bandada de nombrajos) y la vida real traerá algún disgusto teológico al nuevo feligrés. Si haber visto a Dios en el Mozilla o en el Explorer deja huella en el alma al modo en que la deja haberlo visto en la iglesia, a pie de altar, en su contexto idílico. Hablaba anoche, en un bar, feliz en la charla, sobre lo cristiano y sobre lo que no lo es, sobre la inacción de Dios en Haiti o sobre su debido silencio. Nos extraviábamos en lindezas metafísicas mi amigo J.C. y yo. Quedábamos en que lo hermoso es el lenguaje, que lo impregna todo y esclaviza el pensamiento. El esplendor de la amistad da para estas diatribas teológicas junto a una cerveza. Luego viene el Papa Ratzinger buscando parroquianos 2.0. Los nuevos catecismos estarán en blogs, en mensajes de texto. Seducir al distraído con sus armas. Es la catequesis digital.


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21.1.10

House y yo


Me estaré perdiendo algo bueno. Oigo eso: que el tal Dr. House crea adicciones, suscita adherencias inquebrantables, alianzas durables con el ingenio que tan escasamente aparece en la televisión. Pero juro por el editor de mi blog que no he visto ni un solo episodio. Es más: juro y rejuro que ni siquiera, en plan zapping, he visto más de un par de minutos cogidos a vuelatecla en plan "voy a ver de qué va eso que tantísimo le gusta a casi todo el mundo". Y juro ya por última vez que no tengo interés en desdecirme, en buscarle razones a mi desidia, en bajármela, en darle una oportunidad uno de estos días y sentarme en mi butaca favorita y permitir que el tal doctor catódico me engolosine. Sí, me estaré perdiendo algo bueno. No lo dudo. No me importa. También estoy al margen de Perdidos. No he visto todas las temporadas de Los Soprano. Ni The Wire. Me metí en vena las siete temporadas de mi héroe de acción favorito, Jack Bauer. Eso es un pecado público. Me zampe en dos días la primera temporada de Daños y prejuicios. En poco más la segunda. Me gustó Dexter, sin excesos. Me desilusionó muchísimo Flash Forward. No hay nunca argumentos para justificar los vicios. No debería haberlos. A mi amigo K. le encanta La señora. Creo que hace unos días pasaron el último fascículo. Le digo en los bares: K., qué le ves, cómo te atreves. No me contesta. Me mira. Sonríe. Vicios tan sólo.

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Nibelungo / Cuentos del astronauta zurdo

A Antonio Linares, que no
tiene perro ni ama especialmente
la ópera, pero
canta el blues como Dios.

Mi perro Nibelungo desconfía de los gatos y, al contrario del perro al uso, no consiente entre sus vicios callejeros en intimidarlos con ladridos iracundos y baba homicida en el morro. Es de raza muy retraída, se engolosina con las palomas en los parques y arrima su lomo a mi paso cuando la calle se vuelve ruidosa o advierte la cercanía de otros perros a su rabo. Tiene Nibelungo afición por Wagner: da la impresión de que la extraordinaria y soberana belleza del maestro alemán le llegasen muy hondo ya que, cuando lo oye, adopta una actitud relajada al máximo y diríase que sigue el trayecto aéreo e invisible de las notas con sus ojos pequeñitos, como de perro de peluche. Comparte conmigo estas extravagancias domésticas y me busca, caída ya la tarde, para olisquearme la bata, que siempre lo transporta, en una mágica asociación de olores o de ideas –no tengo yo esas nociones de etología primaria para argumentar sólidamente esto que digo– al paraíso de las walkirias, que es una alfombra frente al imponente par de altavoces que amenizan su exquisito ocio perruno. Igual que Cátulo cantó al gorrión de Lesbia y nuestro Antonio Gala dedicó un librito a su perro Troilo, yo consagro este capricho literario a mi perro Nibelungo, que anoche se fugó de casa con otro perro de su raza, torpe y aburguesado como él, cuyo dueño me confesó el amor que su mascota, Traviato, tenía por las óperas de Verdi. Les pierde el bel canto, los coros de ángeles, la épica de esos héroes románticos– comentó atravesado por una congoja indecible. Todavía no nos hemos repuesto.

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Vampiros, amores de gimnasio y tracas en 3D


Hay modas, fiebres de lo banal, que se extinguen con la misma virulencia con la que se imponen. El cine es una mercancía moldeable que se ofrece como el vehículo óptimo para esa propaganda de ideas y de imágenes que, a la postre, busca la pasta gansa y de camino, en la travesía comercial, colonizar mercados, ganar adeptos, buscar en la tropa adolescente nuevos feligreses de la religión recién acuñada. No importan las ideas buenas; tampoco se estila esa antigua honradez de obrero abnegado del séptimo arte: directores con vocación de autor, que imponían una forma de trabajo y esbozaban, en la medida que les dejaban, una impronta estilística. Ahora trasciende el ruido, prima la hipérbole visual, se matizan poco los perfiles de los personajes, que fatigan el metraje sin diálogos de peso, que se exhiben en su cruda naturaleza corporal, sin que importe en absoluto su calidad artística y el grado de involucración en un proyecto. Ahora gana la solidez del trailer, la fundación de una franquicia, la rutina de una cara nueva en las marquesinas, en anuncios en televisión o en las carpetas de las quinceañeras yendo al colegio. Todo el dispendio monetario que haga falta con la condición de que regrese multiplicado. Hay algo excepcional, no obstante, en este runrún mercantilista que empaña el cine considerado como una de las más bellas artes. Fascina su vocación de banalidad pura, su inclinación natural al abastecimiento de imágenes con contenido limitado, pero sobre todo lo que más poderosamente llama la atención es su innata capacidad de adoctrinamiento. Hay un tipo de espectador que comparte con otro el amor por los vampiros o por los magos o por las jovencitas de las escuelas mayores con problemas de hormonas y de acné. Hay un tipo de espectador graciosamente cómplice de esta deshumanizada (por sofisticada, por impostada) visión de las relaciones humanas. Y al hilo de esa nadería cinematográfica asistimos a la creación de un subgénero televisivo, empaquetado con los mismos materiales, creado en idénticas condiciones de supervivencia. Porque de lo que se trata es de eso, de la supervivencia del cine como espectáculo de masas, como circo máximo, como templo del ocio. Nada malo, en todo caso. Por algo se empieza. Nada pernicioso si se accede después a materiales más nobles. Como si empiezas con Umberto Tozzi y terminas, veinte años después, escuchando a Stockhausen. Como si vas de Michael Bay a John Ford. De todo tiene que haber.
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20.1.10

Los sustitutos: Distopía light


Ya no sabe uno qué pensar: si la ciencia-ficción se está autoparodiando o si el gremio de los guionistas, a falta de ideas de relumbrón, se ha empecinado en pulir las historias de antaño o, al menos, del antaño fijado en los gloriosos setenta. Los sustitutos es una mala película presentada en un envoltorio flamante. De este arsenal de productos afiliados a la irrupción apocalíptica de las máquinas, de la tecnocracia y de esa especie de Second Life inventado para entretener el aburrido ocio de los humanos gusta que siempre terminan bien. No esconden tragedias ni se esfuerzan en dar brochazos de gris metalizado (con su porción de óxido afeando el chasis) cuando pueden ofrecer un esplendor de colores, un paleta cromática full HD. Las majors van al negocio seguro. Bruce Willis. Androides. Un trailer vistoso con helicópteros sobrevolando la ciudad, persecuciones impecables y decibelios desenjaulados a juego con las dimensiones del espectáculo. Los sustitutos es mala porque ya la hemos visto antes. Está facturada con absoluta falta de pudor cinéfilo. Parece escrita para un despistado novicio en esto de la ciencia-ficción. Cualquier socio de una cadena tipo Blockbusters, de ésos que no han pisado un cine hace tiempo pero que no se saltan ningún estreno en DVD, Bluray o BR-Screener recién pilladito de la red, pilla el bucle óptico.
Hurgando, por ver las tripas de la máquina, uno ve que la metafísica inherente a la ciencia-ficción buena, está aquí sustituida por un vertiginoso (y a veces incoherente) relato tecnofóbico, de apariencia agradable, en el que nada chirría en exceso pero donde nada (créanme) fascina ni siquiera un segundo. Se deja ver con absoluta indiferencia. No nos hiere: no nos emociona. En ese limbo imbécil de cine ramplón, Los sustitutos ofrece lo que algunos centros de comida rápida: fotografías impresionante de las viandas, amplias vistas al confort del establecimiento, pero luego comprobamos, a pie de mesa, que todo mengüa y nada es lo que nos dijeron que iban a vendernos. No obstante cumplimos el rito, salimos del cine, echamos pestes del engañabobos en el que hemos picado y aceptamos, entre risas, que igual volvemos en cuanto nos receten otra dosis de vacío perfecto. Algo así como la vida de esos seres humanos que se ven en la película: cómodamente instalados en su butaca, enchufados a la máquina, guiando sus alter-egos, sus robots antropomórficos. Sus dueños están a salvo, en ese edén digital que les evita el rigor de lo real, la asfixia de las calles, el roce con los otros. Como si un espectador prefiriese estos apaños palomiteros en lugar de películas de mayor fuste. Ésta acumula imágenes y planos, esplende en su vigoroso cromatismo, pero no da la talla en convicción, en profundidad, en peso. Y bien pudiera.

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El pícaro legalizado


En esta vigencia del caos, abismados en una crisis económica que forma parte ya del mobiliario emocional, se oyen cosas a las que les prestamos poca atención o ninguna. Noticias en cuya letra pequeña subyace el origen mismo del mal que nos aflige pero que, a título de frivolidad, tomamos a chacota, a jacarandosa tertulia de barra de bar bien arrimados a una cerveza. En España, desde antaño, tenemos esa facilidad para no caer en el tedio, en la miseria, en todo ese orden de cosas de triste nombre que en otros lugares, educados en otros preceptos, levantan revoluciones y ponen al pueblo en la calle, amotinados frente a la desidia de quienes lo gobiernan, emplazados a abortar desde las tribunas que buenamente pillan las tropelías de su conciudadanos. Lo malo es que esas tropelías, esos garabatos de pueblo civilizado que progresa en paz y aspira a lo mejor y a lo más noble, a veces son jaleadas desde el poder. El argumentario es sencillo: a renglón seguido de la conquista de las libertades más elementales, de los derechos más razonables, se traen de rondón otros, pillados con pinzas, obsequiados a modo de guirnalda democrática.
Lo último, en Sevilla, en su Universidad: han elevado el copieteo en exámenes a la categoría de derecho constitucional. Legalizan el crimen, el apaño canalla del estudiante que, huérfano de esfuerzo, ignorante en trabajo, se afilia al engaño y da lo que le piden bajo la fórmula del truco. Eso de copiar no es asunto nuevo. Lo que es nuevo, es decir, moderno, progresista, es mimar al delincuente, dicho esto de delincuente con todos los miramientos jurídicos.
La excelencia, la capacidad de sacrificio, el rigor, el amor propio, todas esas cosas que se dan por sentado en quien aspira a conocer una disciplina y a ejercerla en su oficio, se abandonan aquí a su suerte. Magra y triste suerte, por otra parte. Este favorecer al tramposo da una idea de cómo va la sociedad nuestra, de cómo al amor de la ley, de su exquisito y a veces nefasto cumplimiento, se van saltando a la torera elementales normas de sentido común, buen juicio y cordura moral.
Pillar in fraganti al alumno que se copia no acarrea el privilegio de la presunción de inocencia: copiar es un acto ilegal, la evidencia de una falta que debe ser sancionada en prevención de que el infractor crea que la vida es así de sencilla. La vida puede ser muchas cosas, pero desgraciadamente guarda reveses, fatalidades, momentos ingratos, vías por la que se escapa la felicidad que le exigimos en el contrato que, al nacer, involuntariamene, firmamos.
Lo vergonzoso es la impunidad de delito. Incluso su poco disimulado fomento. Estamos en un país sorprendente, que aspira a integrarse en un mundo en continuo progreso. Asuntos de este zafio calibre alertan sobre el verdadero espíritu de estos tiempos de zozobra: vence el tramposo, gana el que engaña, triunfa el más vivo. El que pierde, el que no es respetado, es el que cumple: país de espabilados, pueblo ladino. Y encima, he aquí el horror, auspiciados por la autoridad.
Esta normativa sobre calificación y evaluación no menoscaba derechos. El Consejo Escolar de la Universidad Hispalense, en esta atrocidad académica, incurre en algunos errores. El más grave es el que alienta el delito al dar al que lo ejecuta vías de redención que, en modo alguno, hacen peligrar su nota, el producto de su copieteo.
España es un país de pícaros: lo escribieron nuestros antiguos en un alegre y jovial castellano de los siglos dorados de nuestras letras. España es un país extraño, añado yo. Se ven cosas inauditas, se da cobijo al mal y hasta se patrocina su uso. Habrá quien, a la vista de este desatino universitario, razone que los medios abiertamente contrarios a su efecto exageren, den alas a esa moda de atacar sin disimulo al Gobierno, a ZP, a sus ministros. No tiene nada que ver con eso. Podía haber pasado con un gabinete socialista o con uno del otro bando. Se trata de hacer bandera de la cordura, de exponer (aunque sea tímidamente, en este blog que pocos leen) las razones del desencanto que algunos tenemos con el desorden imperante. Yo, que vivo de esto de poner exámenes y de corregirlos, no estoy dispuesto a entrar en esa inercia.

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17.1.10

"Sin terremotos, somos invisibles"


Cuando uno es pobre, digo pobre de verdad, la voz se desangela, se vacía, se queda sin fonemas. Una voz sin cuerpo. Un pobre de verdad es un ser invisible. Lo dice El Roto en su formidable viñeta de hoy en El País. Un pobre como Dios manda no sabe que es pobre. Va por ahí enseñoreando su pobreza, mendigando un soplo de dignidad, buscando luz en donde las más de las veces únicamente hay sombras. A veces hace falta un terremoto para sacar al pobre de su permanente estado de invisiblidad y ponerlo en las portadas de los periódicos y en esas pantallas grandes de muchas pulgadas que iluminan con bonitos colorines los salones de la gente pudiente. Uno está en casa, en el salón, almorzando, y de pronto el telediario le extrae de su estado del bienestar gastronómico con un damnificado de Haiti. Es un pobre que sigue siendo pobre, incluso más pobre todavía, pero que de pronto abastece de información al mundo rico. Ya sabemos que los ricos conocen la realidad a través del filtro de la televisión. Compran la prensa que les gusta y ven los canales que no les atacan en exceso. Todos tenemos ejemplos. Un pobre, en realidad, es una incomodidad mediática. El terremoto en Puerto Príncipe, a pesar de lo que dice el obispo de San Sebastián, es un acto de crueldad desmedida que no ejerce nadie. Ni Dios ni la ONU. Ni las huestes de Bin Laden ni todos los malvados del mundo unidos en una gamberrada planetaria. El terremoto en Haiti es obra del azar o de las fallas tectónicas o de la mecánica de fluidos. No creo que a Dios le interese estropear sus dominios con estos atropellos inmobiliarios. Claro que un obispo de San Sebastián o de Cuenca o de las Seychelles puede contarnos que ahora los pobres que queden van a estar bien atendidos. Que no hay mal que por bien no venga. Que Dios aprieta, pero no ahoga del todo. Que la fe se abastece de estas vituallas. Duele, en el fondo, que estamos a expensas de estos caprichos geológicos. He escrito duele y luego he pensado que el verbo es insatisfactorio, pero no encuentro otro verbo que lo sustituya. Yo soy un pobre lingüístico: me faltan palabras, me falta quizá la voluntad que tienen otros para salir de su cápsula de supervivencia y entrar en batalla, en el meollo del cataclismo, en las calles del miedo, a pie de cadáver. Nada que vaya a hacer. Seguiré aquí. Escribiendo. Bien mirado, un oficio cobarde.

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Sherlock Holmes: El superhéroe total



Al cine detectivesco, que tiene en Sherlock Holmes al patriarca máximo, al depositario de todas las reverencias, no le conviene en demasía la acción puramente física, pero en el hipotético caso de que ambas congenien, el resultado es el más satisfactorio porque el espectador de intrigas, el que se sienta en su butaca dispuesto a entrar en un juego de pistas y de huellas, de trazos abandonados en la nieve y olores derramados en el aire, le agrada ese vértigo furioso en el que hay persecuciones, enigmas en la sombra y calles mugrientas en donde acecha la muerte. El cine negro matrimonió de forma sublime esa dualidad: todos los detectives que parieron los insignes escritores de raza del género, desde Chandler a Elroy, patearon las calles, sufrieron golpes, los dieron y en muchas ocasiones se encontraron frente a frente con la muerte sin que ese atropello a las raíces intelectuales de la intriga desmadeje el interés. En su extremo palomitero, el cine de acción, incluso el declaradamente malo, incluye ingredientes detectivescos, pequeñas tramas que piden a gritos complicidad. Por eso tal vez Guy Ritchie, al que no veía yo cómodo fuera de su microcosmos de gángster londinenses, casas de apuestas y rollo suburbano, se le ocurrió agitar el tarro de las esencias del más famoso detective del mundo por ver si en ese gesto brusco se mezclaban grumos nuevos. Y he aquí el Sherlock Holmes del siglo XXI: menos interesado en los placeres de la química farmaceútica, desastrado, desaliñado, sin el glamour antiguo, amigo de pendencias y hasta un punto masoquista, reyezuelo de sus vicios, poco o nada interesado en el mundo exterior salvo que ese mundo exterior ofrezca un enigma, un argumento oscuro, un asesino suelto, un robo sin dueño.
Este Sherlock espídico o taciturno, obra del moderno slapstick, será un jolgorio óptico para la tropa joven de neófitos en la materia y un modoso, en nada serio, revival del Sherlock del siglo pasado, pero no posee la hondura de la versión de Billy Wilder ni la carga flemática de las versiones clásicas. Tampoco la mirada Disney, que la hay. El detective number one no lleva tweed, ni gorra de visera, desprecia el batín aristocrático en su refugio de Baker Street y no dice una sola vez "Elemantal, querido Watson". En lo demás, la cinta fluctúa entre las concesiones al clásico (ese final razonado, ese gusto por hacer pulcro y esmerado el lenguaje de sus protagonistas) y las tropelías circenses, entre la austeridad social del detective y sus fáciles accesos de showman de salón. Y en esos campos de acción, Ritchie levanta un monumental tributo al cine de evasión, cumpliendo a rajatabla la misión de fundar una franquicia con algunas cartas guardadas en la manga de la productora (Moriarty, en el carruaje, ilusionando a los expertos en materia, creando en los recién llegados ansia de conocimiento).
Robert Downey Jr. cumple con creces así como Jude Law. Mark Strong es un malvado desaprovechado: en realidad el argumento no exhibe la enjundia necesaria para que el mal campe a sus anchas. El mal, si está bien escrito, engalana la trama, la eleva. Como aquí estamos en el pastiche, en la recreación lúdica sin lucimiento académico, la historia se fija más en los detalles, en amontonar secuencias enteras a modo de gran videoclip, desatendiendo un más deseable sentido de la coherencia. Nada de esto es obstáculo para que Sherlock Holmes sea una película decente, que se ve con gusto, sin que duelan las pupilas ni uno sienta que los recuerdos han sido ofendidos.

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16.1.10

Mitchum por Avedon


No le vemos los dedos de las manos, pero creo que tienen escrito un mensaje. Eso pensé cuando vi la foto de Avedon perdida por ahí, en una fisura exquisita de la red de redes.

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15.1.10

Soy un materialista de pobre vida espiritual, señor obispo...

Munilla valora la catástrofe en Haití

"Existen males mayores que los que esos pobres de Haití están sufriendo estos días
“. “También deberíamos llorar por nosotros, por nuestra pobre situación espiritual, por nuestra concepción materialista de vida (Munilla)
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El obispo Munilla es un señor obispo que no dice cosas de obispo. Por lo que dice, a lo oído, esto no corresponde al cargo que ocupa y a la cultura que posee, pero tampoco tengo esto del cargo y de la cultura, pensando en detalle, claro del todo. Lo que ha dicho el señor obispo es teológico, es decir, ajeno al barrunto mental de quienes no entramos en esos resquicios del pensamiento espiritual: todo al hilo de la divina presencia del verbo episcopaliano, neocatecumenado y supervitamineralizado. Las cosas de la iglesia tienen estas cosas: que un obispo sale al púlpito y le da un palpito fonético, un calambre a la altura misma de la glándula semántica, que es donde el cerebro coge de un saco las palabras y luego las junta para que la lengua, un músculo pendenciero, las suelte. Deberíamos tener cuidado con lo que decimos, no vaya a ser que se entienda todo y después vengan los medios de comunicación y lo tergiversen. Es lo que pasa con ser un personaje público: que siempre hay por ahí un periodista con un micrófono, un gacetillero ávido de hueco mediático, un arribista vulgar que encuentra de pronto, en mitad del temporal, en esta ruina terrible que padecemos los españoles, un titular. El que ha dado el señor obispo Munilla viene a decir que peores males padecemos aquí que los caídos en Haiti: que lo de allí, más o menos, es menor que lo de aquí. No sabe este hombre de lo que habla. Tirar por ahí frases de este calado teológico no está al alcance del pueblo llano. Yo, en lo mío, soy prudente. Me freno en lo que puedo. Pienso en ocasiones barbaridades, pero la voz interior, la que me tiene tan a pie de suelo, me manda callar. Lo de este señor obispo ha sido un metedura de verbo. No hay que poner a caldo al gremio entero de los obispos. Ni siquiera hay que inferir que todos los miembros de la Santa Iglesia comulgan con las opiniones de este caballero de altas prestaciones sintácticas. A ver en Haiti qué piensan. Los suyos, los de su bando, a ver por dónde le cubren las vergüenzas. Se les van a acabar, al paso que vamos, los argumentos exculpatorios. Ah, tendrán que llorar por mí, porque tengo una pobre vida espiritual, al menos del tipo de espítu que blande este señor, y una concepción materialista de la vida. Con matizaciones, pero materialista, sí señor obispo...

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14.1.10

Son días tristes...


I
Cae a plomo la desgracia y entierra en escombros la luz infinita y el tiempo infinito; cae el gris, el negro: caen como un peso imposible sobre la naturaleza más frágil de las cosas, sobre los coches antiguos y las iglesias quemadas; cae un tormento bíblico sobre el país de los colores; cae el dolor inverso, la causa oscura del fondo de la tierra; cae el cielo desde abajo y un ángel declina en latín el verbo de Dios mientras los pobres de las avenidas, los apestados de todos los gremios, escarban en el suelo en busca de sus iguales en la ancestral ceremonia de las lágrimas; cae tristeza; caen nombres sin herencia en el polvo y en la ceniza; cae el amor mismo: se derraman las sílabas del paisaje que el amor inventa para justificar su travesía, se muerden los hijos en las aceras incendiadas, comen pena y así van, en la pena, muriéndose sin ruido.
II
Están los muertos de Haití como un himno izado en mitad del caos. Los registran las cámaras y los venden en prime-time: asistimos con asombro, sin ser conscientes del todo de ser parte del público convocado, al espectáculo tristísimo de la devastación. A lo mejor la palabra tristeza no expresa la hondura del dolor que hemos visto. A lo mejor estamos hechos a ver estos desastres y lo único que cambie es el atrezzo, el color de la piel de los cadáveres, el reportero desplazado por las cadenas de televisión para dar cuenta del desastre. Puede que pase todo eso. Son días tristes. Siempre que muere alguien sin que haya una causa natural se levanta un muro de tristeza. Este muro es alto. Triste.

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"I believe it's raining all over the world..."



Una forma de afrontar un día de lluvia: te escondes en un sillón de orejas, buscas en el armario el batín de invierno, enchufas el brasero y lees un buen libro mientras contemplas por la ventana las verdaderas dimensiones del refugio. Es cuando te das cuentas de que la realidad está afuera y de que tú, a capricho de tus vicios, te has instalado en el territorio de la ficción. Entonces empiezas a advertir que no es verdad lo que está pensando. Que no estás en un sillón de orejas, embutido en un formidable batín de invierno, a pie de brasero, a remolque de las letras de un libro. Tú estás en la calle, comprando en tiendas abarrotadas, comido por mil vértigos, perdido en la ciudad como a veces las palabras se pierden en los recuerdos. Sólo es nuestro lo que perdimos, dijo el poeta. Nuestro el refugio visto desde la lejanía, en la intimidad uterina de la literatura y del calor sencillo de un brasero mientras en el exterior, en el afuera sin domesticar, llueve a manta, llueve a cántico, llueve como si fuese la primera virginal lluvia en el paraíso. Y el libro también tiene una ventana desde la que es posible encontrar huecos, refugios, líneas puras de recogijo inmediato, placeres muy elegantemente adornados por el sonido de la lluvia en los cristales. Ahora mismo creo que está lloviendo en todo el mundo.


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12.1.10

Teniente corrupto: Pastillas, justicia y vértigo



Paul Schraeder, Martin Scorsese y Abel Ferrara formaron una especie de trío místico a los que le sonrió la suerte de manera dispar. En común tenían a un Harvey Keitel plenipotenciario, fetiche sublime de esa suerte de tormento místico que los tres traducían a imágenes. En menor medida, más en sintonía con el mainstream de Hollywood, Scorsese; alucinado, tenebrista, perdido en alguna insondable costura del alma, Ferrara. Por esa afinidad con los territorios limítrofes, por ese desorden teológico, la autoría de Ferrara se eleva por encima de la de Herzog a la hora de abordar, en claves distintas, la biografía (parcial, puntual, concisa) de un teniente corrupto que fatiga las calles en busca de redención.
La versión de 1.992, la original, sobre la que Herzog monta la suya, es una obra maestra de la provocación, un discurso implacable sobre el dolor moral que lacera la existencia de un policía violento, yonki, pervertido y un punto sádico, que se transfigura en un ángel libertino, concomido por la culpa, razonablemente preocupado por los pecados a los que abisma la salvación de su espíritu. Eso lo daba Harvey Keitel a satisfacción de viciosos de personajes en la cuerda floja. Daba, sin el histrionismo de Nicolas Cage, la medida exacta del tormento. Imagino que gente como Christopher Walken o Willem Defoe podrían haber acometido una lectura tan salvaje de un puñado de líneas escritas en un libreto.
Werner Herzog es un compañero de fatigas de Ferrara. Desconozco si se conocen o mantienen alguna especie de correspondencia, pero caso de que se diese, en el hipotético y forzado episodio de una amistad a pie de vicios compartidos, serían cartas duras, viscerales, comprometidas con la raíz más profunda del mal que asola al hombre y lo separa del paraíso, de algún tipo de paraíso fácilmente encontrable en esta bendita y jodida tierra. Respeto a ese Herzog sin ánimo de agradar que no se rebaja a denunciar los desmanes del mundo sino que se limita, espléndidamente, a depositar en nuestras retinas un brochazo de realidad, justo la realidad que nuestro confort no nos deja ver. Vivimos en una sociedad almohadillada, algodonada, revestida de un cálido paño de invierno agradable en los campos de la luz y de la siembra, pero hay mundos oscuros, poblados por antihéroes; mundos a los que se ha despojado de la bondad y que inspiran comportamientos perturbados en quienes los recorren.
El teniente blasfemo de las dos cintas, el religioso Keitel y el pirado Cage, difieren tal vez en la textura de sus preocupaciones. Mientras que Keitel es un filósofo analfabeto, Cage es un libertino con corazón. La monja violada de Ferrara es en Herzog una familia de camellos, pero en ambos casos lo que se narra es una venganza en toda regla, una del tipo que excluye los mecanismos racionales de la justicia. El teniente Keitel pide a su monja que no perdone a sus violadores y es precisamente el perdón que la hermana les da lo que hace que su mundo se tambalee y su cruzada contra el mal quede en suspenso, en un gris poco definible. El teniente Cage no opera con los mismos utensilios: se basta con urdir una interesada complicidad con el mal para después, a renglón seguido de haber satisfecho sus apetitos tóxicos, desenmascarar su juego, atrapar al malo y escalafonar, a golpe de mentira, en el propio cuerpo de policía. Nada de esto hay en Ferrara, que es más carnal, menos interesado en guardar ciertas apariencias sociales: Ferrara codicia cierto tipo de escándalo controlado.
Teniente Corrupto, versión siglo XXI, en el fondo, es un thriller acelerado, un ejercicio muy sólido de cine de autor vestido de cine de masas. Herzog recompone el salmo del que parte la premisa de partida y construye, a sabiendas de la osadía, consciente en todo momento de que el modelo a recomponer es una pieza de colección cinéfila, un film despreocupado en el que, puestos a ser audaces, se atreve a incluir un paranoia de iguana que, sin abortar la continuidad del relato, arruina la seriedad de la propuesta.
Teniente corrupto, vía Herzog, abre, frente a su predecesora, un relato siniestro, convulso, cuyo desenlace es feliz o, a la manera en que la felicidad nunca es completa, parcialmente feliz. Se quiere conciliar el dramatismo con el humor negro, evitar lo trascendental, crear un producto digno, menos ambicioso que el original, pero autónomo, transgresor también, de magisterio menor y también menor capacidad de fascinación.

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10.1.10

El espejo es un vampiro

El espejo es un vampiro. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, lo dijo Rilke. La vida cobra siempre sus aranceles. Y en ese plan...

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9.1.10

Bobjamo...


“En la música, Frank Sinatra puso la voz, Elvis Presley puso el cuerpo, Bob Dylan puso el cerebro.”
(Bruce Springsteen)


“Después reflexionas y te das cuenta de que es perfecto.”
(Eric Clapton)

“No hace falta oír lo que dice Bob Dylan, lo importante es cómo lo dice”
(John Lennon)


“La gente subestima su capacidad musical. La melodía y las palabras se disparan como flechas. A mí me sigue pareciendo increíble.”
(
David Gilmour)



.......................................... Para Manuel Aljama, al que conocí entre papeles importantes y canciones de Bob Dylan o de Van Morrison. Años más tarde, lo veo en los pasillos del Corte Inglés, cercano y afable, hecho todo un señor en lo suyo, que es el manejo limpio de las palabras, la cultura como un beneficio sentimental y la amistad, a trompicones, pero ahí bien cogida para que no se pierda del todo.

"There must be some way out of here, said the joker to the thief..."






7.1.10

El cónsul de Sodoma: A los 20 años de la muerte de Jaime Gil de Biedma


Frecuentaba chaperos, malvivía en su intimidad de poeta concienciado por la política tristona de esos años del tardofranquismo y por la belleza siempre fugaz de las cosas. Hoy hace veinte años que moría de sida Jaime Gil de Biedma y en estos días se airea una polémica revisión de su vida escabrosa, de sus escarceos homosexuales y de su limpio amor por la cultura y por la amistad.
No he visto la película. El título es hermoso: El cónsul de Sodoma. Conozco la biografía de este hombre sensible y cabal. Sé de memoria algunos versos porque los poemas enteros se me resistieron siempre. Ignoro si el biopic de Monleón es en verdad deleznable. A juicio de algunos críticos, así parece. Hoy, en El Mundo, Luis Antonio de Villena lo salva de la quema pública e insiste en lo único verdaderamente importante: que la película avive el fuego de la lectura y las generaciones nuevas busquen los libros de Gil de Biedma y las antiguas, las que lo disfrutaron, recuperen las palabras, esos versos perfectos que todavía producen esa rara felicidad que en ocasiones da la poesía.
Gil de Biedma hubiese sido hoy un anciano respetable, apenas involucrado en la vida literaria del país, encerrado en la remembranza de sus años locos en Filipinas, cuando era joven y la vida empezaba a ir en serio. Luego el amor se deshizo en puñaladas y lo desangró en su Barcelona íntima y, al tiempo, cosmopolita. Outsider, fabuloso polemista, Gil de Biedma era hijo de alta burguesía catalana y era un activista de izquierdas sin que ninguna de esas facetas aparentemente contrarias se resquebrajase o alguno de sus amigos de uno u otro bando le reprendieran por esa doble vida. La llevó bien al punto de que jamás dejó de ser un señorito de izquierdas, pero el señorito era un promiscuo incómodo, uno de esos pervertidos a los que la sociedad biempensante de antaño (la hay ahora y se mueve en los mismos patrones de ceguera moral) despreciaba con un gesto y se prendaba (en la intimidad, en un lugar privado y blindado a la curiosidad) de la alta poesía que practicaba, de sus modos sanos de intelectual con clase, acostumbrado a la gauche divine, que Vázquez Montalbán creía fantasmagórica y vacía de contenidos relevantes.
Borracho, hombreriego, caía en lo sórdido y luego se levantaba, ufano de su condición de artista, y compensaba a los suyos por sus flaquezas y sus desaires con la alegría sencilla de vivir y de encontrar en las pequeñas cosas los grandes placeres. Eso fue Jaime Gil de Biedma en lo que sé y en lo que las letras que escribió en su corta historia literaria ha dejado para el porvenir. Más interesado a veces en comulgar con la carne de la que dependía que la de llevar una puritana y respetable vida de poeta laureado, Gil de Biedma, en la biografía que ha manejado Monleón, Miguel Dalmau (Circe 2004) , el director de El cónsul de Sodoma, es un macho en continuo estado de encabritamiento, presto a amar y a dejarse amar, a buscar en la noche hombres pagados a los que rendirse y a los que luego adorar.
Veré El cónsul de Sodoma en cuanto tenga ocasión y prometo intenta disfrutarla sin que el partidismo de un modo de hacer cine empañe lo importante, la renovación de ese posible mito de la poesía española del siglo XX. Bien está que el cine, aunque sesgadamente, haga de vez en cuando estas cosas: rehacer vidas, recomponer las fatigas de los iconos del arte. Somos muy poco dados en España al biopic, a ese género a menudo vapuleado que intenta, en el fondo, recuperar al homenajeado. Intentar que todo los que no lo conocen descubran qué hay oculto, las razones de su gloria. Y Jaime Gil de Biedma era un poeta absolutamente deslumbrante al que no podemos simplificar en lo biografiado.
Hace pocos días leí un post en la página de un buen amigo en el que trataba de discutir (apaciblemente) con sus lectores sobre la injerencia de la vida en la obra de un autor. Yo podría vivir sin saber que Clint Eastwood, puesto que de él hablaba, era una especie de reyezuelo doméstico, un tirano de andar por casa que imponía su criterio a fuerza de testosterona pura. Podría únicamente quedarme con sus películas. Sentir que hizo esas películas para que yo las disfrutara y para que, en el disfrute, mi felicidad se engrandeciese. De eso trata, también en el fondo, la vida. De que la vayamos adornando, embelleciendo, concediéndole cuantos más placeres y más exquisitos mejor. La vida de Jaime Gil de Biedma fue exquisita, sórdida y exquisita. La vida, en sí misma, sin el oropel de la palabra, que la enfanga, que la pervierte y la escombra, es una preciosa mezcla de belleza y de miseria, de amor y de fatiga, de versos altos y nobles y hermosos y de pedradas en la cabeza mientras paseas y crees que eres inmune al caos.

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2.1.10

... vida nueva

Descreído en tanto, siempre tuve fe en esa bendita inclinación del alma a ponerse en el pellejo de los demás y sacar de donde no hay para compensar un poco las fracturas del mundo. Creo firmemente en la pureza del espíritu, en la disciplina de los buenos sentimientos y en la nobleza que iguala a los distintos y los hermana en una especie de cofradía universal, huérfana de doctrinario, que no exhibe acta de fundación ni guarda sus estatutos en una urna de cristal. Vi un poco de todo esto en la siempre rutinaria celebración de la despedida de un año y la salutación a otro. Vi gentes de todo el mundo (en televisión uno puede ver gentes de todo el mundo) abrazarse, brindar, reir, brincar, blindarse a base de jarana contra los despropósitos y las miserias que, a buen seguro, van a joderlo todo.
Tal vez sirvan estos excesos en la postrimería última del año para afrontar con desparpajo el entrante. Igual se aprovisiona uno de ese alborozo, impostado las más de las veces, en la creencia de que serán pocas las ocasiones parecidas durante el año. Vi en televisión idénticos comportamientos. En Río de Janeiro. En Londres. En Madrid. Daba más o menos igual. Gente exaltada. Gente sin futuro: pareciera que todo es presente, todo detenido, aterrados ante la posibilidad de que el azar, quién si no, nos estropeará los planes.
Todos somos iguales. No hay otros: somos nosotros los que vemos ahí afuera. En la calle, el otro, el que parece invadirnos, es la sombra que proyectamos. Anoche tuve esa sensación viendo los relojes del mundo, el champán en el vértigo de los abrazos, el confetti infinito de los pobres enredado en alegre coyunda con el aire puro de la noche. Sí, sé que empiezo inocente el año. Uno desearía otro ademán, optimismo sin engaño, esa fe en la bondad del ser humano que no me acaba de cuadrar del todo. Conforme pasen los días me irá cuadrando incluso menos. Contaminado que estoy.


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1.1.10

Cuento de Navidad: Fría y brillante historia de fantasmas...


Cuento de Navidad es cualquier cosa menos una película familiar con la que celebrar la bondad del ser humano y la beatífica presencia de las cristianas fiestas navideñas. Esta versión del universal cuento de Charles Dickens tira más del hilo sórdido que de la rendición política y estéticamente correcta.
Zemeckis está encantado con su flirteo con estas nuevas técnicas narrativas que le permiten engolosinarse con la plasticidad de los dibujos animados y colar, en la bruma de esos fotogramas, el peso (a veces inadvertido) de la imagen real. Polar Express o Beowulf fueron galanteos más o menos conseguidos: Cuento de Navidad es un delirio visual, la demostración de que el cine se reinventa a cada instante. Sin llegar a la perfección formal de Avatar, en otro patrón digital, la historia de Dickens, en manos de Zemeckis, alcanza un punto de asepsia que lastran la emotividad de la trama. Se pierde la calidez, el mensaje afectivo que, en personajes reales o incluso en animación, podría haber alcanzado mayores cotas de verosimilitud.
Está muy bien que el cine hurgue en las posibilidades de la técnica (motion capture, en este caso, o incluso el 3D como reclamo puntero en taquilla) pero seguimos enamorados de la verdad de la imagen. Y en la película de Zemeckis esa verdad está huérfana de apoyos visuales: creemos la historia, nos perdemos en la nobleza literaria del cuento y salimos robustecidos, alojados en ese útero cósmico que es el amor al prójimo, la moralidad recta y todo eso que Dickens nos regala en su cuento, pero no creemos (yo, al menos, descreí tanto que me dolió mi falta de fe) en que éste sea un formato duradero. Vale como experimento: puede colar para distraernos, puede servir para ofrecernos un divertimento accidental.
Lo que no hay es vida: hay vacío, páramos gestuales, deslumbrantes (formidablemente deslumbrantes) viajes al interior del alma de los acartonados personajes, pero impostados, sin corazón. Como tampoco es Jim Carrey santo de ninguna de mis abundantes devociones (salvo en contadas películas: Olvídate de mí, El show de Truman) me cansó la sobrecarga de muecas que el actor impone a su avatar cinematográfico. Al señor Scrooge lo sabemos portador de una riquísima paleta de registros anímicos según obre en su alma el desencanto del mundo o, después de la visita de los tres espíritus, justamente lo contrario, el amor infinito a ese mundo que antes odiaba. Hemos visto tantas versiones y en tan diferentes intérpretes (desde los teleñecos de Jim Henson al Mickey de Disney pasando por toda la nómina de los mejores actores que ha dado el cine) que nos puede aturdir éste: Carrey lo satura, lo reduce a una caricatura que los medios digitales sobredimensionan, embutiéndola en un marco referencial frío, lejano de las calles reales de esa Inglaterra victoriana tan perfecta que Zemeckis, en su afán demiúrgico, nos vende en las primeras escenas.
A diferencia de Avatar, en donde el envoltorio convenía a la audacia formal de la misma historia, Cuento de Navidad, que funciona en un plano semejante, deslumbra, endulza el ojo, pero anestesia el alma, la deja limpia de sensibilidad, inequívocamente engañada. Aunque no hay que ser tan tremendistas: el cine, al cabo, es engaño. El espectáculo visual es brillante, vigoroso por momentos. Zemeckis, un zorro viejo en crear ilusiones en el patio de butacas, sabe que el cliente paga por meterse en vena óptica un chute de adrenalina cromática. De eso hay mucho en Cuento de Navidad: está esa montaña rusa de imágenes irreprochables, está el espíritu de Dickens más que en otras versiones de más interesado corte familiar, está la oscuridad que navega el fondo de la trama y que sólo al final, por obligaciones contractuales más bien, decae y hace que el espectador asiste a un izado majestuoso de la bandera de los finales felices: Scrooge redimido, en paz con el mundo y con su alma, devuelto a la vida, dejando atrás su sombra de fantasma. De hecho Dickens hizo eso: un cuento de fantasmas. Luego se lo arrogaron los moralistas de todas las épocas, los cristianos convencidos y los casuales, toda esa gente de buen corazón que, en el fondo, ama las buenas historias y le gusta que se las cuenten mil veces. Cada Navidad, por ejemplo.
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Addenda: la vi en un pase privado para unos cuantos cursos de Primaria. Juro que me impresionó más esa experiencia (un cine gigantesco a nuestro capricho, una pantalla descomunal para una proyección casi familiar) que la película en sí. La impresión, en general, sondeado el prepúber público, fue que la película gustó, sí, pero que hubo tramos, trozos, zonas oscuras. Confirmación: nada de cine familiar. Cuento adulto con envoltorio engañoso.
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Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...