28.4.08

Unas letras cosidas a otras


Me encanta la palabra zafonazo: el lenguaje es una máquina implacable de fotografiar la realidad y exhibir fogonazos de vida, sutiles congruencias entre lo semántico y lo patético. Leí La sombra del viento antes de que las ventas la encumbraran al olimpo de los libros totémicos de esta sociedad ágrafa, pero consumista, que ve en la literatura comprada un objeto de normalización democrática. La leí en muy pocos días: nada sorprendente. La historia de Ruiz Zafón absorbe, conmueve, se afilia al género novelístico decimonónico en su más pura y quintaesenciada definición. La sombra del viento es, ante todo, una historia conveniente para estos tiempos de retórica y de deconstrucción, de instalaciones artísticas que sacuden la cordura del que observa y libros donde se privilegia el rupturismo o la fuga de la norma sobre la calidad de lo narrado. Por eso Ruiz Zafón está en ese estadio superior. O el inefable Ken Follett, que exprime Los pilares de la tierra (que también leí en pocos días, a pesar de la robusta contundencia de sus páginas) y se saca de la manga medieval Un mundo sin fin, que creo que no voy a leer, aunque todo depende de los voluntos a los que uno somete su ración de letras.
Vuelta al zafonazo: El juego del ángel es la jugada maestra absoluta de un creador en estado de gracia (sea esto lo que tenga que ser, y no me refiero a literatura) y de una editorial en permanente estado de shock, que ha visto en la historia de los libros perdidos y de los novelistas amateurs un filón potteriano de incalculables consecuencias pecuniarias. Ahí están las decenas de ediciones, los millones de volúmenes vendidos, los viajes de Ruiz Zafón por universidades de todo el mundo (según confiesa en alguna de las centenares de entrevistas que ha colado para promocionar el tocho) y la ubicuidad de la obra de marras, que está en todos sitios.
Mi conciencia, en materia de compra de libros, está tranquila: he acudido a un stand pequeñito que Pipo, el librero de Lucena por antonomasia, ha colocado en la Biblioteca Municipal y he gastado tres euros y pico en un librito formidable de José Antonio Marina. Se llama La inteligencia fracasada. Empiezo esta tarde a meterle mano. Los libros de Marina no se venden como los de Zafón, pero calan más hondo. Marina y María de la Válgoma ya contaron en La magia de leer que los libros presienten al lector y lo llaman de alguna secreta forma que no incomodaría a Borges. Los libros, sean de Harry Potter, de Stephen King o de Jorge Bucay (ay) ejercen su magia y el lector eventual, al que las enseñanzas regladas han disuadido de leer por arte y provecho de unos planes de estudio absurdos y criminales, acude a las páginas con fervor íntimo, consciente del placer que le espera.
Si el lector voraz consume literatura de segundo rango, serie B, pulp letters, nada hay con lo que estorbar su placer y nuestra extrañeza. Abruma que un escritor (Zafón) monte un tinglado tan pantagruélico para publicitar su último trabajo, pero ese aturdimiento es grato por tratarse de un libro y no de una película, que se aviene ya a rutinas cuando toca desplegar campañas publicitarias mastodónticas.
La zafonada es un hecho incuestionable: vi a un ama de casa con el libro bajo el brazo, junto a la talega del pan, cerca de mi casa. Ahí advertí el poder infinito de la persuasión del márketing. Importa escasamente que el ama de casa con la talega del pan lea o no la historia de El juego del ángel: de lo que se trata es de que el libro se convierta en un objeto de consumo igual que un coche, un perfume o una marca de móviles. Ese es el paso primero a partir del cual podremos disponer todos los demás. Al final del túnel de la analfebetización en materia literaria(se compra más que se lee, se escribe más que se lee) se verá la luz del prodigio, el milagro fortuito (qué va a ser, si no ) de que una historia bien contada (la de Zafón lo está) arrase en las estanterías de España. Y son letras: unas cosidas a otras. Absténgase el curioso lector de este blog pensar que dentro de esta clasificación generosa está Dan Brown, por favor. Ese nombre es una marca registrada, un procesador de texto diseñado para engolosinar a incautos.

27.4.08

Tierra: Pasión y gloria de nuestra madre patria




Tierra no es un buen documental y, a su modo, es el mejor que yo haya visto jamás: tiende al subrayado de lo espectacular, censura todo tipo de lógica narrativa y hasta se afilia, sin pudor, al espectáculo sonoro apabullante de violínes que rasgan el aire tenso de la noche en el Kalahari o el periplo épico de la ballena jorobada desde los trópicos hasta la Antártida. Con todo, Tierra es una obra maestra que combina la didáctica de colegio y la concienciación adulta salpimentada con (probablemente) la más hermosa y limpia filmación de la respiración de un planeta que se haya hecho nunca.
Por otro lado, es un documental fácilmente desmontable: todo aquí es esplendor, pirotecnica visual de muchísima calidad, alta definición cromática... Lo que hace que no sea una experiencia mística es su tránsito especulativo, su aroma a pedagogía post-Al Gore, su verdad política por encima de su bondad estética. Y no será este cronista de sus vicios el que aquí desmonte el tinglado ecológico: hay tanta belleza en las imágenes que cualquier consideración coyuntural al hilo de estos tiempos brumosos de catecismos verdes que nos han tocado malvivir puede quedarse en la recámara sintáctica, en el limbo de los pensamientos necesarios, pero imprudentes.
No es un panfleto ambiental, pero se lleva todas las papeletas para que así lo mastiquemos, al salir del cine, a poco que la cabeza borre la sofisticada belleza del Amazonas o la ternura infinita de un oso polar recién salido de su guarida invernal. Para que sea un panfleto político perfecto le hace falta un condimento más contundente de mandamientos ecológicos. La historia de las tres tozudas y abnegadas madres (una ballena jorobada, una elefanta y una osa polar) va desgranando el capítulo sangrante de desgracias y miserias que asolan el planeta feliz, el perfecto, el afortunado islote de luz y de gorjeos cantarines de la vía láctea. Al final de la emisión, uno consiente que el corazoncito se le reblandezca y se plantea (con la cabeza en ebullición, seriamente concienciada) cómo colaborar para que la milonga del calentamiento global (exageran, no exageran, mienten, no mienten, buscan intereses particulares, no los buscan) sea menos milonga y se convierta en una verdadera cruzada global cuyo fin es detener (frenar, al menos) el desastre.
Lo bueno, a la contra de lo hasta aquí reflexionado, es que uno se manifiesta inevitablemente sensible y se queda narcotizado por la belleza: los noventa minutos de naturaleza operística, de estampas soberbias y de masas orquestales divinas (y ruidos naturales increíbles también) pasan sin notarlo. Querría el espectador una sesión extra, otro cañonazo de peregrinaciones, de cascadas imperiales y bloques de hielo del tamaño del Calderón. Haber visto Una verdad incómoda, la cinta de Al Gore, hace que la visión de Tierra sea muy crítica. Únicamente al final aparecen, sobre el logo de la página http://www.loveearth.com/, frases contundentes, máximas de obligado aprendizaje que abren, a las claras, el capítulo de culpas y redenciones. ¿Qué he hecho yo para que lleguemos a esto? ¿Qué puedo hacer para remediarlo?




26.4.08

22.4.08

Across the universe: Love is all you need


Hay que ser muy atrevido y saber contagiar tu atrevimiento al espectador para perpetrar un atentado estético de este calibre. A su fin, cuando el cancionero de Lennon y McCartney ha terminado y uno experimenta la sensación del deber cumplido (ya saben, un par de amigos recomendándomela con tozuda pasión) Across the universe no es tan infame como habrían querido nuestros abundantes prejuicios de fan beatle.
La película bordea el aplauso y el ridículo a partes lamentablemente iguales, pero sale milagrosamente a flote. Incluso hay momentos de locura naïf y la jubilosa evidencia de que esas canciones pueden salvar el alma de cualquier naúfrago. Julie Taymor, la infractora, la narradora omniscente que pilla con alfileres mediáticos Vietnam, las flores del amor y la balada lisérgica de los héroes de Woodstock y monta un espectáculo meritorio, más psicodélico que narrativo, en el que hay una contracultura intoxicada de modernidad, escrita en el siglo XXI (se nota) pero con la mirada vuelta a los felices y musicalmente perfectos sesenta, decada de rock y amor, de justicia con barricadas y sexo anfetamínico. Todas las turbulencias del amor de Lucy y Jude, felices en su burbuja de acordes, quedan en un ameno pasaje de la Historia, en un precipitado cocktail de cinefilia, mitomanía y ojo comercial.
No sólo el Cirque du Soleil ha acudido al recetario de los de los Fab Four: también el cine sabe amarrar materiales nobles. A diferencia de otros musicales (ésta, a su manera, lo es) Across the Universe nace de las canciones de los Beatles: son esas canciones las que formulan el territorio estrictamente dramatúrgico. Los personajes se crearon para que cantaran las canciones, pero esa opulencia visual muere conforme la historia va creciendo y todo lo que presentíamos (mi amigo K. ya me advirtió, pero tuve que desoirle) se cumple con absoluta eficacia.
Para oir a mis Beatles no hace falta entrar en un cine: tengo Rubber Soul, tengo Sgt. Peppers, tengo Abbey Road, tengo Let it be, tengo el disco blanco. Todo lo demás es una montura falsa, un espectáculo en todo caso de segundo orden cuando el material que lo fundamenta está a nuestro alcance y nuestro imaginario no precisa de estas píldoras efectistas, bien hechas, por supuesto, facturadas desde el amor y desde el respeto, pero inermes, en el fondo, carentes del pulso emocional que debería haberlas orientado.

19.4.08

Suecia, Lucena, Ipod

Llueve en Lucena: una lluvia mansa como a desgana que moja los coches y entorpece el tráfico de agentes inmobilarios, amas de casas y abuelos ociosos por las estrechas aceras del pueblo. El paseo matutino ha sido, sin embargo, provechoso. A cubierto, bajo un paraguas xxl que casi nunca uso, he ido fatigando calles, contemplando el pueblo como de nuevas. He vuelvo a ver, aunque ya la conocía, la iglesia de San Mateo. La he querido ver con ojos de turista y ha sido posible. Igual contribuyó la lluvia y la música alojada en mi bendito Ipod. Es curioso cómo la música puede modificar el paisaje a su santa conveniencia. Se trata únicamente de elegir bien. Hoy he escuchado (completo) Layers of light, un disco íntimo, artesanal, ajeno al runrún de las modas y de los escaparates. Lo tocan dos suecos normalmente afiliados al jazz, pero metidos en la cosa folclórica en esta ocasión. Así que jazzmen escandinavos tocando música popular sueca. Y lluvia en Lucena y un paseo bautismal por las calles empedradas de gris y de melancolía. Las ciudades, cuando llueve, se vuelven pequeñas, por grandes que sean. La mía, que no es ninguna urbe remarcable, casi desaparece. El trombón y el piano condimentan el paisajismo bucólico, completan la tristeza útil con la que el día se ha presentado. No va a ser posible volver a escuchar este disco sin el concurso fundamental de la lluvia. De alguna forma, aunque pasen muchos años, oiré llover cuando regrese a él. He vuelto a casa jovial y nuevo, renovado, limpiado, reconfortado por la lluvia. Un viaje diminuto ha sido.

14.4.08

La edad de la ignorancia: Kafka, manzanas y silencio





Al principio pensé en que La edad de la ignorancia iba a ser una comedia bufa, una especie de opereta de tres peniques con personajes surrealistas, pero se tarda muy poco en percibir que nada induce a la risa: el patético Jean Marie Leblanc, un funcionario que no funciona, un triste ciudadano cuya vida sólo se existe cuando su fantasía se encabrita y se cree un novelista de éxito o un político consagrado. En realidad, Jean Marie es un cincuentón verde que todavía guarda ejemplares del Playboy con los que se procura el placer que su mujer no le proporciona, un trabajador insensible que fuma a escondidas y que no tiene relación alguna con sus dos hijas. Hacia el primer tercio del film pensé en Kafka, pensé en el héroe gris de American beauty, pensé tozudamente en el desasosiego de una vida enferma que desaloja cualquier esperanza de luz. Definitivamente La edad de la ignorancia, a pesar del jocoso cartel y de las idas y venidas de mujeres desnudas o del desconcertante arranque, en el que Rufus Wainwright, extraído de la portada del Discovery de mi amada E.L.O., canta una pieza entre lo vodevilesco y lo operístico mientras una rubia jaquetona y procaz se revuelve entre sábanas de raso y cojines persas de sueño de Sherezade. A la mitad de la película, Kafka ya ha tomado las riendas de la trama: todo es absurdo, un absurdo absurdamente consentido.
El director canadiense Denys Arcand (de quien sólo he visto la muy entretenida El declive del imperio americano) hurga en la incomunicación del mundo, en su capacidad para crear burbujas en las que alojar a sus habitantes más sensibles. Los que no lo son, aquellos ajenos al dolor o a la emoción, viven en sus oficinas, venden pisos, se fuman una cajetilla en un atasco o gastan un tercio de la nómina en alitas de pollo prefabricados que devoran sin apetito mientras las noticias vocinglan que el virus de la estupidez (o era una enfermedad de verdad) ya se ha cobrado miles de vidas. Y va a más. Arcand mezcla con inteligencia (a veces una inteligencia cargante, excesivamente a gusta consigo misma) brochazos de comedia negra y finas líneas de cinismo y de hipocresia, de egoísmo y de insatisfacción. Nada que no podamos ver en el mundo o que no podamos sentir cerca. Ojalá nunca demasiado cerca. El apocado y fantasioso Jean Marie lee El libro del desasosiego, la obra negra del negro Pessoa, mientras su madre muere en una cama de un psiquiátrico. Ese Jean Marie es el mismo que sueña con la grandeza y con el lirismo, con la vida de los otros, pero hasta la fantasía le exaspera. En el último tramo de la película, despide a los fantasmas que le han mantenido con vida los últimos años: los manda a paseo, los ignora y se refugia en una casa a la vera de la playa, en un idílico vergel de paz y de manzanas, en donde el tiempo transcurre con la parsimonia que exige su desintoxicación. De hecho, Arcand no finaliza su película: la deja abierta, crea la sensación de que tal vez nuestro héroe doméstico, el pajillero convulso que ha malgastado su vida en la familia equivocada, haya muerto y la casa azotada por las olas (que son también grises) sea el cielo, algún tipo de cielo corregible e inofensivo.
El burócrata sentimental ha desafiado las leyes y ha encontrado la paz en la mansedumbre de un cesto de manzanas en el que poder evadirse y sobre el que proyectar (sin ningún tipo de prisa, ajeno a ninguna obligación) sus ansias, sus deseos, la inequívoca raza de sus sentimientos.
Sin ser una película redonda, que no lo es, La edad de la ignorancia (terrible título del original en francés L'age des tenebres) consigue involucrarnos en su delirante trama. Eso, en estos tiempos, es mucho.


The contract: Tedio y repetición


Confía uno en que el cine de serie B siga siendo cine de serie B y no rebajen los principios metodológicos, la inspiración popular, el aliento de mesa camilla a las cuatro de la tarde cuando la masa encefálica planea vuelos sencillos y no precisa excesos. Pero Bruce Beresford, el amodorrado gestor de este telefilm bienintencionado, prescinde de justificar las razones que sustentan el comportamiento y la psicología de los atribulados personajes y coloca la capa de superhéroe a un vulgar ciudadano, más preocupado de encauzar la vida loca de un hijo tarambana, pero rambonizado (permítaseme la expresión) cuando las circunstancias demandan épica, operaciones de campo y arrojo al más puro estilo Equipo A. Por todo esto, The contract, sin llegar a ser una bazofia, se acerca mucho. La salva, es un decir, Morgan Freeman, que eleva el interés y hace que la hora y media de despropósitos no duela en la memoria o en el bolsillo. La enfanga todo lo demás: el incongruente batiburrillo de piezas del guignol infinito del gran thriller americano, la ejecución rutinaria de actores. Hasta Freeman, que casi nunca defrauda, invita a no prestarle atención. Por todo ello el amable lector puede tranquilamente esperar a que la aquí vapuleada cinta (siempre a juicio de este reseñista doméstico y pueril) salga en DVD. Ahí llega su momento de esplendor mediático: es entonces cuando el usuario se arrebuja en un sillón de orejas, baja las persianas, enchufa el home cinema (no es obligatorio, es oropel semántico) y permite que esta inofensiva trama de héroes de matorral le entretenga una tarde de verano mientras afuera el calor derrita las antenas de los saltamontes. Busque usted más información en otras páginas: esto es una venganza de mi paciencia.

12.4.08

Cashback: Juegos de amor en el turno nocturno






Volvamos al primer principio, demos a la teoría una relevancia que se está perdiendo, consideremos (por último) que el clasicismo, en materia narrativa, consiste en cumplir una serie de condiciones inexcusables para que el cine funcione como espectáculo total y no como una exhibición de la vanguardia artística o como un parada de fastos y guiños.
Cashback, por ratos, parece eso: un ligereza interesante, un modo de hacer cine de vanguardia, exquisitamente tratado, sin abandonar por un instante las reglas básicas, sobre las que se fundamenta el proceso de hacer una película, pero carente (o casi huérfano) de un guión estable, que propicie el seguimiento natural de la trama sin que tengamos que considerar méritos secundarios tomados como principales o debamos prestar excesiva atención al oropel, a lo nítidamente accesorio. Porque méritos secundarios, poses, guiños cultos y ganas de llamar la atención Cashback tiene bastantes, pero no por eso podemos considerarla una película de calidad. No lo es en absoluto.
Su trascendencia visual está amortiguada por su vacuidad narrativa. A pesar de que el casting lo hace de maravilla, no existe una complicidad a nivel literario. La historia, que la hay, no alcanza el punto de agarre con las imágenes que posibilite el fundamental y asombroso hecho (todavía lo es, pese a los ciento y poco años de este invento) de ver una película, de ver un cuento que dura dos horas. El descalabro forma-fondo lastra una idea original que mezcla con sobria inteligencia, mezclando humor, comedia burda y hasta un melodrama interno muy considerable, los artefactos propios de la imaginación posmoderna (congelar el tiempo, desnudar a las clientas de un gran supermercado) con las emociones que ese acto de voyeurista vandálica provoca en quien, ufano de su talento, lo ejerce.
Sean Ellis, fotógrafo, cortometrajista de éxito y ahora director de moda, disecciona el insemnio: lo registra, lo eleva a un categoría casi artística y hace que su triste protagonista, el que lo sufre, se convierta en una especie de héroe íntimo o de anti-héroe doméstico, es lo mismo; en todo caso, un tipo vulgar que por las circunstancias de su sensibilidad (todos tenemos una: hay que alimentarla, hay que amarla) encuentra un juguete adictivo, singular e inofensivo. ¿ O no lo es?No he visto el corto del propio Ellis en el que al parecer está basado el largo. Tal vez el contenido de la idea daba para veinte minutos: noventa le queda largo. No es nada nuevo. Hay artistas (esa palabra lo abraza todo) que se mueven mejor en distancias pequeñas, en situaciones breves: como melodías pop que no pueden exceder los cuatro o cinco minutos. Los desarrollos largos, la medida de la trama y su plasmación en capítulos, en partes dotadas de una coherencia, pueden desastrar la intención primeriza, abismarla en una aburrida suite que, alargada, pierde fuelle, desaloja el asombro de los primeros minutos y explora la tozuda evidencia de que hay chispazos de ingenio, alardes de originalidad incuestionable, pero ninguna de esas formidables cartas de presentación alimentan el apetito insaciable de un largometraje. El relleno que Ellis incorpora no entusiasma: subtramas de algún interés, pequeñas escenas que no se solapan como debieran al ritmo y al motivo de la trama mayor, personajes perdidos, diálogos vacuos. Lo que era primoroso y deslumbrante en la pieza breve es casi tedio e insípida golosina en la larga.
Nada, sin embargo, excesivo ni severo con lo que fustigar esta especie de obrita indie, inusitadamente publicitada por el portentoso cartel y por ciertas imágenes colgadas por toda la red: está por encima de productos de más saneada limpieza formal pero calcados de otros promovidos y alumbrados en el mismo despacho de márketing o por los mismos operarios de diseño.
Mi amigo K., a la sazón, cultivador del raro arte de no dejarse jamás influir por las primeras impresiones y acceder virginal y voluntariosamente al final de las mismas, ha considerado que Cashback es una pequeña obra maestra. Son sus palabras. Arguye que le ha flipado (últimamente está incorporando vocabulario nuevo y lo usa en cuanto puede, aunque se ruboriza y hasta carraspea cuando lo hace) el modo en que Ben, el atribulado y triste (ahí sí que estamos de acuerdo) galán al que han dado calabazas busca remedio metafísico en la confortable y plácida vida nocturna de un supermercado. Sostiene mi buen amigo que Ben es un escritor en potencia. Que todos somos Ben. Que a todos nos encantaría congelar el tiempo y desplazarnos como demiurgos cabrones por los pasillos de la vida, moviendo piezas del tablero, siendo pícaros y desfaciendo entuertos, tímidamente conscientes de su belleza dolorosa . Ya lo dijo Kierkeegard, o fue Schopenhauer: La vida es un infortunio siempre. ¿ O fue Billy Wilder? Al fin y al cabo Cashback es una muy british comedia sentimental ligeramente salpimentada de cierta osadía de ciencia-ficción de parvulario. K. me ha dicho que el cine inglés ha dejado la Ealing ya atrás. No hacía falta acudir a esto para esas concluciones.

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11.4.08

La noche es nuestra: Bendito cine negro







En realidad La noche es nuestra, más que una película sobre los entresijos morales de las redes organizadas del crimen, es una hermosa (y fría) historia sobre el pecado y la redención, un cuento fatalista que hurga en la miseria del alma y en los modos en que la sangre, la propia, la que nos une a quienes amamos, vence al fastuoso imperio del vicio y de la ambición. Narra, desde la desintegración de los patrones domésticos clásicos - familia, iglesia, honor -, la resurrección moral de un pequeño delincuente, un tipo frágil y sentimental que bascula entre el ruido de las fiestas, con su guarnición de drogas, sexo y poder, y la música diminuta de la vida familiar, con su inevitable olor a lánguida y sinuosa rutina.
El hijo crápula y disoluto, enfangado hasta el aturdimiento en rayas de cocaínas, polvos en trasteros de timbas de cartas y la promesa de un futuro prometedor en el hampa, protagonizado por un espléndido Joaquín Phoenix, el hijo que se ve arrojado a la tragedia cuando su vida delictiva le obliga a elegir entre la devoción de su estirpe (padre y hermano policías) o el mundo oscuro y adictivo al que ha consagrado su vida, representa la inocencia perturbada, el mal en estado primario, antes de que la experiencia en su manejo tome los mandos de su vida y el hijo pródigo, tocado por el numen del vicio, deba renunciar al neón y a las cartas marcadas, al lujo y a la vida fácil para tomar conciencia de la responsabilidad, de lo correcto y de lo que no lo es: pura tragedia griega. El noir, el bendito cine negro, es eso: episodios clásicos, cultura helénica interpretada por gángsters, putas y maderos.
James Gray, un profesional poco dado a prodigarse (tres films en quince años), prefiere dibujar con precisión el tormento de sus personajes antes que explayarse en la acción pura, en lo que, en manos de otro cineasta menos artesanal, podría haber producido un film más ágil, menos ambiguo. La noche es nuestra (es más hermoso We own the night) recurre al cine de género de los setenta: huele a Lumet, al primer Scorsese, al primer Polanski, a Coppola, a todo lo que en esa década prodigiosa (vamos, tópico, ven a mí) condujo a este cronista de sus vicios (sí, claro, tengo muchos y soy incapaz de renunciar a ellos) a amar el cine casi por encima de todas las cosas.






Exenta de alardes narrativos que puedan despistarnos del verdadero sentido de la historia, La noche es nuestra se deja contaminar por todos los clichés que el espectador avezado desee, pero Gray los deconstruye (por fin he usado esta palabra: llevaba un mes deseando prenderla a un texto) y arma un sólido, sobrio y, más que nada, amenísimo ejercicio de cine clásico. Éste lo es: tal vez de un modo tan abrumadoramente moderno que no lo parezca, pero podríamos viajar en el tiempo y depositar la cinta (tal cual se hizo, sin cambios, sin modificar un fotograma) en la cartelera cinematográfica de los primeros setenta, y no chirriaría. Ningún crítico escrupuloso la tildaría de moderna. El problema del tiempo es éste: que lo que uno escribe en 1.972 en la confianza de estar ajustando el texto a un contexto y a una forma de entender el cine es un exabrupto en 2.008, una salida de tono, una boutade, un mamarrachada.
En todo caso, tiene el espectador interesado en perturbaciones y enfermedades del alma atormentada una sesión intensa ( inteligente, lírica por tramos) en este pequeña, en cierto sentido, obra de arte del siglo XXI. Quien prefiera embadurnarse el cerebro con otras toxinas menos exigentes, que requieran una entrega menor, pueden ir a la sala contigua donde se exhibe Casi 300. Me han dicho que es la monda.



Estas manos inventaron el cine


K. dice que todos llevamos un teólogo dentro

"Ahora mismo la moda es tener una disposición de ánimo católica con una conciencia agnóstica: así disfruta uno del pintoresquismo medieval de lo primero con las comodidades modernas de lo segundo"
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H.H. Munro (Saki)

9.4.08

Monstruoso: I am a camera




Si miramos lo estrictamente cinematográfico, Cloverfield (Monstruoso) es una joya, una pieza magistral de cine alumbrado en el siglo XXI, imbuído de las técnicas narrativas que la nueva sociedad crea para explicarse a sí misma o para alejarse de los patrones en los que no se identifica. En este sentido, la cinta de Matt Reeves mira más al Youtube o a la realidad colgada en la Red que a la propia realidad, que tal vez se le queda corta y debe echar mano de dispositivos narratológicos diferentes. Los autores de esta inteligente propuesta (la inteligencia puede estar reñida con la belleza o con el asombro artístico) conocen muy bien los mecanismos de distribución viral que se producen en los medios de comunicación de masa así que tiran de una campaña de publicidad sencillamente perfecta: colocan un trailer justo antes de la proyección de Transformers y dejan en Internet pequeños bloques de información, golosinas que abren el apetito, pero que no acaban de informar sobre la naturaleza exacta del menú a degustar.
En otro orden de cosas, o tal vez es el mismo pero mirado desde una perspectiva más emocional, Monstruoso no es ninguna joya del cine y su osadía formal contrasta con su plano mensaje sentimental. Al fin y al cabo, el cine se dirige al corazón, aunque en ocasiones (en excesivas ocasiones, tal vez) lo consideremos bajo la mirada gris y fría del análisis, que es un acto racional y puede prescindir de las emociones.
La naturaleza vírica del márketing habilitado para su propaganda casi merece más atención que el propio film: Monstruoso (con papá Abrams detrás de la empresa) reformula el diseño de producción, crea (al estilo de Perdidos en la pequeña pantalla) una realidad narrativa paralela a la construída en el metraje y somete al espectador a un tozudo y, al tiempo, lúdico ejercicio de involucración masiva en el contenido formal. El espectador es un empleado más de la productora. Se llegaron a alojar videos en Youtube que provenían de la sala de cine de modo que el trailer era objeto de la misma atención que la película en sí. El medio (nada nuevo) era el fin en sí mismo.
La intrascendencia de Monstruoso no hará que no se hable de ella dentro de algunos años: se valorará el grado de hiperrealismo, se elaborarán sesudos textos sobre las nuevas tecnologías narrativas, pero igual nadie revela al público ignorante que la película es mala.
Que el monstruo que devasta Manhattan sea intuído, más que mostrado, o que Reeves, temblona cámara en ristre, dedique un buen tercio del film a presentar a los personajes, sin mostrar las cartas apocalípticas, el Godzilla bíblico que hunde la ciudad en ceniza, evidencia que no estamos ante un blockbuster al uso, una de esas cintas monstruosas que provocan la histeria del público adolescente: Monstruoso evita esa vinculación fácilmente identificable con lo comercial. De hecho Reeves se escora adrede de lo fácil y lo previsible y monta un espectáculo efectista, que se ve con asombro, pero que no sacude ninguna fibra de sentimiento.

7.4.08

La vida alrededor de un riff


Una revista musical de prestigio, al parecer, publica los cinco mejores riff de la historia del rock. Nada que objetar. Antes hemos visto las cinco mejores canciones, los cinco mejores álbumes, las cinco mejores portadas. Ad nauseam. De lo que se trata, en el fondo, es de compartimentar la cultura, de etiquetar el placer y poder acceder a él en base a la nomenclatura habilitada (inventada) al efecto. Yo, al menos, soy incapaz de no hocicar mi malsana curiosidad en esas listas imposibles. Y como todo lector insatisfecho (toda lectura es una forma de satisfacción incompleta) me obligo a encontrar los ítems que faltan: el riff personal. Ahí se acaba la mitología: los años de inventar riffs en el aire con una guitarra imaginaria han pasado, pero también caímos.
Y un riff, por genial que sea, no es un solo: el riff machaconamente se pasea por la canción, a modo de leivmotiv, de patrón tozudo. El solo, sin embargo, se despliega en la coda final o en un puente intermedio, y no precisa de la repetición para conseguir su hegemonía melódica, su vocación de himno.
Fui muchas veces Clapton (Derek con sus Dominoes) y fabulé mi particular fraseo de Layla alrededor de una barra de pub a la inglesa y bien escoltado por adeptos de la causa. Fui muchas veces Jimmy Page y fantaseé mi egocéntrico Black dog o Rock and roll mientras los altavoces berreaban sus buenos vatios. El rock, ya se sabe, debe atronar cuando el alma exige su dosis diaria.
La vida también tiene sus riffs: acordes fabulosos que se adhieren a la memoria. Tal vez estaría bien componer los cinco mejores. Poner en una tablilla, aunque sea digital, los momentos tarareables, los espasmos convertidos después en exaltación jubilosa de la vida y del goce absoluto de vivirla. Sería un buen meme, uno de los mejores. No me atrevo todavía a tirar del mío, vaya que olvide algo relevante o publique lo que no debo. A fuerza de ser sincero, mejor me estoy quieto. Ni siquiera sabría cómo empezar. Los riffs del rock son otra cosa. Los cinco que alumbraron mi tardoadolescencia (suelen venir siempre ahí, qué le vamos a hacer) acuden al catecismo guitarrero básico: Whole lotta love, Layla, Smoke on the water en la Fender Stratocaster de Ritchie Blackmore (Made in Japan fabuloso en la memoria de todo amante del rock), Sunshine of your love, Money, Satisfaction. Recientemente: Sweet child o'mine (Slash, heredero glorioso de los guitarreos heróicos, aunque desangelado por su pobre discografía, hasta el momento)

Arma fatal: Michael Bay con un poco de cultura




A diferencia de las parodias sobre el cine serio que llegan de los territorios yankees, los hijos de Albion, los pérfidos hijos de la Gran Bretaña se alejan del patrón chabacano de las antiguas colonias transatlánticas y reelaboran el humor burdo y escatológico, excesivamente apegado a los clichés que marca la moda, made in USA, y crean un material nuevo, ágil, fácilmente identificable bajo la etiqueta de humor británico, con su pinta de flema y su rimbombancia sintáctica, a beneficio del espectador global, rumano, italiano, español o ruso, que se identifica con celeridad con los brochazos de comedia y se congratula del talento inglés para no cometer jamás (es una temeridad hablar en términos tan estrictos, pero nos arriesgaremos) el crimen de abochornar al personal con películas absolutamente lamentables. No lamentables desde el punto de vista de un crítico severo e insobornable: lamentables en un grado superlativo. Casi 300. Scary movie. No hace falta que siga.
Arma fatal (horrible título) es una juguetona jugarreta de marketing, un habilísimo ejercicio de comedia estrafalaria, inyectada de acción y sustentada en un guión ágil e inverosímil, dinámico y, al tiempo, reflexivo, que remarca con mucha elegancia el particular british way of life, gamberro si se lo propone, aunque sin abandonar la ironía, el detalle paródico que no cae nunca en lo soez, sino que es una lectura adulta y casi cinéfila.
La ampulosa vistosidad visual esconde miserias, evidencias de la trastienda cultural de un país que esconde en la educación y en las buenas formas una chabacana y autocomplaciente forma de entender la vida y los problemas: el policía protagonista, tan competente que sus superiores le han destinado a la dulce y plácida campiña inglesa, cansados de que les ponga en evidencia de continuo, hace de Hercules Poirot, de Grissom de aldea, batallando contra el criminal (escondido en la masa social, como le gustaría a Agatha Christie) y contra la pazguata, mojigata y misántropa sociedad rural en la que éste opera. El film bascula entre el diálogo inteligente (los hay, no crean) y la acción tremebunda, salpimentada de gore en muy contadas pero apabullantes briznas; entre la diversión pura y la intriga detectivesca.
De todos estos escenarios sale Arma fatal airosa: divierte, contagia un sano sentido del cluedo clásico y hasta tiene uno de esos finales apocalípticos que consigue que salgas de la sala con, al menos, una sonrisa en la cara.


5.4.08

Las hermanas Bolena: La Historia contada a las mentes sencillas




Tenebrista, conducida con un extraordinario sentido narrativo, alejada del patrón clásico que exige música de cámara y atosiga al espectador con motivos más propios del culebrón que de la fidelidad o la verosimilitud, Las hermanas Bolena es una pulcra recreación de una época histórica que el cine nos ha mostrado con apasionamiento. Hasta John Ford tuvo la tentación de meter su ojo (uno solo, ya saben) en la vida palatina y hurgó con éxito en la ambición, en la traición y en el honor con su formidable María Estuardo (Katherine Hepburn en la memoria). Hay aquí rigor y convicción narrativa, precisión a veces apresurada: la historia de las hermanas Bolena prefigura la Historia de Inglaterra. Carente de cierta osadía visual, Justin Chadwick se limita a contarnos lo que ya sabemos, aunque se permite conducirnos por senderos novedosos como la fundamental presencia de María, la hermana de Ana. En lo demás, una más que aceptable composición artística, que no está a la altura de un libreto particularmente melindroso, que no se arroja como quisiéramos en las perturbadas vidas de sus personajes y tan sólo extrae renglones subrayados, pistas notorias de lo que alimenta la evolución de lo narrado, pero sin acercarnos con otro pulso más dramático a la clásica liturgia del género. No es esto un encendido ataque a la cinta, más bien al contrario. Las hermanas Bolena es un más que digna película y, salvo algún desajuste lingüístico - los personajes no parecen hablar con la engolosinada pomposidad que les arrogamos siempre - o alguna excesiva celeridad en acudir al previsible final - y se agradece que el cine (como siempre) ilustre nuestra mediocre (en ocasiones) cultura histórica, pero queda la muy secreta impresión (ahora aireada) de que podríamos haber alcanzado un nivel más alto caso de haber mimado más los diálogos (los de María son particularmente parcos, los padres tampoco se exceden, el rey Enrique está muy difuminado y a veces únicamente impone su condición en base a su incontinencia física y no por su dialéctica o por su sentido del oportunismo semántico). Los actores, que hacen lo que les piden y no son músicos de jazz para poder improvisar líneas sobre la partitura dramática, contribuyen a que el tono medio se eleve un peldaño. Ana Torrent, tal vez el único personaje verdaderamente pensado y escrito sin que chirríe su parlamento, borda su breve papel. Inevitablemente los vuelos mentales de este cronista de sus vicios acudieron a la niñez de la actriz. A la mía. Estas cosas tienen el cine. En fin. No distraigan el día con mis reflexiones de sábado. Salgan a la calle. La ambición es muy mala. Y la venganza. Los Tudor parecen, en efecto, monigotes de culebrón, muñecos de las soapbox opera de antaño. Me pregunto por qué me zumba esa idea en la cabeza. O sí lo sé. De todas formas no podemos perdernos ninguna película en la que aparezca nuestra idolatrada niña Johansson. Uno va al cine, paga la entrada, se sienta en la butaca y espera que su belleza irregular, su mirada perdida y su lánguida perfección (aquí afeada a posta) inunden el tedio y alimenten mitologías.

3.4.08

Resident Evil:Extinction: El virus total


Es imposible (en ciertas ocasiones) comprender la realidad. A lo sumo uno alcanza a percibirla. Llega incluso a entender la naturaleza de sus manifestaciones, pero este empeño naufraga en el carácter onírico, caótico, errático o absurdo de sus significados. La realidad elude cualquier subrayado dramático. Nada es cándido ni es perverso ni triste: todo se cifra, todo se encripta, todo se ajusta al mecánico código lingüístico. ¿Y si el lenguaje fuese un instrumento corto para descerrajar los usos y los hábitos de la realidad?¿Y si expresar un sentido es, en todo caso, negar los otros, los que no están más nítidamente visibles pero tal vez mejor convienen? Tal vez sea el cine y la fotografía las disciplinas artísticas que con mayor eficacia registran el caos, el luz, el vértigo fabuloso de lo real: ambas pueden permitir el lujo de carecer de lo lingüístico ( como la música) para forjar un universo bien armado de significado y autónomo enteramente. Bien, hasta aquí la plasta teórica, el ungüento metafísico o metalingüístico o tóxico. El resto es la verdad incontestable, la magra realidad escasamente avenible a disquisiciones, ontologías y análisis hondos como la inocencia de un niño. Y entonces es cuando vengo a hablar de la película que vi anoche. Se trata de Resident Evil: Extinction, y juro que mientras que iban cayendo zombies y me iba embruteciendo la mente (como un mecanismo de defensa ante la avalancha de gilipolleces) pensaba en Ferdinand de Saussure y en Chomsky. Recordaba la Obra abierta de Umberto Eco, hoy por cierto en Granada en unas charlas, y hasta un tocho escandaloso de ensayos de Kierkeegaard que un amigo (no es K.) tuvo el detalle de prestarme en una época de mi vida en la que todo lo que sonara a raro y a críptico me entusiasmaba. Pensé en el mundo como una pastilla masticable y en la crisis de los Balcanes. A la vez que Milla Jokovich desmembraba desdichados, repasé planes para el verano y hasta concebí una inconcebible novela sobre Lázaro, el primer zombi de la Historia, metido a psiconalista en la Galilea bíblica. También está el inabarcable proyecto de imprimir todas las entradas de cine de esta página y hasta adjuntarles fotos y detalles enciclopédicos como el nombre del director de fotografía o hasta el guionista. Creo que me levanté cuatro o cinco veces. Ninguna para nada importante. Incluso llamaron por teléfono y mi mujer contestó a la vera de la televisión sin que la conversación (qué voy a contarles) estorbara el normal entendimiento de lo narrado en la película.
La obrita está exenta por completo de aciertos: es cine por eso de los 24 fotogramas por segundo. La saga de videojuegos alumbrada por Shinji Mikami tal vez sea una referencia en su verdadero ámbito de acción, pero en cine, en la pantalla grande, establece un diálogo muy parco en significados (nulo, si me apuran). El espectador se siente incomodado por la gratuidad de la oferta, por su mediocridad a medio camino entre el insulto a la creatividad y la ofensa a la inteligencia. No es únicamente la insípida trama o el previsible y mortecino despliegue de acción real: es que la anécdota argumental escandaliza por lo rutinario, por lo funcionarial. No hay sorpresas: no existen esos tenues apuntes estilísticos (más estando detrás un director serio como Russell Mulcahy) que otros sí han sabido impregnar para que la función se salga de la vasta, ruda y torpe maquinaria del cine concebido como una ingesta masiva de caramelitos pasados de fecha pero cubiertos de una adictiva capa de colores vistosos y un envoltorio chic que nos impide el raciocinio, sea esto lo que quiera que pueda ser. Por todo esto, al ver anoche esta Resident Evil, pensé que la heroína apocalíptica necesita de un público sonado, confortablemente insensible, como decía la canción de Roger Waters, acorralado por la costumbre de no ver jamás otro cine que no sea éste. Y tal vez hasta eso deba ser agradecido en estos tiempos de fuga de las salas y de menguados ingresos en las arcas de las distribuidoras.
Da igual que uno conceda un extra de confianza (lo hice, lo hice, lo hice), rebaje hasta la pura naúsea la mínima exigencia requerible. Llega un momento en que la luz chirría, los párpados caen como si acabasen de sufrir una tunda de palos cromáticos y el cerebro (víctima siempre) grita, a su modo, una amnistía, un receso, quizá un pacto bien trabado. La más que cazurra coreografía de saltos, disparos y proezas físicas varias nos sumergen en un limbo de estulticia perfecta. Sin más.
Autoindulgentes, los creadores de este portensoso tsunami de atropellos narrativos y dantescas estocadas al sentido común y a la limpia mirada de las cosas se interesan más por la caja y por el tintineo jubiloso y bendito de las monedas en la bolsa que por innovar o crear desde la libertad y desde la dignidad. El sueño viril de la adolescencia tiene en esta fanfarria de torpezas un campo abonado para el desquiciamiento. Tal vez yo, en mi inevitable adolescencia imbécil, recurrí a infamias como ésta. Mi cerebro, adiestrado para olvidar lo prescindible y lo que me sonroja, busca ahora caramelos más nutritivos. Los hay. Están ahí afuera. Esperan. Nos llaman. Qué bonita es la vida.

Pintar las ideas, soñar el humo

  Soñé anoche con la cabeza calva de Foucault elevándose entre las otras cabezas en una muchedumbre a las puertas de una especie de estadio ...